Capítulo XXIV

De cómo Cestío puso cerco a Jerusalén, y del estrago que en su ejército hicieron los judíos. 

Viendo Agripa que la muchedumbre infinita de los enemigos tenía tomados los montes en derredor y que los romanos no estaban seguros de peligro, quiso tentar con palabras a los judíos, pensando que o le obedecerían todos para dejar la guerra, o si algunos en esto contradijesen, él los haría llamar y les diría que se apartasen de aquel propósito. Así que de sus compañeros envió allá a Borceo y a Febo, que sabía ser de ellos muy conocidos, para que les ofreciesen la amistad de Cestío por pleitesía, y cierto perdón que de los pecados les otorgarían los romanos, si dejadas las armas quisiesen acuerde con él.

Mas los escandalosos, por miedo de que la muchedumbre, con esperanza de la seguridad, se pasaría a Agripa, determinaron matar a los embajadores, y mataron a Febo antes que hablase Palabra; Borceo huyó herido, y los escandalosos, hiriendo con palos y con piedras, compelieron a los populares que tenían aquesta hazaña por muy indigna, que se metiesen en la ciudad.

Cestío, hallado tiempo oportuno para vencerles a causa de la arriesgada discordia entre ellos levantada, trajo contra los judíos todo el ejército, y metidos en huída, fue tras ellos hasta Jerusalén.

Puesto su real en el lugar que llaman Scopo, lejos de la ciudad siete estadios, que son menos de una milla, por espacio de tres días no hizo cosa alguna contra la ciudad, esperando que por ventura los de dentro en algo aflojasen, y en tanto envió no pequeña cantidad de guerreros militares a recoger trigo por las aldeas de alrededor de la ciudad.

El cuarto día, que era a treinta días del mes de octubre, metió el ejército, puesto en orden, dentro de la ciudad. El pueblo era guardado por los escandalosos, y ellos, atemorizados de la destreza de los romanos, partieron de los lugares de fuera de la ciudad, y recogiéronse a la parte de dentro y al templo.

Cestio, pasado del lugar que llaman Bezetha, puso fuego a Cenópolis y al mercado que se llama de las Materias. Después, venido a la parte más alta de la ciudad, aposentóse cerca del palacio del rey, y si entonces él quisiera entrar dentro de los muros de la ciudad, poseyérala del todo y diera fin a la guerra; mas Tirannio, que era general, y Prisco y muchos otros capitanes de la gente de a caballo, corrompidos por dineros que les dió Floro, estorbaron la empresa de Cestio e hicieron que los judíos fuesen Henos de males intolerables y de pérdidas que les acontecieron.

Entretanto, muchos de los más nobles del pueblo, y Anano, hijo de Jonatás, llamaban a Cestio, casi como ganosos de abrirle las puertas, y él, como lleno de ira, y porque no les daba asaz crédito ni pensaba que los debiese creer, túvolos en menosprecio, hasta que se hubo de descubrir la traición, y los sediciosos compelieron a huir a Anano con los otros de su parcialidad, y meterse en las casas, lanzándoles piedras desde el muro. Repartidos ellos por las torres, peleaban contra los que tentaban el muro, pues por cinco días los romanos de todas partes peleaban, y todo en balde.

Al sexto día, Cestio, con muchos flecheros, arremetió al templo por la parte septentrional, y los judíos resistían desde el portal, de manera que presto arredraron a los romanos que se llegaban al muro, los cuales, rechazados por la muchedumbre de los tiros, a la postre partieron de allí. Los romanos que iban delanteros, cubiertos con sus escudos, se llegaban al muro, y los que seguían por semejante orden, se juntaban con los otros; entretejiéronse, hecha una cobertura llamada testudine, o escudo de tortuga, de manera que las saetas que daban encima eran baldías; así que los guerreros romanos cavaban el muro sin recibir daño, y quisieron poner fuego a las puertas del templo, porque ya los escandalosos tenían gran temor, y muchos echaban a huir de la ciudad como si luego se hubiera de tomar.

De esto se alegraba más el pueblo, porque cuanto más par­tían de ella los muy malos, tanto mayor licencia tenían los del pueblo para abrir las puertas y recibir a Cestio como a varón de quien hablan recibido beneficios; y de hecho, si poco más quisiera perseverar en el cerco, tomara luego la ciudad; mas yo creo que Dios, que no favorece a los malos, y las cosas santas suyas estorbaron aquel día que la guerra feneciese.

Así, pues, Cestio, sin saber los ánimos del pueblo, ni la desesperación de los cercados, hizo retraer su gente, y sin alguna esperanza, muy desacordada e injustamente, sin algún consejo partió. Su huída, no esperada, dió aliento a la confianza de los ladrones, tanto que salieron a perseguir la retaguardia de los romanos de ellos mataron algunos, así de los de a caballo como a los de a pie.

Entonces Cestio se aposentó en el real que antes había guarnecido en Scopo; y al día siguiente, mientras más tardaba, más provocó a los enemigos, los cuales, alcanzando los postrirneros, mataban muchos, porque el camino era de ambas partes cercado de vallas, y tirábanles saetas desde ellos, y los postreros no osaban volver hacia los que daban en sus espaldas, pensando que infinita muchedumbre seguía tras ellos. Tampoco bastaban a resistir a la fuerza de los que por los lados les aquejaban y les herían, porque eran pesados con las armas por no romper la orden, y porque veían también que los judíos eran ligeros y que fácilmente podían correr, donde procedía que sufrían muchos males sin que ellos pudiesen dañar a los enemigos. Así que por todo el camino los hostigaban, y rota la orden de caminar, eran derribados, hasta tanto que, muriendo muchos, entre los cuales fué Prisco, capitán de la sexta legión, Longino, capitán de mil hombres, y Emilio jocundo, capitán de un escuadrón, penosamente llegaron a Gabaón, donde primero pusieron el real después que perdieron mucha munición.  Allí se detuvo Cestio tres días, no sabiendo lo que debía hacer, porque al tercer día veían mayor número de enemigos, y conocía que la tardanza le sería dañosa, pues todos los lugares en derredor estaban llenos de judíos y vendrían muchos más enemigos si allí se detuviese; así, para huir más presto mandó a la gente que dejasen todas las cosas que les pudiesen embarazar. Y mataron entonces los mulos, los asnos y otras bestias de carga, salvo las que llevaban las saetas y los pertrechos, porque estas tales cosas guardábanlas como cosas que habían menester, mayormente temiendo que si los judíos las tomasen, las aprovecharían contra ellos.

El ejército iba delante hacia Bethoron, y los judíos en los lugares más anchos menos los aquejaban; mas cuando pasaban apretados por lugares estrechos o en alguna pasada, vedábanles el paso y otros echaban en los fosos a los postreros. Derramándose toda aquella muchedumbre por las alturas del camino, cubrían de saetas a la hueste, adonde la gente de a pie dudaba cómo se podían socorrer los unos a los otros; y la gente de a caballo estaba en mayor peligro, porque no podían ordenadamente caminar unos tras otros, pues las muchas saetas y las subidas enhiestas les estorbaban poder ir contra ¡os enemigos. Las peñas y los valles todos estaban tomados por ballesteros, adonde perecían todos los que por allí se apartaban del camino, y ningún lugar había para huir o defenderse. Así que, con incertidumbre de lo que debiesen hacer, se volvían a llorar y a los aullidos que los desesperados suelen dar.

Al son de aquello correspondía la exhortación de los judíos, que se alegraban, dando grita con muy grande crueldad, y pereciera todo el ejército de Cestio, si la noche no sobreviniera, con la cual los romanos se acogieron a Bethoron, y los judíos los cercaron por todos los lugares de alrededor por impedirles el paso. Allí, desesperado de poder seguir el camino público, pensaba Cestio, en la huída, e hizo subir en lo alto de las techumbres cuatrocientos guerreros militares de los más escogidos y más fuertes, y mandóles dar voces, según la costumbre de los que son de guarda que velan en los reales, por que los judíos pensasen que la gente quedaba alli toda; él con todos los otros paso a paso se fueron de allí hasta treinta estadios, que son poco menos de cuatro millas, y a la mañana, cuando los judíos vieron que los otros se fueron y ellos quedaban engañados, arremetieron contra los cuatrocientos, de quienes hablan recibido el engaño, y sin tardanza los mataron con muchedumbre de saetas, y luego se dieron prisa de seguir a Cestio; mas él, habiendo caminado buen trecho, huyó en el día con mayor diligencia, de tal manera, que los guerreros militares, hostigados del miedo, dejaron todos los pertrechos y máquinas, y los mandrones y muchos otros instrumentos de guerra, de los cuales, después de tornados, se aprovecharon los judíos contra los que los hablan dejado, y vinieron hasta Antipátrida en alcance de los romanos.

Al ver que nos los pudieron alcanzar, tornaron desde allí, llevaron consigo los pertrechos, despojaron los muertos y recogieron ­el robo que había quedado, y con cantares, alabando a Dios, volvieron a su metrópoli y ciudad con pérdida de pocos de los suyos. De los romanos fueron muertos cinco mil trescientos de a pie y novecientos ochenta de a caballo.

Acaecieron estas cosas en el octavo día del mes de noviembre, en el doceno año del principado de Nerón.

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Usted está leyendo el Libro II de La Guerra de los Judíos