Capítulo XXVI

De los peligros que pasó Josefo, y cómo se libró de ellos, y de la malicia y maldades de Juan Giscaleo. 

Estando Josefo en la administración de Galilea, según arriba hemos dicho, levantósele un traidor, nacido en Giscala, hijo de Levia, llamado por nombre Juan, hombre muy astuto y lleno de engaños, y el más señalado de todos en maldades, el cual antes habla padecido pobreza, que le había sido algún tiempo estorbo de su maldad que tenía encerrada. Era mentiroso y muy astuto para hacer que a sus mentiras se diese crédito; hombre que tenía por gran virtud engañar al mundo, y con los que más amigos le eran se servía de sus maldades; gran fingidor de amistades y codiciador de las muertes, por la esperanza de ganar y hacerse rico, habiendo deseado siempre las cosas muy inmoderadamente, y había sustentado su esperanza hasta allí con maldades algo menores. Era ladrón muy grande por costumbre; trabajaba en ser solo, mas halló compañía para sus atrevimientos, al principio algo menor, después fué creciendo con el tiempo. Tenía gran diligencia en no tomar consigo alguno que fuese descuidado, cobarde ni perezoso; antes escogía hombres muy dispuestos, de grande ánimo y muy ejercitados en las cosas de la guerra; hizo tanto, que juntó cuatrocientos hombres, de los cuales era la mayor parte de los tirios, y de aquellos lugares vecinos.

Este, pues, iba robando y destruyendo toda Galilea, y hacía gran daño a muchos con el miedo de la guerra deteniéndolos suspensos. La pobreza y falta de dinero lo retardaba y detenía que no pusiese por obra sus deseos, los cuales eran mucho mayores de lo que él de sí podía; deseaba ser capitán y regir gente, mas no podía; y corno viese que Josefo se holgaba en verle con tanta industria, persuadiále que le dejase el cargo de hacer el muro a su patria, y con esto ganó mucho y allegó gran dinero de la gente rica.

Ordenando después un engaño muy grande, porque dió a entender a todos los judíos que estaban en Siria que se guardasen de tocar el aceite que no estuviese hecho por los suyos, pidió que pudiesen enviar de él a todos los lugares vecinos de allí; y por un dinero de los tirios, que hace cuatro de los áticos, compraba cuatro redomas y vendíalo doblado; y siendo Galilea muy fértil y abundante de aceite, y en aquel tiempo principalmente había gran abundancia, enviando mucho de él a las partes y ciudades que carecían y tenían necesidad, juntó gran cantidad de dinero, del cual no mucho después se sirvió contra aquel que le había concedido poder de ganarlo. Pensando luego que si sacaba a Josefo, sería sin duda él regidor de toda Galilea, mandó a los ladrones, cuyo capitán era, que robasen toda la tierra, a fin de que, levantándose muchas novedades en estas regiones, pudiese o matar con sus traiciones al regidor de Galilea, si quería socorrer a alguno, o si dejaba y permitía que fuesen robados, pudiese con esta ocasión acusarlo delante de los naturales.

Mucho antes había ya esparcido un rumor y fama, diciendo que Josefo quería entregar las cosas de Galilea a los romanos, y juntaba de esta manera muchas cosas por dar ruina a Josefo y destruirlo totalmente.

Como, pues, en este tiempo algunos vecinos del lugar de los dabaritas estuviesen en el gran campo de guardia, acometieron a Ptolomeo, procurador de Agripa y Berenice, y le quitaron cuanto consigo traía, entre lo cual había muchos vasos de plata y seiscientos de oro; y como, no pudiesen guardar tan gran robo, secretamente trajéronlo todo a Josefo, que estaba entonces en Tarichea.

Sabida por Josefo, la fuerza que había sido hecha a los del rey, reprendióla y mandó que las cosas que habían sido robadas fuesen puestas en poder de alguno de los poderosos de aquella ciudad, mostrándose muy pronto para enviarlas a su dueño y señor; lo cual produjo a Josefo, gran peligro, porque. viendo los que habían hecho aquel robo que no tenían parte alguna en todo, tomáronlo a mal; ‑y viendo también que Josefo había determinado, volver a los reyes lo, que ellos habían rabajado, iban por todos los lugares de noche, y daban también a entender a todos que Josefo, era traidor, e hinchieron con este mismo ruido todas las ciudades vecinas, de tal manera, que luego al otro día fueron cien mil hombres armados juntos contra Josefo.

Llegando después toda aquella muchedumbre de gente a Tarichea, y juntándose allí, echaban todos grandes voces muy airados contra Josefo; unos decían que debía ser echado, y otros que debía ser quemado como traidor; los más eran movidos e incitados a ello por Juan y por Jesús, hijo de Safa, que regía entonces el magistrado y gobierno de Tiberiada. Con esto huyeron todos los amigos de Josefo, y toda la gente que tenía de guarda se dispersó, por temor de tanta muchedumbre como se había juntado, excepto solos cuatro hombres que con él quedaron. Estando Josefo durmiendo al tiempo que ponían fuego en su casa, se levantó; y aconsejándoles los cuatro que habían quedado con él que huyese, no se movió por la soledad en que estaba, ni por la muchedumbre de gente que contra él venía, antes se vino prestamente delante de todos con las vestiduras todas rasgadas, la cabeza llena de polvo, vueltas las manos atrás y con una espada colgada del cuello.

Viendo estas cosas sus amigos, y los de Taríchea principalmente, se movieron a piedad; pero el pueblo, que era algo más rústico y grosero, y los más vecinos y cercanos de allí, que le tenían por más molesto, mandábanle sacar el dinero público, diciéndole muchas injurias, y que querían que confesase su traición, porque según él venía vestido, pensaban que nada negaría de lo que les había nacido tan gran sospecha, pensando todos haber dicho aquello por alcanzar perdón y moverlos a misericordia. Esta humildad fortalecía su determinación y consejo; y poniéndose delante de ellos, engañó de esta manera a los que contra él venían muy enojados; y para moverlos a discordia entre sí, les prometió decirles todo lo que en verdad pasaba. Concediéndole después licencia para hablar, dijo:

"Ni yo pensaba enviar a Agripa estos dineros, ni hacer de ellos ganancia propia para mí, porque no manda Dios que tenga yo por amigo al que es a vosotros enemigo, o que yo haga ganancia alguna con lo que a todos generalmente dañase. Pero porque veía que vuestra ciudad, oh taricheos, tenía gran necesidad de ser abastecida, y que no tenlais dinero para edificar los muros, y temía también al pueblo tiberiense y las otras ciudades que estaban todas con gran sed de este dinero, había determinado retenerlo con mucho tiento poco a poco para cercar vuestra ciudad de muros. Si no os parece bien lo que yo tengo determinado, me contentaré con sacarlo y darlo para que sea robado por todos; mas si yo he hecho bien y sabiamente, por cierto vosotros queréis forzar y dar trabajo a un hombre que os tiene muy obligados a todos."

Los taricheos oyeron con buen ánimo todo esto de Josefo, mas los tiberienses, con los otros, tornándolo a mal, amenazaban a los otros; y así ambas partes, dejando a Josefo, reñían entre sí. Viendo Josefo que habla algunos que defendían su parte, confiándose en ellos, porque los taricheos eran casi cuarenta mil hombres, hablaba con mayor libertad a todos; y habiéndose quejado muy largamente de la temeridad y locura del pueblo, dijo que Tarichea debla ser fortalecida con aquel dinero, y que él tenía cuidado que las otras ciudades estuviesen también seguras; que no les faltarían dineros si querían estar concordes con los que los hablan de proveer, y no moverse contra el que los había de buscar. Así, pues, se volvía toda la otra gente que habla sido engañada, con enojo; dos mil de los que tenían armas vinieron contra él, y habiéndose él recogido e. una casa, amenazábanle mucho.

Otra vez usó Josefo de cierto engaño contra éstos, porque subiéndose a una cámara alta, habiendo puesto gran silencio señalando con su mano, dijo que no sabia qué era lo que le pedían, porque no podía entender tantas voces juntas, y que se contentaba con hacer todo lo que quisiesen y mandasen' si enviaban algunos que hablasen allí dentro con él reposadamente.

Oídas estas cosas, luego la nobleza y los regidores entraron. Viéndolos Josefo, retrájolos consigo en lo más adentro y secreto de la casa, y cerrando las puertas, mandóles dar tantos azotes, hasta que los desollaron todos hasta las entrañas. Estaba en este medio, alrededor de la casa, el pueblo, pensando por qué se tardaba tanto en hacer sus conciertos, cuando Josefo, abriendo presto las puertas, dejó ir los que habla metido en su casa todos muy ensangrentados; amedrentáronse tanto todos los que estaban amenazando y aparejados para hacerle fuerza, que, echando las armas, dieron a huir luego.

Con estas cosas crecía más y más la envidia de Juan, y trabajaba en hacer otras asechanzas y traiciones a Josefo, por lo cual fingió que estaba muy enfermo, y suplicó con una carta que' por convalecer, le fuese licito usar de las aguas calientes y baños de Tiberíada. Corno Josefo no tuviese aún sospecha de éste, escribió a los regidores de la ciudad que diesen a Juan de voluntad todo lo necesario, y que le hiciesen buen hospedaje cuando allí llegase. Habiéndose éste servido dos días de los baños a su placer, determinó después hacer y poner por obra lo que le había movido a venir; y engañando a los unos con palabras, y dando a los otros mucho dinero, les persuadió que dejasen a Josefo.

Sabiendo estas cosas Silas, capitán de la guardia puesto por Josefo, con diligencia le hizo saber todas las traiciones que contra él se trataban y hacían; y recibiendo cartas de ello Josefo, partió la misma noche y llegó a la mañana siguiente a Tiberíada. Salióle todo el pueblo al encuentro, y Juan, aunque sospechaba que venía contra él, quiso enviarle uno de sus conocidos, fingiendo que estaba en la cama enfermo, que le dijese que por la enfermedad se detenía sin venir a verle, obe­deciendo a lo que debía y era obligado. Estando en el camino los tiberienses juntados por Josefo para contarles lo que habla sido escrito, Juan envió gente de armas para que lo matasen. Como éstos llegasen a él, y algo lejos los viese desenvainar las espadas, dió voces el pueblo; oyéndolas Josefo, y viendo las espiadas ya cerca de su garganta, saltó del lugar donde estaba, hablando con el pueblo hasta la ribera, que tenía seis codos de alto, y entrándose él y dos de los suyos en un barco pequeño que había por dicha llegado allí, se metió dentro del mar; pero sus soldados arrebataron sus armas y quisieron dar en los traidores.

Temiendo Josefo que moviendo guerra civil entre ellos, por la maldad de pocos se destruyese la ciudad, envió un mensajero a los suyos que les dijese tuviesen solamente cuenta con guardar sus vidas, y no hiciesen fuerza ni matasen alguno de los que tenían la culpa de todo aquello. Obedeciendo su gente a lo que mandaba, todos se sosegaron, y los que vivían alrededor delas ciudades por los campos, oídas las asechanzas que habían sido hechas contra Josefo, y sabiendo quién era el autor y maestro de ellas, viniéronse todos contra Juan.

Súpose éste guardar antes que venir en tal contienda, huyendo a Giscala, que era su tierra natural.

Los galileos en este tiempo venían a Josefo de todas las ciudades, y juntáronse muchos millares de gentes de armas, que todos decían venir contra Juan, traidor común de todos, y contra la ciudad que le había recibido y recogido dentro, por poner fuego a él y a ella. Respiondióles Josefo que recibía y loaba la pronta voluntad y benevolencia, pero que debían refrenar algún tanto el ímpetu y fuerza con que venían, deseando vencer a sus enemigos más con prudencia que con muerte. Y nombrando sus propios nombres a los de cada ciudad que con Juan se rabían rebelado, porque cada pueblo mostraba con alegría los suyos, mandó publicar con pregón que todos cuantos se hallasen en compañía de Juan después de cinco días, habían de ser sus casas, bienes y familias, quemados, y sus patrimonios robados. Con esto atrajo a sí tres mil hombres que Juan traía consigo, los cuales, huyendo, dejaron sus armas y se arrodillaron a sus pies.

Juan se salvó con los demás, que serían casi mil de los que de Siria habían huído, y determinó otra vez ponerse en asechanzas y hacer solapadas traiciones, pues las hechas hasta allí habían sido públicas; y enviando a Jerusalén mensajeros secretamente, acusaba a Josefo de que había juntado grande ejército, y que si no daban diligencia en socorrer al tirano, determinaba venir contra Jerusalén. Pero sabiendo lo que pasaba de verdad, el pueblo menospreció esta embajada.

Algunos de los poderosos y regidores, por envidia y rencor que tenían, enviaron secretamente dineros a Juan, que armase gente y juntase ejército a sueldo, para que pudiese con ellos hacer guerra a Josefo; y determinaron entre sí hacer que Josefo dejase la administración de la gente de guerra que tenía. Aun no pensaban que todo esto les bastaba, y por tanto enviaron dos mil quinientos hombres muy bien armados y cuatro hombres nobles; el uno era Joazaro, hijo del letrado excelentísimo, los otros Ananías Saduceo, Simón y Judas, hijos de Jonatás, hombres todos elocuentes, para que, por consejos de ellos, apartasen la voluntad que todos tenían a Josefo; y si él venía de grado a sometérseles, que le permitiesen dar razón de lo hecho, y si era pertinaz y determinaba quedar, que lo tuviesen por enemigo, y como a tal le persiguiesen.

Los amigos de Josefo le hicieron saber que venía gente contra él, mas no le dijeron para qué ni por qué causa; porque el consejo de sus enemigos fué muy secreto, de lo cual sucedió que, no pudiendo guardarse ni proveer antes con ello, cuatro ciudades se pasaron luego a los enemigos, las cuales fueron Séforis, Gamala, Giscala y Tiberia. Mas luego las tornó a cobrar sin alguna fuerza y Sin armas, y prendiendo aquellos cuatro capitanes, que eran los más valientes, así en las armas como en sus consejos, tornó a enviarlos a Jerusalén, a los cuales el pueblo, muy enojado, hubiera muerto tanto a ellos como a los que los enviaban, si en huir no pusieran diligencia.

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