Capítulo IIIDel socorro que fué enviado a los se foritas, y de la disciplina y usanza de los romanos en las cosas de la guerra.Contado hemos arriba, lo más brevemente que nos ha sido posible, el sitio y cerco de Judea. El socorro que Vespasiano había enviado a los seforitas, que era mil caballos y seis mil infantes, asentó su campo en un gran llano que allí había, siendo regidor y capitán Plácido, tribuno, y le dividió en dos partes. La infantería estaba dentro de la ciudad por guardarla, y la otra gente de a caballo estaba en el campo; pero saliendo muchas veces de ambas partes a correr todos aquellos lugares cercanos de allí, hacían gran daño a Josefo y a sus compañeros, aunque ellos se estaban reposados; robaban además de esto las ciudades por defuera, y resistían a la fuerza y empresa de los ciudadanos, si alguna vez salían con confianza a correr alguna tierra. Quiso, con todo, Josefo venir contra la ciudad, pensando y aun confiando que la podría tomar, aunque él le había hecho un muro antes que se rebelase contra los galileos, que ciertamente era inexpugnable, no a ellos solos, pero aun también a los romanos. En esto su esperanza fué burlada, no pudiendo traer a lo que quería ni persuadir a los seforitas aquello, y movió más la guerra en Judea, indignándose los romanos con enojo, por ver las asechanzas que les armaban, por lo cual ni de día ni de noche dejaban de destruir y talar todas las tierras, robando todo cuanto hallaban, y matando a los que eran experimentados en las cosas de la guerra y valientes; prendían a los que no lo eran, y teníamos en servidumbre. Toda Galilea estaba llena de fuego y de sangre, sin que hubiese alguno exceptuado de esta destrucción y mortandad; los que huían solamente tenían esperanza de salvarse en las ciudades, las cuales Josefo había antes cercado de muy buenos muros. Enviado Tito de Acaya, en Alejandría, más presto de lo que por el invierno se esperaba, tomó a su cargo los soldados por los cuales había venido; y habiendo así con diligencia proseguido su camino, vínose temprano a Ptolemaida. Hallando allí a su padre con las dos legiones que consigo tenía, que eran por cierto las mejores y más nobles, es a saber, la quinta y la décima, juntó con ellas también la décimaquinta que consigo Tito trajo. Después de éstas seguían dieciocho compañías, con las cuales se juntaron otras cinco que estaban en Cesárea, un escuadrón de caballos y cinco de gente de a caballo de Siria. Cada una de las diez compañías tenía mil hombres de a pie, y cada una de las otras trece, seiscientos hombres de a pie, y ciento veinte de a caballo. Juntóse también harto grande socorro con los que los reyes comarcanos enviaron, porque Antíoco, Agripa y Sohemo enviaron dos mil hombres de a pie y mil flecheros de a caballo. Envióle también Malco, rey de Arabia, además de cinco mil infantes, mil caballos, cuya mayor parte eran también flecheros, de manera que, contando junto todo este ejército, llegó casi a sesenta mil hombres entre los de a pie y los de a caballo, además de otros muchos que seguían el campo, los cuales, por estar ya muy experimentados en las cosas de la guerra, no diferían de la gente de guerra, porque en tiempo de paz habían estado en los ejercicios de sus señores y experimentando con ellos los peligros de la guerra, y si no era por sus señores, no podían ser vencidos por algún otro, tanto en sus fuerzas, como en la destreza y maña en las cosas de la guerra. En esto, por cierto, pensará alguno ser digna de muy gran admiración la providencia de los romanos, que se saben servir de los que les son sujetos en las necesidades de la guerra, además de todas las otras cosas en que se suelen servir de ellos; y los que consideran la otra disciplina y arte que tienen en las cosas de la guerra, conocerán claramente haber ellos alcanzado tan grande imperio, no por bien ni prosperidad de la fortuna, sino por propia virtud y esfuerzo. No comienzan a ejercitar primeramente las armas en la guerra, y no sólo hacen cuando les es necesario sus ejercicios de guerra, antes, estando muy en paz, jamás dejan de ejercitarse en las armas, ni más ni menos que si les fuesen naturales, ni quieren tener algún tiempo treguas con ellas, pues ni aun con el tiempo tienen cuenta, y sus pruebas en los ejercicios de la guerra no son desemejantes a la verdadera pelea, porque cada día todos los soldados salen armados a ejercitarse, como si saliesen a la batalla, y de aquí es que sufren tan animosamente toda guerra. No se desbaratan menospreciando el orden que deben guardar; no los espanta el miedo, ni los consume el cansancio, por lo cual siempre les sigue la victoria, y siempre vencen a los que no hallan tan ejercitados ni tan diestros como ellos; ni errará el que dijere sus pruebas y ejercicios de armas ser batallas sin sangre; al contrario, sus verdaderas batallas son pruebas y ejercicios con derramamiento de sangre. No pueden ser vencidos por súbita arremetida de enemigos, antes en cualquier tierra que entran no comienzan la guerra antes de poner en orden y asentar muy diestramente su campo, el cual no fortifican con alguna cosa ligera, o en algún lugar que no sea muy cómodo, ni ordénanlo sin mucha cordura; mas si la tierra es desigual, primero allánanla toda y señálanla con cuatro cantones, y suelen siempre hacer cuatro partes el ejército, rodeándose los unos con los otros. Sigue siempre al ejército gran muchedumbre de herreros y copia grande de instrumentos para las armas, según la necesidad y uso que de ellos requieren. La parte del campo que está por de dentro, está dividida por sus tiendas y alojamientos, y el cerco por defuera está como un muro; ordenan también con igual distancia sus trincheras: en el espacio que hay entre una y otra, suelen echar abundancia de máquinas, instrumentos y ballestas, con las cuales tiran las piedras, de tal manera, que no les falte jamás todo género de armas; y edifican cuatro puertas altas, y tan buenas para recogerse y entrar así ellos como todos sus jumentos y caballos, a fin que si fuere necesario puedan recogerse y tengan todos lugar de dentro. Las calles por dentro apartan los reales con igual espacio y lugar; en medio de todo asientan las tiendas de los regidores, y allí ponen también un como templo, de tal manera, que cierto parece una ciudad edificada y alzada de presto; tienen también su mercado adonde las cosas se venden, y los oficiales todos tienen su recogimiento. Los regidores y capitanes de los soldados tienen lugar para dar sus sentencias, adonde se suele juzgar si sucede algo que tenga necesidad de ello, y si algo acontece dudoso. Este cerco, y todo lo que dentro de él se contiene, es tan presto puesto en orden con la diligencia y destreza de los oficiales, que no se puede pensar; y cuando la necesidad lo requiere, sóbenlo cercar de foso por todo el rededor, haciéndolo cuatro brazas de hondo y otras tantas de ancho; y rodeados todos de armas, estánse en sus alojamientos y tiendas gentilmente reposados, y de tienda en tienda se trata todo cuanto hacen con gran silencio y provisión, comunicándose unos a otros aquello que falta, si por ventura carecen de leña, o de agua o trigo. No tienen libertad de comer ni cenar cuando quieren; todos se acuestan a una misma hora; las horas de guarda hácenlas saber con son de trompeta, y no se hace jamás algo sin que se sepa por pregón y mandamiento público. En las mañanas los soldados van a dar los buenos días a sus centuriones, y éstos danlos a los tribunos, con los cuales se juntan, y vienen a los capitanes con toda la otra gente, y así se presentan todos al general y maestro de todo el campo. Este, entonces, da a cada uno de los capitanes y a todos los otros la señal que quiere, según el cargo que cada uno tiene, para que ellos y cada uno por sí la haga saber a los que están en su regimiento. Con estas cosas, cuando están en el campo y en la pelea, fácilmente son llevados adonde los capitanes quieren, y arremeten todos juntamente, y también todos juntamente se recogen. Cuando han de salir del campo, dan de ello señal con una trompeta, y ninguno se detiene ni se está ocioso; antes, al señalarles la hora, deshacen y recogen sus tiendas, y ordénanlo todo para partir. Luego, la trompeta les vuelve a señalar que estén aparejados, y ellos, cargando todo el bagaje que tienen, están esperando la señal, no menos que si hubiesen de dar la batalla; suelen quemar todo cuanto dejan, porque no les es difícil volverlo hacer cuando les es necesario, y también por que los enemigos no se puedan servir ni aprovechar de ello; a la tercera vez que la trompeta toca es señal de partir, y se dan gran prisa, porque ninguno quede ni pierda su orden y lugar. Está una trompeta a la mano derecha del capitán, y pregunta a todos en su lengua tres veces, con la voz muy alta, si están aparejados para marchar; ellos suelen responder con mucha alegría y esfuerzo otras tres veces, y decir que sí, aun se suelen adelantar algunas veces en decirlo primero que les sea preguntado, y levantan a las voces con gran ánimo que da cada uno y esfuerzo, el brazo derecho. Después hacen poco a poco su camino, marchan con orden y con la honra que a cada uno conviene; no menos que si estuviesen en la batalla, van con las mismas armas; la gente de a pie lleva sus coseletes y cascos, y una espada en cada lado: la de la mano izquierda es mucho más larga, porque la de la mano derecha no suele ser mayor de un palmo, que es lo que ahora llamamos puñal o daga. La guarda del general suele ser de la gente muy escogida de a pie, y llevan escudos y lanzas; la otra gente toda lleva dardos y paveses largos; traen también una sierra, una canastilla con un destral y muchas otras cosas, y en ella llevan también de comer para tres días, de suerte que hay poca diferencia entre ellos y un jumento cargado. Los de a caballo tienen a la mano derecha una espada más larga, y en la mano un palo y un broquel atravesado al lado del caballo; en la aljaba suelen llevar tres dardillos o flechas largas, o pocas más, con los hierros algo anchos, poco diferentes en la grandeza de los dardos: llevan también unos capacetes y coseletes semejantes a los de a pie, y los de la guarda del general no suelen ir en algo diferentes de los otros; va delante siempre aquel a quien le viene por suerte. Tales, pues, son las maneras que los romanos guardan en sus caminos y en asentar un campo, y tal es la variedad que guardan en las armas: no hacen algo sin determinar y tomar consejo primero sobre ello en las cosas de la guerra, y lo que determinan es conforme a lo que hacen, y lo que hacen conforme a lo que han determinado; y antes de poner en efecto algo, primero lo proponen en consejo: por esto suelen, o errar en muy pocas cosas, o si por ventura les acontece algún yerro, es fácil cosa enmendarlo. Las cosas que suceden con consejo, suélenlas tener, por contrarias y adversas que les sean, por mucho mejores que los sucesos y acontecimientos de la fortuna, por próspera y favorable que sea, por no mostrarse tener en más los bienes y esperanzas de la fortuna, que los de su consejo; pero las cosas que son antes de ejecutarlas bien pensadas, aunque no sucedan prósperamente, las tienen por muy buenas, guardándose y proveyéndose que otra vez no les acontezca lo mismo, porque los bienes que por fortuna acaecen, no suele ser causa ni autor de ellos aquel a quien acontecen, y de lo que ocurre por desdicha, consuélanse con pensar a lo menos no haberles acontecido por falta de consejo y miramiento. Con el ejercicio que hacen de las armas, no sólo se ejercitan las fuerzas del cuerpo, sino también fortalecen sus ánimos: del temor que tienen les nace mayor diligencia, porque tienen leyes, las cuales quieren la muerte y condenación, no sólo de los que grandemente faltan, pero aun también por pequeña falta que tengan, incurren en pena de muerte. Los capitantes suelen ser más justicieros que las mismas leyes, y dando galardón a los que lo merecen, hacen que no parezcan crueles en castigar a los que cometen faltas, ni en corregirlos. Suelen ser todos tan obedientes a sus regidores, que en la paz les suele ser muy gran honra, y en la guerra o batalla todo el ejército no parece más de un cuerpo: con tanto orden están juntos todos los escuadrones, con tanta presteza se mueven, tan atentos están a escuchar lo que les será mandado, tan abiertos tienen los ojos en mirar las señales que les serán hechas, tan prontas tienen las manos en las obras, por lo cual suelen ser todos muy valerosos en dañar a sus enemigos, y son muy pocos dañados por ellos. Los que pelean no saben jamás la muchedumbre ni el número de los enemigos, ni lo que los capitanes determinan entre sí, ni las dificultades de las tierras; pero ni aun quieren sujetarse a la fortuna, aunque piensen serles más cierta por esta parte la victoria. Pues ¿qué maravilla es, si éstos, cuyos hechos siempre están fundados con consejo, y cuyo ejército sabe ejecutar tan bien lo que los capitanes han determinado, han ensanchado y alargado su imperio desde el Eufrates al Oriente, y del Océano al Occidente, y desde las regiones fértiles de Africa, hacia el Mediodía, hasta las del Danubio y Rhin por el Septentrión, de los cuales se podría muy bien decir que es mucho menos lo que poseen, de lo que los que lo poseen merecen? He querido tratar todo esto, no por loar a los romanos, sino por consolación de los vencidos, y para espantar a los que desean novedades y revueltas; porque podrá ser aproveche, por ventura, a los que desean bien ejercitarse en estas artes buenas, saber la manera y ejercicios de los romanos en las armas; pero ahora vuelvo a lo que había antes dejado. *** |
Usted está leyendo el Libro III de La Guerra de los Judíos
|
|||