Capítulo XIII

De la destrucción de Jotapata.

Permaneciendo los de Jotapata y sufriendo las adversidades contra toda esperanza, pasados cuarenta y siete días, los montes que los romanos hacían fueron más altos que los muros de la ciudad.

Este mismo día vino uno huyendo a Vespasiano, el cual le contó la poca gente y menos fuerza que dentro había, y cómo fatigados y consumidos ya con las vigilias y batallas que habían tenido, no podían resistirles más; pero que podían todavía ser presos todos con cierto engaño, si querían ejecutarlo; porque a la última vigilia de guarda, cuando a ellos les parecía tener algún reposo de sus males, los que están de guarda se vienen a dormir, y decía que ésta era la hora en que debía dar el asalto.

Vespasiano, que sabía cuán fieles son los judíos entre sí, y cuán en poco tenían todos sus tormentos, sospechaba del huido, porque poco antes, siendo preso uno de Jotapata, había sufrido con gran esfuerzo todo género de tormentos; y no queriendo decir a los enemigos lo que se hacía dentro, por más que el fuego y las llanas le forzasen, burlándose de la muerte, fué ahorcado. Pero las conjeturas que de ello tenían daban crédito a lo que el traidor decía, y hacían creer que por ventura decía verdad. No temiendo que le sucediese algo de sus engaños, mandó que le fuese aquel hombre muy bien guardado, y ordenaba su ejército para dar asalto a la ciudad. A la hora, pues, que le fué dicha, llegábase con silencio a los muros: iba primero, delante de todos, Tito con un tribuno llamado Domicio Sabino, con compañía de algunos pocos de la quincena legión, y matando a los que estaban de guarda, entraron en la ciudad; siguióles luego Sexto Cercalo, tribuno, y Plácido con toda su gente.

Ganada la torre, estando los enemigos en medio de la ciudad, siendo ya venido el día, los mismos que estaban presos no sentían aún algo, ni sabían su destrucción; tan trabajados y tan dormidos estaban; y si alguno se despertara, la niebla grande que acaso entonces hacía, le quitara la vista hasta tanto que todo el ejército estuvo dentro, despertándolos sola­mente el peligro y daño grande en el cual estaban, no viendo sus muertes hasta que estaban en ellas.

Acordándose los romanos de todo lo que habían sufrido en aquel cerco, no tenían cuidado ni de perdonar a alguno ni de usar de misericordia; antes, haciendo bajar y salir de la torre al pueblo por aquellos recuestos, los mataban a todos, en partes a donde la dificultad y asperidad del lugar negaban la ocasión de defenderse a cuantos eran, por muy esforzados que fuesen, porque apretados por las estrechuras de las calles, y cayendo por aquellos altos y bajos que había, eran despedazados y muertos todos.

Esto, pues, movió a que muchos de los principales que estaban cerca de Josefo se matasen, por librarse ellos mismos de toda sujeción, con sus propias manos: porque viendo que no podían matar alguno de los romanos, por no venir en las manos de éstos, prevenían ellos y adelantábanse en darse la muerte, y así, juntándose al cabo de la ciudad, ellos mismos se mataron.

Los que primero estaban de guarda y entendieron ser ya la ciudad tomada, recogiéndose huyendo en una torre que estaba hacia el Septentrión, resistiéronles algún tanto; pero rodeados después por los muchos enemigos, rendíanse y fue tarde, pues hubieron de padecer muerte por los enemigos, que a todos los mataron.

Pudieran honrarse los romanos de haber tomado aquella ciudad sin derramar sangre y haber puesto fin al cerco, si un centurión de ellos no fuera a traición muerto, el cual se lla­maba Antonio, porque uno de aquellos que se habían recogido a las cuevas (eran éstos muchos) rogaba a Antonio que le diese la mano para que pudiese subir seguramente, prometiéndole su fe de guardarlo y defenderlo. Como, pues, éste, sin más mirar ni proveerse, lo creyese y le diese la mano, el otro lo hirió con la lanza en la ingle, y lo derribó y mató.

Aquel día gastaron los romanos en matar todos los judíos que públicamente se hallaban; los días siguientes buscaban y escudriñaban los rincones, las cuevas y lugares escondidos, y usaron de su crueldad contra cuantos hallaban, sin tener respeto a la edad, excepto solamente los niños y mujeres. Fueron aquí cautivados mil doscientos, y llegaron a número de cuarenta mil los que murieron estando la ciudad cercada y en el asalto.

Mandó Vespasiano derribar la ciudad y quemar todos los castillos: de tal manera, pues, fué vencida la fuerte ciudad de Jotapata a los trece años del imperio de Nerón, a las calendas de julio, que es el primer día del mes.

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