Capítulo XI

De los montes que Tito mandó levantar contra el tercer muro. De la larga oración que Josefo hizo a los de la ciudad por que se rindiesen, y del hambre que los de dentro, estando cercados, padecieron.  

Pensaba ya Tito de qué manera podría combatir el tercer muro, y parecíale haber durado poco tiempo su cerco en lo que había ganado, por lo cual determinó dar tiempo a sus enemigos para que tomasen consejo entre sí, y ver si aflojaría la pertinacia de ellos viendo ya ganado el segundo muro, o por lo menos por el miedo grande del hambre. Porque era imposible que lo que robaban bastase ya para más, y por esto él se estaba a su placer muy ocioso. Venido el día, cuando convenía repartir los mantenimientos entre los soldados, puestos los enemigos en un lugar que se mostraba a todos, mandó que los capitanes ordenasen su gente y pagasen a todos. Salieron entonces muy en orden con sus armas descubiertas; los caballeros traían sus caballos muy adornados, y todos aquellos arrabales relucían con el oro y con la plata desde muy lejos.

No había espectáculo ni vista por la cual los soldados más se alegrasen, ni había cosa que a los enemigos fuese tan espantable.

Estaban los muros antiguos y toda la parte septentrional llena de gente que los miraba; también estaban las casas llenas de gente que miraba lo mismo, y no había parte alguna ni rincón en toda la ciudad que no estuviese lleno e hirviendo de gente, aunque los más atrevidos habían sido con esta vista amedrentados, viendo la gentileza de las armas y el orden tan excelente de los soldados. Y pudiera ser que con esta vista mudaran aquellos sediciosos y revolvedores de su parecer, si no desesperaran de poder alcanzar perdón de los romanos, de tantos y tan grandes daños y maldades como habían cometido contra el pueblo; teniendo, pues, por muy cierto que si dejaban de proseguir su fuerza adelante, no les había de faltar el castigo de la muerte, tuvieron por mejor proseguir la guerra y morir antes peleando.

Prevalecía también lo que Dios tenía determinado, es a saber, que muriesen tanto los sin culpa e inocentes como los muy culpados, y que fuese la ciudad toda con todos los revolvedores destruida.

Duró, pues, el repartir de los mantenimientos entre los de nada legión cuatro días; venido que fué el quinto, habiendo entendido Tito que los judíos no tenían pensamientos de concordar con él ni hacer paz, repartido su ejército en dos partes, comenzó a levantar montes contra la torre Antonia, cerca del monumento de Juan, pensando que por aquí podía tomar la parte alta de la ciudad, y que tomada la torre Antonia, después tomaría el templo, porque si no lo ganaba, era imposible tener seguramente la ciudad. Por está causa en cada una de estas dos partes levantaba dos montes, cada legión el suyo.

Los que trabajaban cerca del monumento dicho eran combatidos por los judíos y compañeros de Simón, que les hacían gran estorbo y daño; y los que trabajaban cerca de la torre Antonia eran desbaratados por los compañeros de Juan y por muchos de los zelotes, no sólo por la ventaja que en el lugar, por ser más alto, tenían, sino también porque habían ya aprendido el uso de las máquinas e ingenios de guerra de los romanos, con el uso y la experiencia cotidiana: tenían trescientos ballesteros y cuarenta tiros de piedras, con los cuales impedían a los romanos, y les hacían mucho estorbo por que no acabasen sus edificios y fuerte.

Sabiendo Tito que la fortuna le había de ser próspera, y que la ciudad había de ser destruida y perecer todos, hacía juntamente dos cosas: la una era dar diligencia y prisa grande en el cerco, y la otra era no cesar de aconsejar a los judíos que se redujesen a la paz y obediencia romana; y representándoles sus hechos juntamente con su consejo, y entendiendo que muchas veces suele ser más fuerte y más poderosa con los hombres el habla y tratamiento, tanto les rogaba que mirasen por su salud entregándole la ciudad, la cual era ya casi toda tomada, cuanto también les alegaba a Josefo, el cual les hablaría en lengua de la patria, confiando que por consejo y amonestación de un hombre natural, dejarían de pasar más adelante en su pertinacia.

Yendo, pues, Josefo por todo el cerco del muro, lejos cuanto un tiro de ballesta, por donde pensaba que sería oído más fácilmente, rogábales mucho que se guardasen ellos y todo el pueblo, que no fuesen causa de la destrucción del templo y de la patria, y que no quisiesen mostrarse más duros en esto y más pertinaces que eran los mismos enemigos extranjeros; porque los romanos tenían reverencia a las cosas sagradas de los templos de aquellos con quienes no tenían una ley común, y que cuanto a esto, todos refrenaban sus manos grandemente; y que ellos, es a saber, los judíos, estaban muy dados a echarse a perder de grado y a buscar la muerte, pudiéndose guardar de ella. Pero que mirasen ya a los muros más fuertes derribados a tierra, y que solamente los que menos eran quedaban.

Díjoles que conociesen no poder sostener ni resistir a la fuerza de los romanos, y que no era cosa nueva ni por experimentar de los judíos estar sujetos a los romanos. Porque aunque es linda cosa pelear por la libertad, esto se debe hacer en el principio; porque el que ha estado una vez sujeto y ha obedecido al Imperio mucho tiempo, si por ventura quería salir de esta carga y rehusar este yugo, no se mostraba ciertamente amador de la libertad, sino deseoso de morir malamente. Y que se debían afrentar de estar sujetos y tener por señores a los que fuesen de menor estado y condición que ellos, y no a los romanos, a cuyo poder estaba todo sujeto. Porque, ¿qué cosa hay tan fuerte que se haya librado de los romanos o no la hayan ellos sujetado a su imperio, sino lo que, o por el calor o por el frío, es intolerable y nunca habitado? Antes la fortuna de todas partes se les ha pasado, y el Dios que regía en todas las naciones el Imperio, ahora, si lo miráis, hallaréis que está en Italia.

Pues esta es ley general, a la cual están sujetas las bestias y fieros animales, que el más poderoso esté sujeto a aquel que es menos, y la victoria está siempre con aquellos con quienes está también la mayor fuerza de las armas. Por tanto, vuestros padres y antepasados, aunque eran muy más esforzados y animosos que ellos y mejor proveídos de toda cosa, no resistieron a los romanos; antes les estuvieron siempre sujetos, a los cuales nunca sirvieran ni hubieran sufrido, si no fuera por saber que Dios les favorecía. ¿Pues en qué os confiáis ahora vosotros, siendo ya tomada la mayor parte de la ciudad? ¿Y aunque los muros estuviesen todos enteros, siendo los ciudadanos casi todos muertos?

Muy bien saben los romanos el hambre que la ciudad padece, y cómo el pueblo es ahora consumido, y que de aquí a poco han de perecer aun los más esforzados: porque aunque los romanos cesen y dejen el cerco, y aunque no hagan fuerza con sus armas, ni a vosotros ni a la ciudad, todavía tenéis, oh judíos, de dentro guerra inexpugnable; la cual cada hora crece, si ya por ventura no tomáis también contra el hambre las armas, y podéis vencer la mala fortuna y desdicha vuestra.

Añadía también a lo dicho, cuánto mejor era, antes de la destrucción intolerable, mudar de parecer y seguir el consejo más saludable, entretanto que les era lícito y posible; porque los romanos no se enojaban de lo hecho hasta el presente, sino eran pertinaces en lo que habían comenzado; naturalmente son hombres que aman la paz, la mansedumbre, y prefieren a la ira lo que es más provechoso. Esto pensaban que era haber la ciudad no vacía de hombres ni la provincia desierta; y que, por tanto, quería el emperador Tito tener paz con ellos; porque si por fuerza y por asalto toma la ciudad, no había de perdonar a alguno, ni permitir que quedase hombre vivo, por ver principalmente que viendo tantas destrucciones, no le habían querido obedecer, rogándoles él mismo.

El muro tercero será presto ganado, de lo cual dan fe los dos que habían ya alcanzado; y cuando no pudiesen ganarles sus defensas, el hambre que habían de padecer pelearía por los romanos.

Muchos que estaban en el muro vituperaban v decían muchas injurias a Josefo, que tan buenos consejos les daba: algunos también le tiraban sus dardos y saetas. Viendo él que con mostrarles claramente las desdichas y destrucciones que padecían, y las que se les esperaban, no podía doblarlos, púsose a contarles historias hechas entre gentiles y batallas ganadas por los romanos; dijo gritando:

"¡ Oh malaventurados de vosotros, olvidados de los que están prontos para ayudaros, guerreáis con vuestras armas y vuestras manos con los romanos! ¿Pues qué gente hemos jamás vencido nosotros de esta manera? ¿Qué tiempo ha habido en el cual no defendiese Dios, creador de todas las cosas, a los judíos si eran molestados? ¿No cobraréis, pues, sentido? ¿No miraréis de a dónde salís a pelear, y que hacéis injuria a tan grande ayuda como en todo tenéis? ¿No se os acuerdan las divinas obras de vuestros padres, y cuántas guerras nos excusó este santo lugar, a donde ahora estáis? Las hazañas grandes y maravillosas que Dios ha hecho con nosotros, sabed que me amedrento de contarlas; pero oíd todavía, para que conozcáis que resistís, no sólo a los romanos, sino a Dios también con ellos. Nequias, rey de los egipcios, llamado por otro nombre Faraón, vino con ejército infinito y hurtónos la reina Sara, madre de nuestro linaje. ¿Qué hizo, pues, su marido Abraham, bisabuelo nuestro entonces? Pues ciertamente que tenía trescientos dieciocho capitanes, de los cuales cada uno tenía infinita gente que le obedecía. ¿Por ventura quiso más reposarse y no hacer algo sin Dios? Sino levantando sus manos puras y limpias de pecado, escogió para su milicia una ayuda invencible. El segundo día después, ¿no le fué enviada su mujer a casa, sin padecer corrupción? El egipcio huyó temblando, y amedrentado con suecos venidos en las noches, después de haber adorado este mismo lugar que vosotros habéis ensangrentado con la muerte de vuestros propios naturales, después de haber dado y ofrecido muchos dones al templo y a los judíos, por ver que eran tan amigos de Dios.

"Diré algo de cómo el Egipto; y cómo estando allí armas, si estaban sujetos a asiento de los nuestros pasó a pudiesen hacer conocer con sus reyes extraños o a tiranos, no quisieron mover algo, antes todo lo dejaron en las manos de Dios. ¿Quién no sabe haber sido llenado todo Egipto de serpientes de todo género y manera, y con toda dolencia corrompido? ¿Quién no sabe cómo les vino a faltar el Nilo, y las diez plagas que recibieron, por las cuales salieron nuestros padres y antepasados sin derramar sangre con gran ayuda, guiándolos Dios como a sacerdotes suyos? ¿Por ventura Palestina y el ídolo de Dagón no gimieron el Arca del Señor, que los asirios nos habían quitado, y no ellos solos, pero aun también todos los que con ellos fueron? Y corrompidas todas las partes secretas y escondidas de sus cuerpos, y comidas sus entrañas con cuanto ellos comían, nos la volvieron con son de trompetas y tambores con sus manos propias, y muy culpadas, trabajando por alcanzar perdón con humildes súplicas v oraciones a Dios.

"Dios era, cierto, el que todo esto administraba y regía por nuestros padres; porque dejadas las armas y dejada la tuerza aparte, se sujetaron a su poder y mandamiento.

"El rey de los asirios, llamado Senacherib, como hubiese puesto cerco a esta ciudad con toda el Asia, que consigo traía, por ventura perdió éste lo que pretendía, por impedírselo las manos de los hombres? ¿No estaban todos en oración, dejadas las armas, y mató el Ángel de Dios en una noche un ejército infinito? ¿Y luego al otro día, recordado el rey asirio, halló ciento ochenta y cinco mil hombres muertos, y así huía con los que quedaron de los judíos, que estaban desarmados y nos los perseguían?

"Sabéis también la servidumbre y cautiverio que en Babilonia padecimos, adonde estuvo desterrado todo el pueblo sesenta años; y no cobró su libertad antes que Dios la diese por las manos de Ciro, el cual también los amó y dió licencia que saliesen de servidumbre; y los acompañó de tal manera, que volvieron en su estado y reconocieron a Dios, sirviéndolo según tenía de costumbre.

"Quiero, pues, concluir brevemente: ninguna cosa hicieron los nuestros señalada, ni de memoria, con las armas, ni dejaron tampoco de alcanzar cuanto pidieron con ruegos y con oraciones, dejándolo todo a Dios: vencían los jueces nuestros como querían, estándose en casa, y peleando, jamás alcanzaron lo que deseaban; porque habiendo el rey de Babilonia puesto cerco a la ciudad, quiso el rey Sedechías pelear con él contra el consejo y predicación de Jeremías, por lo cual fué preso, y la ciudad toda y el templo fueron destruidos. Pues mirad cuánto era más justo y moderado aquel rey, que lo son vuestros capitanes, y cuánto era más pacífico aquel pueblo, que sois todos vosotros.

"Finalmente, dando voces Jeremías, y diciendo que el Señor estaba enojado contra todos por los pecados grandes que habían cometido, y que había de ser tomada la ciudad si no la entregaban ellos mismos, fueron de esta manera ellos y la ciudad salvos.

"Pero vosotros, callando ahora lo que dentro se ha hecho, pues no puedo bastante contra vuestra maldad, andáisme buscando a mí que trabajo en persuadiros lo que os es tan saludable, y airados queréisme matar con vuestras armas, porque os amonesto que os acordéis de vuestros pecados, y no sufrís que se digan las maldades que cometéis cada día todos.

"Lo mismo aconteció también entonces con Antíoco, llamado Epifanes, el cual cercaba la ciudad; y saliendo contra él nuestros mayores y antepasados con las armas, habiendo ofendido a Dios de muchas maneras, todos fueron muertos peleando; y fué saqueada por los enemigos la ciudad, destruido y desolado el templo santo del todo, por espacio de tres años y seis meses.

"¿Qué necesidad hay ya de más palabras? ¿Quién ha movido a los romanos a venir contra los judíos? ¿No os parece que ha sido la impiedad de los naturales de Judea? ¿De dónde nos vino el principio de toda nuestra servidumbre y cautiverio? ¿No sucedió por la discordia de nuestros antepasados, cuando la riña y división entre Aristóbulo e Hircano movió a Pompeyo a que entrase en la ciudad, y sujetó Dios los judíos a los romanos como indignos de la libertad? Estando, finalmente, tres meses cercados, aunque no habían cometido algo semejante de lo que vosotros contra las leyes y contra el templo inviolado, y aunque tenían mayor poder y fuerzas que vosotros, todavía se rindieron.

"¿No sabemos el fin que hubo Antígono, el hijo de Aristóbulo? Rigiendo éste todo el reino, otra vez Dios perseguía a todo el pueblo por sus pecados; y Herodes, hijo de Antipatro, trajo el ejército de Sosio y el romano, con el cual cercado por espacio de seis meses, vinieron a ser presos y pagaron dignamente lo que por sus culpas merecían, y fue saqueada por los enemigos la ciudad: de esta manera jamás las armas fueron concedidas a los nuestros; pues ciertamente, combatida la ciudad, no puede faltar destrucción.

"Por tanto, según yo pienso, conviene que los que poseen ahora este santo lugar, dejen el juicio de todo lo que se ha de hacer a Dios, y entonces menospreciarán el poder y fuerzas humanas, cuando estuvieren conformes con lo que Dios quiere. Vosotros, ¿qué habéis hecho de todo cuanto bien dejó ordenado el que nos fundó la ley? ¿O qué habéis dejado sin hacer de todo cuanto aborreció y maldijo? ¡Cuánto ha sido mayor vuestra impía maldad, que la de aquellos que luego perecieron! Porque teniéndoos por apocados de cometer secretamente maldades y pecados, es a saber, hurtar, engañar y adulterar, contendéis ahora en quién hará mayores robos y quién mejor matará, y habéis pensado nuevas vías y maneras de hacer maleficios. Habéis hecho que el templo sea acogimiento de todos los tales, y ha sido ahora por los mismos naturales malamente ensuciado el lugar que los romanos de muy lejos adoraban, reverenciando nuestras leyes más que sus costumbres. Pues, veamos: ¿esperáis que aquél os ha de ayudar, contra quien habéis sido todos tan impíos? Muy justos sois, por cierto; con las manos limpias y puras de pecado, ¿venís humildemente a rogarle que os ayude?

"Con tales palabras y otras suplicó nuestro rey a Dios contra los asirios, cuando fué derribado en una noche y muerto tan grande ejército; semejantes cosas no cometen los romanos ahora como hacían los asirios, para que confiéis que habéis de ser así vengados; porque aquél, habiendo recibido mucho dinero de nuestro rey, por que no viniese contra la ciudad, menospreció y quebrantó su juramento y vino a poner fuego al templo; pero los romanos no piden otro, sino el tributo que les era por vosotros debido, el cual vuestros padres les pagaban. Y si esto hiciereis, ni destruirán la ciudad ni tocarán a vuestro templo, y concederán que tengáis vuestras familias y gentes libres y todas vuestras posesiones y bienes, consintiendo que vuestras leyes permanezcan salvas e invioladas.

"Locura es, pues, por cierto, confiar que Dios se ha de mostrar tal para los que son justos y no piden sino lo que es muy conforme a razón, cual se mostró en tiempo pasado a los que eran injustos, sabiendo que suele vengarse presto cuando es necesario y conveniente. Rompió, finalmente, el campo de los asirios la primera noche que llegó delante de la ciudad. Si por ventura librase a toda vuestra generación, y juzgase que los romanos eran dignos del suplicio y pena, luego mostrará su ira con obras manifiestas contra ellos, como hizo contra los . asirios, y en el mismo tiempo pagara Pompeyo la fuerza que hacía, pagárala también Sosio, que después vino; Vespasiano, que destruyó Galilea; finalmente, no osaría Tito llegarse ahora a la ciudad; pero ni el gran Pompeyo, ni Sosio, recibieron daño alguno, y hubieron entrambos de la ciudad gran victoria; pues Vespasiano con la guerra que con nosotros hizo, alcanzó a ser emperador.

"Las fuentes, que a nosotros se nos habían secado, ahora nacen y manan mejor y más abundantes a Tito; sabéis que, antes de su venida, la fuente de Siloa y todas las otras que están fuera de la ciudad, se habían secado en tanta manera, que se compraba el agua para todo, y ahora son tan abundantes para nuestros enemigos, que no sólo bastan para ellos y para todas sus cosas, pero aun también para regar los huertos.

"De esta maravilla ya antes se tuvo experiencia en la destrucción de la ciudad cuando vino el rey de Babilonia, de quien antes hemos hablado, el cual destruyó la ciudad después de haberla tomado, y quemó el templo; aunque, según yo pienso, no había cometido nuestra gente entonces lo que hemos nosotros osado impía y malamente.

"Quiero, pues, finalmente, decir que, dejando aparte los Santos, Dios mismo apartó los ojos de esta ciudad y los puso en éstos, con los cuales ahora vosotros guerreáis. ¿Por ventura huirá el buen varón de una casa adonde se cometen maldades, y aborrecerá la familia que las comete, y pensáis que Dios querrá estar junto con tantas maldades vuestras, sabiendo todo lo secreto y entendiendo todo cuanto se calla? Pero, ¿qué cosa se calla entre vosotros? ¿Qué cosa se cubre? ¿Qué hay de todo cuanto hacéis, lo cual no entiendan los enemigos? Ninguno ignora vuestras maldades, y cada día contendéis entre vosotros mismos por quién será peor; trabajáis en mostrar vuestra maldad y descubrirla a todos, no menos que si fuese alguna virtud; solamente os queda un camino para salvaron y libraron si quisiereis, y Dios se suele amansar y aplacar cuando está enojado, si ve que los que lo enojaron lo confiesan y se arrepienten por lo hecho.

"Dejad las armas y echadlas a una parte; avergonzaos de vuestra patria, que está ya toda destruida; volved vuestros ojos y mirad con diligencia cuál y cuán grande gentileza destruís, qué ciudad, qué templo y dones o presentes de gentes, cuántas y cuán diversas. ¿Quién trae el fuego y las llamas contra todas estas cosas? ¿O quién hay ya que no desee que todo quede salvo y muy entero? ¿Qué cosa hay más digna ni más excelente o que más merezca no ser dañada ni destruida? ; Oh, endurecida gente y más sin sentido que lo son las piedras! Si no veis claramente ser así lo que os digo, tened a lo menos compasión y lástima de vuestra gente y familias. Vivan los hijos delante de los padres, vivan los padres y vivan las mujeres, los cuales han de ser todos, antes de mucho, o vencidos y muertos en la guerra, o consumidos por el hambre; bien sé que están juntamente con vosotros mi madre y mi mujer en el mismo peligro, y mi familia, harto noble, y mi casa, que solía ser en otro tiempo de gran nombre. Habrá, creo, alguno que pensará persuadiros de que digo estas cosas por salvar a los míos; matadlos a todos, tomad por premio y paga de vuestra salud mi sangre, y yo me ofrezco pronto y aparejado para morir, si después de mi muerte advertís y consideráis lo que os he dicho."

Diciendo Josefo estas cosas llorando y dando voces, los malos y revolvedores de la ciudad no por eso se movieron, ni juzgaron serles cosa segura hacer alguna mudanza; el pueblo fué movido a huir lo más lejos que podía; por lo cual, unos vendiendo sus posesiones como mejor podían, y otros las cosas que mucha amaban; otros tragaban el oro por que no los hallasen con él los ladrones y los robasen, y después, en llegando'a los romanos, echábanlo del cuerpo y compraban con él lo que les era necesario.

Tito dejaba ir a muchos de ellos por los campos adonde quisiesen, y esto movía a huir a muchos más, por ver que estaban libres de los daños que dentro padecían, y también libres de toda servidumbre entre los romanos.

Juan y Simón, con su gente, trabajaban en cerrar no menos la salida de éstos que la entrada de los romanos, y el que daba señal de ello, por ligera que fuese, era luego por ello muerto: los ricos morían no menos por huir que por quedar, pues eran muertos por una misma causa, es a saber, por robarles el patrimonio no menos que si quisieran huir.

Crecía con el hambre la desesperación de los revolvedores y sediciosos, y cada día se acrecentaban mucho estos dos males: en lo público no había trigo alguno, pero entrábanse por fuerza en las casas y todo lo buscaban y escudriñaban; si hallaban algo, azotaban a los que lo negaban, y si no hallaban cosa alguna, también los atormentaban, como si lo tuviesen encerrado y escondido más secretamente. Por argumento y señal que tenían algo escondido, era ver los cuerpos de los miserables, pensando que no faltaba qué comer a los que no faltaban las fuerzas: los enfermos eran acabados de matar, y parecía cosa razonable matar a los que luego habían de morir de hambre; muchos de los más ricos daban secretamente todos sus bienes por una medida de trigo, y los que no lo eran tanto, los trocaban por una medida de orden o de cebada; y así, encerrados dentro de la más secreta parte de sus casas, comían escondidamente el trigo podrido; otros amasaban el pan, según mejor la necesidad y el miedo les permitía; en ninguna parte se ponía la mesa, antes sacaban del fuego las viandas, y mal cocidas las tomaban y se las comían.

Era esta vida muy miserable, y espectáculo muy digno de lágrimas, teniendo demasiado los más poderosos, y los flacos se quejaban de tan gran injuria y daño, porque el hambre mataba y estragaba más gente que los enemigos; no hay cosa que tanto dañe al hombre, ni lo eche a perder, como la vergüenza, porque lo que es digno de reverencia, en tiempos de hambre se menosprecia; de esta manera quitaban lo que comían, de la boca, las mujeres a los maridos, los hijos a los padres, y lo que peor y más miserable parecía, era ver las madres quitar de la boca de sus hijuelos la comida, y muriéndose de hambre los hijos entre sus brazos, no por eso lo dejaban de hacer, ni de tomarles la sangre con que habían de vivir, pues no faltaba luego quien sabía los que comían tales cosas y se las hurtaban; porque si veían cerrada alguna casa, luego con este indicio pensaban que comían los que estaban dentro, y rompiendo en la misma hora las puertas, se entraban y casi les sacaban los bocados medio mascados de la boca, ahogándolos por ellos.

Los viejos eran heridos si querían defender esto; las mujeres eran despedazadas porque escondían lo que tenían en las manos; no había misericordia, ni del viejo, por cano que fuese, ni del niño, por niño que era; sino apartaban a los niños que estaban colgados del bocado de la madre, y echábamos a tierra, y si alguno se les adelantaba, y se comía lo que ellos habían de robar, eran contra éste no menos crueles que si hubieran sido por él muy dañados.

Pensaban nuevas maneras de tormentos, por sólo hallar y descubrir mantenimiento para sustentarse: unas veces atormentaban las partes secretas y vergonzosas de los hombres, otras pasaban por las partes de detrás unas varas muy agudas, y uno padeció cosas espantables de oír, por no confesar que tenía escondido un pan, y por que mostrase un puñado de harina que tenía. Aquellos crueles atormentadores no tenían hambre, porque no pareciera cosa tan cruel ni mala si lo hicieran por necesidad; pero prosiguiendo su locura desenfrenadamente, y aparejando mantenimiento y provisión para seis días, y saliendo con esto al encuentro a los que de noche se habían escapado de las guardas de los romanos por buscar algunas hierbas y cosas agrestes, cuando pensaban haberse ya librado de los enemigos, daban en ellos, y robábanles cuanto traían, y rogándoles mucho que les diesen algo para ellos, por cl nombre de Dios, de lo que habían traído y alcanzado con tanto peligro, no lo querían hacer, y aun les parecía recibir merced si después de haberles quitado todo lo que tenían, no los mataban.

Estas cosas, pues, sufrían los del pueblo de aquellos que todo lo revolvían; los más honrados y más ricos eran llevados delante de los tiranos, y los unos eran muertos por ser acusados falsamente de asechanzas, y los otros diciendo y levantándoles que querían entregar la ciudad a los romanos. Salía el mismo acusador, sobornado a ello muchas veces, a probar con acusaciones falsas que habían querido huir; y‑ cuando Simón había robado a alguno, luego lo enviaba a Juan, a quien éste desnudaba de lo que tenía, enviábalo de igual modo a Simón; y de esta manera se hacían fiesta los unos a los otros con la sangre de los del pueblo, y repartíanse entre ellos los cuerpos muertos de los miserables y desdichados.

No faltaba entre estos dos disensión grande por quién sería el señor de todo; consentían solamente y concordaban ambos en solas sus maldades. Era tenido por muy mal hombre el que todo se lo guardaba y tomaba para sí, sin dar de ello parte al otro del mal que hacía, y el que no la tomaba, porque carecía de parte de la crueldad, como que se doliese del mal y daño hecho a algún bueno.

No podré contar particularmente las maldades de todos éstos, y para decir de lo mucho que querría lo menos que podré, no pienso que hubo ciudad en algún tiempo en todo el mundo que tal sufriese, ni creo que hubo nación en el mundo tan feroz y tan bastante para toda maldad y bellaquería: maldecían también, finalmente, a los mismos judíos, por parecer menos impíos y menos malos contra los extranjeros; pero confesaron todavía lo que eran, es a saber, siervos, esclavos y gente bastarda, sin honra y sin nobleza; no judíos naturales, sino generación mala y muy perversa.

Ellos mismos, en fin, destruyeron la ciudad, y fueron causa de que los romanos hubiesen esta triste victoria, y asolaron ellos mismos la ciudad, y trajerón el fuego al templo, que no viniera tan presto, casi con sus propias manos.

Habiendo, pues, éstos visto arder la parte alta de la ciudad, ni se dolieron, ni por ellos les salió lágrima, hallándose entre los romanos quien por ello se dolía y le pesaba de tal destrucción; pero estas cosas dejémoslas ahora para cuando tratemos de otras a donde vendrán mejor.

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Usted está leyendo el Libro VI de La Guerra de los Judíos