Capítulo XXV

Cómo Baso tomó a Herodión y a Machero

Enviado por embajador Lucio Baso a Jadea, tomando el ejército de Cercalo Vetiliano, tomó el castillo de Herodión con la guarnición que tenía, porque se rindió.

Allegando después toda la gente que pudo, porque había trucha parte de ella esparcida, y juntándola con la décima legión, determinó combatir el castillo de Macherunta.

Parecíale muy necesaria cosa derribar este castillo, porque muchos, confiando en su fortaleza y guarda, serían movidos a rebelarse. La natural fortaleza del lugar daba grande esperanza y ánimo de libertad: los que allí estaban y a los que querían acometerlo, ponía gran miedo y duda: porque lo que está cercado de muro, es un collado alto y muy peñascoso, y por esto parece también muy difícil de ser tomado; pero tenía aún, para que a él no se llegasen, ciertas guardas naturalmente, que era un valle o foso que lo cercaba alrededor, cuya hondura era tanta, que no se podía ver el suelo de él, y así era muy difícil pasarlo, ni podía ser en alguna manera henchido de tierra o de otra cosa para hacer paso: porque el valle que lo parte por la parte occidental se extiende más de sesenta estadios, y viene a dar casi en la laguna Asfalte, y por esta parte se levanta muy alto el castillo de Machero; cíñenlo por la parte de Septentrión y Mediodía los valles de la grandeza dicha arriba, y son también tan hondos y tan altos, que es imposible pasarlos ni combatirlos; y el valle que lo cerca por el Oriente, tiene, según lo que se halla, más de cien codos de alto, y nene a fenecer y acabar saliendo a un monte que está contrario de Macherón.

Habiendo entendido y sabido el rey Alejandro que era este lugar tan fuerte, fué el primero que quiso fortalecer en él este castillo, el cual después Gabinio derribó en la guerra que con Aristóbulo tuvo. Pero reinando Herodes, parecióle que era lugar muy digno de tener cuenta con él, mucho más que todos los otros, y de fortificarlo, por estar principalmente vecino de Arabia, adonde tiene muy oportuno asiento, y está por fuerte delante de los términos de Arabia.

Habiendo, pues, cercado de muro todo el lugar y de torres muy fuertes, hizo allí una ciudad, de donde se subía fácilmente al castillo. Había también por lo alto del castillo hecho otro cerco de muro, y en los cantones había levantadas ciertas torres de sesenta codos en alto.

En medio de este cerco había edificado un palacio muy rico y muy grande, con muchas cámaras y aposentos muy gentiles. Había hecho muchas cisternas, para que en ellas se recibiese y recogiese el agua, y la pudiesen también sacar abundantemente en todos los lugares que pudieron hacerse cómodamente: parece que contendiendo con la dificultad y naturaleza de esta tierra, porque lo que ella había hecho de sí muy expugnable, quería vencer él, y hacer con sus fuerzas inexpugnable: porque puso aquí gran muchedumbre de saetas y otras máquinas e ingenios de guerra, e inventó toda la fuerza para fortalecer esta tierra, de manera que pudiese menospreciar cualquier cerco que delante se osase poner.

Había en el palacio real un árbol de ruda de maravillosa grandeza, porque no había higuera más alta ni que más grande fuese. Decían que aun duraba desde el tiempo del rey Herodes, y durara más ciertamente; pero los judíos que se habían apoderado de aquel lugar lo habían arrancado.

El un lugar del valle que cerca de la ciudad por la parte septentrional, se llama Baras, adonde nace o se engendra una raíz semejante en el color a una llama de fuego, y cerca de la noche resplandece muy reluciente, y no se deja arrancar fácilmente cuando quieren o desean los hombres arrancarla; antes siempre resiste, hasta tanto que le echan de las aguas de una mujer o de su purgación, y aun entonces, si alguno la toca, tiene muy cierta la muerte si ya no se lleva la misma raíz en sus manos.

Tómase también de otra manera sin peligro alguno, la cual es ésta: cavan por todo alrededor, de tal manera que quede muy poco de la raíz debajo de tierra; atan luego en ella un perro, y queriendo el perro seguir aquel que lo ha atado allí, arranca fácilmente la raíz; el perro luego muere casi como en lugar de aquel que había de arrancar la hierba, y después se puede tomar por todos sin miedo.

Es hierba digno de ser tomada con tantos peligros como tiene, por una sola virtud que tiene muy grande: porque los malos espíritus de los hombres, que por otro nombre llamamos demonios, cuando han entrado en el cuerpo de algún hombre, y lo atormentan de tal manera que le matan si no le socorren, esta hierba los hace huir con tal que la lleguen, por poco que sea, a los que tal adversidad padecen.

Nacen también de este mismo lugar fuentes de aguas calientes de muy diversos sabores: porque las unas son muy amargas, y otras tan dulces, que más no pueden ser.

Hay también muchas aguas que nacen muy frías y tienen fuentes unas después de otras, no sólo en los lugares más bajos, pero aun hay otra cosa, de la cual ninguno se maravillará, que en un lugar muy cerca de aquí hay una cueva no muy honda, pero cubierta por encima de peña viva; y levántense encima de ésta como dos mojones a manera de tetas, la una apartada de la otra algún poco, y de la una nace una fuente muy caliente y de la otra, otra fuente muy fría, y mezclándose entrambas aguas, se hace de ellas un lavatorio muy suave y saludable para curar muchas dolencias y enfermedades: aprovecha principalmente para curar los nervios: tiene este mismo lugar muchos metales de azufre y de alumbre.

Habiendo, pues, mirado Baso por todas partes muy bien toda esta tierra, determinó aparejar su entrada, hinchiendo el valle que está por la parte del Septentrión, y así comenzó su obra trabajando en levantar un monteo hacer un caballero que pudiese servirles de fuerte para combatir desde él fácilmente esta ciudad: los que fueron tomados dentro, apartando los judíos de los extranjeros y gentiles, mandaron a éstos que guardasen la parte baja de la ciudad, y recibiesen ellos primero la fuerza de los enemigos y el peligro, pensando que era gente vulgar y de poco: y ellos se recogieron en el castillo que estaba en lo alto, por estar muy bien guarnecido y por salvarse más seguramente.

Pensaban que si entregaban a los romanos la ciudad, habían de alcanzar con esto perdón; pero querían primero experimentar si podrían apartar del cerco a los romanos, y por tanto, con ánimos alegres, cada día hacían algunas corridas, y trabándose a pelear con los que al encuentro les venían, morían muchos de ellos y mataban también muchos romanos.

Del tiempo se les acrecentaba a entrambas partes la victoria: de los judíos, si arremetían algo menos provistos de lo que convenía, y de las romanos, si recibían sus escaramuzas en orden y con destreza bien armados; mas no era éste el fin que había de ser del cerco.

Hízose una cosa acaso, la cual constriñó necesariamente a los judíos a que entregasen el castillo. Había un mancebo entre los que estaban cercados, valiente por sus manos, atrevido y feroz, llamado por nombre Eleazar; éste había en las peleas y corridas mostrado a los enemigos su nobleza; no le detenía el miedo para hacer saber a los enemigos su fuerza, saliendo contra muchos y deseando echarlos del monte o caballero que tenían levantado: maltrataba siempre a los romanos, y ayudando con su gran audacia a sus compañeros, les causaba que la fuerza' que hacían e ímpetu que traían al arremeter, les aprovechase, y también en el recoger solía ser el postrero que partía, y de esta manera les era causa que se recogiesen sin peligro.

Habiendo, pues, un día cesado la pelea entre ellos y recogiéndose entrambas partes, pensando él que no habría ya enemigo que osase salir contra él, menospreciándolos a todos, quedóse fuera de la puerta, y hablaba con los que estaban en los muros, mirando muy atentamente lo que dirían o harían. Vió esta oportunidad un egipcio del campo de los romanos, llamado Rufo, y viniendo contra él, cosa que ninguno lo pensara, tomándolo con todas sus armas muy repentinamente, maravillándose mucho de ver esto los que estaban en el muro, pasólo consigo al campo de los romanos; pero después mandó el capitán que lo extendiesen desnudo, puesto en parte que pudiese ser visto por todos los de la ciudad, y que allí fuese muy rigurosamente azotado: los judíos, viendo esto que al valiente mancebo había acontecido, estuvieron muy confusos, y toda la ciudad lloraba y se quejaba por la muerte de un tal varón.

Advirtió esto Baso muy bien, y tomó esto por principio de sus consejos contra los enemigos, y deseando acrecentar la compasión de los judíos, porque forzados por guardar la vida al dicho mancebo, le entregasen el castillo, a la postre alcanzó lo que quería: porque mandó poner allí delante una horca, como si quisiese ahorcar a Eleazar, y viéndola los que dentro del castillo estaban, fueron mucho más amedrentados, y quejábanse con muchas lágrimas, gritando y dando voces, que era aquella destrucción intolerable. Entonces Eleazar les rogaba que no lo menospreciasen porque había de morir muy malamente, y mirasen ellos mismos a su salud, pues que ya todos estaban sujetos a las fuerzas y poder de los romanos.

Concediéndolo los judíos, parte por lo que éste les dijo y parte también porque había dentro muchos que por él rogaban, porque estaba muy emparentado con todos, fueron vencidos de misericordia y compasión, cosa contra su naturaleza, y enviando algunos por embajadores que con diligencia hablasen, decían que ellos rendirían el castillo, con tal que les volviesen a Eleazar y los dejasen ir sin peligro y sin miedo.

Consintiendo en esto el capitán romano, habiendo hecho concierto con los romanos, todo el pueblo que estaba en la ciudad baja determinó huir, venida la noche, muy secretamente. Como ya hubiesen abierto las puertas, vino un mensajero a Baso de aquellos que le habían prometido rendirse, o por envidia de la salud de ellos o por miedo, por no dejarla ocasión para huir; pero los más valerosos que se habían adelantado se salvaron: de los que quedaron fueron muertos mil setecientos varones: las mujeres y muchachos fueron llevados cautivos. Pero Baso tuvo por bueno guardar su palabra y lo que había prometido a los que le habían entregado el castillo y los dejó libres y les volvió a Eleazar.

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Usted está leyendo el Libro VII de La Guerra de los Judíos