Capítulo XIIEn el cual se trata de los judíos que fueron crucificados, y de los montes que fueron también quemados.Aprovechábanle mucho a Tito los montes levantados, aunque sus soldados eran maltratados desde los muros, y enviando ;arte de su caballería, mandó que se pusiesen de guarda y en asechanzas por aquellos valles contra aquellos que salían a tomar la provisión y mantenimientos. Venían entre éstos algunos de la gente de pelea de los ludios, por no bastarles ya lo que robaban; pero la mayor parte era de la gente más pobre y popular, los cuales no osaban huir a los romanos por miedo de los suyos, porque no veían la manera para huir escondidamente, sin que los que buscaban las revueltas y sediciones los sintiesen con sus hijos y mujeres, temiendo dejarlos en poder de ladrones tales, para que fuesen por causa de ellos degollados. Dábales atrevimiento para salir la gran hambre que padecían, y no faltaba sino que los que estaban escondidos en guarda de ellos saliesen, y fuesen todos presos; los que aquí eran presos habían de resistir necesariamente por miedo del castigo, porque parecían rendirse tarde; de esta manera, pues, azotados cruelmente después de haber peleado, y atormentados de muchas maneras antes de morir, eran finalmente colgados en una cruz delante del muro. No dejaba de parecer esta destrucción muy miserable al mismo emperador Tito, prendiendo cada día sus quinientos, y aun muchas veces más; pero no tenía por cosa segura dejar libres a los que prendía; y por otra parte, guardar tanta muchedumbre de judíos, parecíale requerir más gente para hacer esto. No quiso, con todo, prohibirlo, por pensar que viendo los de la ciudad esto, aflojarían y doblarían en terneza sus unimos, poniéndose delante que habían de padecer aún peormente si no se rendían. Los soldados romanos ahorcaban a los judíos de diversas maneras; con ira y con odio, hacíanles muchas injurias: habían ya tomado tanta gente, que faltaba lugar donde poner las horas, y aun faltaban también horcas para colgar a tantos como había. Pero estuvieron los revolvedores de Jerusalén tan lejos de moverse, ni doblarse con esta tal matanza de los suyos, que aun fué lo hecho para efecto contrario, es a saber, para espantar a los que quedaban: porque sacaban al muro los amigos de aquellos que habían huido, y los del pueblo que estaban más inclinados a la paz, y mostrábanles desde allí lo que padecían de los romanos los que a ellos huían: y los que estaban presos, no decían que eran cautivos, pero muy siervos y muy despreciados. Con esto espantaban todo el otro pueblo que había. Esto fué causa de que muchos de los que querían pasarse a los romanos, se detuvieron, hasta tanto que entendieron la verdad de lo que era. Hubo algunos que luego huyeron, aconhortados de todo, no menos que si hubieran deseado morir: porque padecer la muerte por manos de los enemigos parecía que les era reposo, antes que perecer de hambre. A muchos de los cautivos mandó Tito que les fuesen cortadas las manos, y enviólos a Juan y a Simón, por que no pareciesen haber huido, ni aun osasen pensar tal de ellos, amonestándolos que quisiesen ya cesar y romper su pertinacia, y no forzarlo a que destruyese la ciudad; pero que ya ahora, estando en el fin y extremo tiempo, quisiesen ganar sus almas, trocando la voluntad, y conservasen tan gran patria y ciudad como perderían, y el templo, cuyo ni par, ni igual, había en todo el universo. No dejaba con esto de hacer diligencia en mirar por su gente, rodeando los montes hechos para combatir la ciudad; y animando a los que trabajaban, dábales gran prisa, como quien había de poner presto en efecto las palabras que decía. Los que estaban en el muro, maldecían a Tito y a su padre: decían con voces muchas injurias, y que preciaban mucho más la muerte que venir en servidumbre de ellos. Confiando, pues, que habían de hacer mucho mal a los romanos, no teniendo cuenta consigo mismos, ni con su patria, aunque Tito les decía que habían todos de perecer, porque era mejor que el templo quedase sin alguno de ellos, aunque sabían que Dios lo había de guardar; mas pensando ellos que les había de ayudar también, no tenían en algo ni preciaban todas sus amenazas, pues no habían de tener el efecto que pensaban, porque el fin de todo lo que había de suceder estaba en las manos de Dios. Eso gritaban los judíos, mezclándolo con muchas injurias y denuestos que decían. Estando en esto, vino Antíoco Epifanes con mucha gente de armas que trajo consigo, y con muchos de su guarda, los cuales eran macedonios, todos iguales en edad, muy mancebos, enseñados y hábiles en las cosas de las armas, de la misma manera que suelen ser los de Macedonia, de donde también retenían el nombre, y muchos había que no se podían igualar con la virtud y fuerzas de esta gente: porque de todos los reyes que obedecían y reconocían el Imperio de los romanos, el más principal y más feliz fué el de los Comajenos, antes que la fortuna se les mudase. Mostró también éste en su vejez, que ninguno, por viejo que sea, antes de la muerte se puede llamar bienaventurado; pero estando allí en su presencia su propio hijo, decía que se maravillaba por qué causa no osaban los romanos llegarse a los muros. Este, de su natural era muy hombre de guerra, y muy pronto para pelear, y de tan grandes fuerzas, que era demasiado atrevido y audaz. Y como oyendo esto Tito se riese disimuladamente, y dijese que había de ser este trabajo común entre todos, Antíoco luego arremetió con su gente de la misma manera que estaba, con todos sus macedonios. El, con sus fuerzas y destreza, guardábase muy bien de todos los tiros de los judíos, tirándoles muchas saetas; pero todos los mancebos fueron derribados y muertos, excepto muy pocos; porque por vergüenza de lo que habían prometido, habían peleado más tiempo de lo que convenía; y al fin, los más se hubieron de recoger muy heridos, pensando y teniendo por muy cierto que queriendo vencer los maceáonios, era necesaria la próspera Alejandro. Comenzados aquellos montes que levantaban los romanos a los doce del mes de mayo, apenas fueron acabados a los veintinueve del mismo mes, habiendo trabajado todos los diez y siete días, porque fueron levantados cuatro muy grandes: el uno en aquella parte adonde está la torre Antonia, el cual había levantado la quinta legión, de frente de aquel medio estanque que llamaban Estruthio; el otro la legión duodécima, a veinte codos del susodicho. La décima legión, que era la mejor, había edificado su obra en la parte septentrional, adonde está el estanque llamado Amigdalón. Estaba edificado e1 de la legión décimaquinta a treinta codos lejos, cerca del monumento del Pontífice. Llegando, pues, ya sus montes e cogemos, Juan minó por bajo hasta llegar a los montes de los romanos, que estaban en la parte de la torre Antonia: puso unos maderos gruesos, que sostuviesen la obra, y dentro mucha leña untada de pez y betún; lo cual hecho, dióle fuego, por lo cual, quemados los fundamentos que la sostenían, se hundió la mina muy repentinamente, y los montes cayeron con gran sonido de la coma; levantóse un humo grande con el polvo hacia arriba, porque lo que había caído tenía cerrado el fuego, y consumida la materia que lo cerraba y cubría, la llama comenzó a parecer y descubrirse más claramente. Viendo los romanos aquello, sobrevenido tan de repente, espantáronse mucho y tenían gran pesar por lo que los judíos habían hecho, por lo cual, pensando que ya habían vencido, enfrióseles con este caso la esperanza y parecíales que sería cosa sin provecho resistir al fuego, pues aunque lo apagasen del todo, había de aprovecharles poco, pues estaban ya destruidos los montes e ingenios que habían hecho. Dos días después, Simón, con sus compañeros, acomete a los otros, porque por esta parte habían comenzado a combatir y derribar el muro los romanos con los ingenios suyos, llamados arietes o vaivenes; y un hombre llamado Tepheo, natural de Garsa, ciudad de Galilea, y Megasaro, criado de la rema Mariamma, y con éstos un adiabeno, hijo de Nabateo, llamado por caso Agiras, que quiere decir cojo, arrebatando fuego en sus manos, fueron corriendo a ponerlo en las máquinas de Tito. No hubo quien se mostrase más valiente que estos soldados, más atrevido para toda cosa, ni tampoco más espantoso: porque así arremetieron como si fueran a verse con amigos suyos, y no se detuvieron, como que fuesen contra enemigos; antes entrando con ímpetu y con fuerza por medio de todos los enemigos, dieron fuego a las máquinas que Tito había mandado hacer: echados con muchos dardos y saetas, con las espadas no los pudieron derribar, ni hacer volver atrás antes de haber puesto fuego a todo lo que pretendían quemar. Levantada la llama en alto, salían los romanos de sus tiendas para socorrer al fuego; y los judíos, desde el muro adonde estaban, se lo impedían, y trabábanse a pelear con los que venían a defender que no entrase en todo el fuego, no perdonando en algo al trabajo y peligro de sus cuerpos: trabajaban los romanos en sacar sus ingenios que llamamos arietes, de en medio del fuego, viendo que la cosa con que estaban cubiertos ya se quemaba; y los judíos, por el contrario, mostraban sus fuerzas en retenerlos, sin tener miedo ni al fuego ni a las armas; y aunque alcanzasen con sus manos el hierro ardiente, no por eso lo dejaban, ni perdieron los arietes. De aquí pasó el fuego a los montes, y antes eran quemados y hechos todos fuego, que pudiesen socorrerles ni defenderles. De esta manera, pues, rodeados de fuego los romanos y de llamas, pensando no poder ya defender sus obras, desesperados se recogieron a su campo y tiendas. Los judíos, viendo esto, más los perseguían: acrecentábaseles mucho cada hora el ejército, viniéndoles gran ayuda de los de la ciudad. Confiados en la victoria que les sucedía, descuidábanse algo más de lo que debían; y saliendo hasta los fuertes del campo de los romanos peleaban allí con los que estaban de guardia. Había guardas diversas de gente de armas, repartidas por sus horas sucesivamente: las leyes que los romanos tenían en esto, eran muy severas y muy exactamente guardadas, de tal manera, que quienquiera que se moviese de su lugar, por cualquiera causa que fuese, era muerto: por lo cual, preciando y teniendo éstos en más morir gloriosamente y con buen nombre, que haber de morir así como así por haber huido, estuvieron muy firmes, y por verlos en trabajo y en tan gran necesidad, muchos de los que huían volvieron; y ordenando sus ballesteros por el muro, impedían que la gente que venía de la ciudad sin armas algunas para defenderse y guardar sus vidas y cuerpos, osase llegar. Peleaban los judíos con todos los que les venían delante, y echándose a las lanzas de los enemigos, heríamos con sus mismos cuerpos; pero no vencían éstos más por sus hechos, que por la esperanza que tenían: por otra parte, los romanos les daban lugar, más por ver el atrevimiento grande de los judíos, que por el daño que les hacían. Había ya venido Tito de Antonia, adonde había ido por ver en qué lugar fuese mejor levantar los otros montes: y hubo de reprender gravemente a sus soldados, por ver que, teniendo los muros de los enemigos en su poder sin peligro, eran dañados en los suyos propios, y por ganar lo ajeno perdiesen lo que era de ellos, y dejando salir de su poder a los judíos como de la cárcel, para que salidos les hiciesen daño y les quebrasen las cabezas, haciéndoles padecer lo que padecerían si estaban cercados. Tito, pues, con gente muy escogida cercó a los enemigos por un lado; y como éstos fuesen heridos por delante, estaban muy firmes todavía, peleando contra los romanos; y trabada la gente y la pelea, el polvo que levantaban quitaba la vista de los ojos; y eran tan grandes los clamores, que no había quién se oyese, ni podían conocer quién era de los suyos, ni quién de los contrarios, quién amigo, ni quién enemigo. Perseverando los judíos, no tanto por confiar mucho en sus fuerzas, cuanto por estar ya del todo desesperados, también los romanos se esforzaron, y tomaron gran ánimo por la vergüenza de las armas y de su honra de ellos y gloria, y por estar su capitán y emperador presente en el mismo peligro. Por lo cual osaría pensar que pelearan hasta el fin con la ferocidad de ánimos que tenían, y que acabaran y consumieran entonces toda la muchedumbre de los judíos que había salido, si éstos no se recogieran presto a la ciudad, huyendo el peligro de la batalla. Todavía, aunque esto les había sucedido bien, estaban muy tristes los romanos por ver sus máquinas y cuanto habían hecho en tanto tiempo, y con tanto trabajo, destruidas tan presto y tan prontamente, y aun había muchos que, viéndolo, desesperaban de poder tomar la ciudad en algún tiempo. *** |
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