Capítulo XVICómo los romanos ganaron toda la otra parte que de la ciudad quedaba.Acabadas ya las trincheras y puesta en orden toda la gente, a los siete días de septiembre, dieciocho días después de comenzada la obra, acercaban ya los romanos sus máquinas y tiros que para combatir tenían. Parte de los sediciosos, desesperando ya de salud y de poder guardar su ciudad, desamparados los muros, recogíanse la villa alta; otros se echaban por los albañales; otros muchos, ordenándose, querían impedir a los romanos que pusiesen pus máquinas y sus tiros como querían; pero vencíanles los romanos no menos en esfuerzo que en el número grande de la gente que tenían; y lo que es de tener en más, que éstos estaban poderosos y alegres, y los judíos flacos y muy tristes. Siendo, pues, ya una parte del muro derribado, y habiendo caído algunas torres combatidas con las máquinas o ingenios llamados arietes, luego los que estaban para defenderlos huyeron. Y los tiranos fueron entonces más amedrentados de lo que la necesidad les compelía; porque antes que los enemigos entrasen, estaban ya entorpecidos y también suspensos, sin saber si huyesen o qué debían hacer: vierais aquí los que poco antes solían ser muy soberbios y muy arrogantes en sus obras y hechos muy impíos, estar en este tiempo tan humildes y tan temblando, que aunque eran muy bellacos y malos, movieran a compasión a quien los viera. Trabajaron por echar a los que guardaban el muro, roto el cerco que ceñía los muros de la ciudad, y por salir; pero no hallando ya el socorro de todos aquellos que hasta allí les habían sido fieles, huía cada uno adonde la necesidad y fuerza lo echaba. Y como viniesen otros y les hiciesen saber que todo el muro, hacia el Occidente, estaba ya derribado y por tierra, otros que les denunciaban cómo los romanos habían entrado y llegaban ya buscándoles, otros que afirmaban que veían los enemigos estar en las torres, engañándoles la vista el grande miedo que tenían, echábanse boca abajo en tierra y quejábanse de sí mismos y de su locura, y estaban como cortados sin saber a donde mejor huir y poder salvarse. En esto conocerá cualquiera la potencia y virtud de Dios contra los malos, y la dicha y gran prosperidad de los romanos. Priváronse aquí estos tiranos ellos mismos de su guarda y defensa, y bajáronse de su voluntad y de su grado de las torres que tenían, adonde no podían ser, por fuerza grande que les hiciesen, presos, si no era por hambre solamente; y los romanos, que habían trabajado en sólo los muros primeros y más bajos, prendieron ahora, por dicha y por su fortuna, los que antes no pudieron prender con sus artes ni sus fuerzas. Las tres torres que antes dijimos eran ciertamente más fuertes que todas cuantas máquinas e ingenios los romanos tenían. Desamparándolas, pues, todas tres, o, lo que es más cierto, echados de ellas por voluntad de Dios, huyeron luego al valle de Siloa, y habiendo perdido, por estar aquí algo del miedo grande que tenían, dieron por esta parte contra la guarnición que cercaba el muro; pero fueron rechazados, más por haber acometido con poca fuerza, que por la necesidad y fuerza que los que estaban en guarnición les hicieron, porque cierto de decir es, que teman ya las fuerzas muy quebrantadas por el trabajo grande que pasaban, por el miedo que tenían, y por la gran destrucción y calamidad que delante sus ojos veían claramente, escondiéronse como mejor pudieron en diversos albañales y lugares de suciedad. Habiendo ganado los romanos los muros, pusieron en las torres sus banderas, celebrando su victoria con grande alegría y cantares, por ver que había llegado el fin de aquella guerra mucho más fácil que les había sido el principio. Habiendo, pues, alcanzado sin derramamiento de sangre el muro, que no pensaban por cierto fuese el postrero, y no viendo alguno que les resistiese, maravillábanse como de cosa muy incierta: derramados, pues, por las estrechuras de las calles y plazas con las espadas desenvainadas, mataban sin hacer diferencia alguna a cuantos hallaban, y quemaban todas las casas con los que en ellas se recogían juntamente. Destruyendo también muchas de las en que habían entrado por robarlas, hallaban en ellas las familias muertas, las cámaras y suelos llenos de muertos consumidos por el hambre: y así huían sin tomar algo con las manos vacías con horror de ver tan horrenda cosa; pero aunque de los muertos de esta manera tenían compasión y lástima, no la tenían semejante de los vivas, antes matando a cuantos delante les venían, y llenando las calles angostas de cuerpos muertos, manaba toda la ciudad sangre, de tal manera, que gran parte del fuego se mataba con la sangre que de los muertos corría: de noche cesaba el matar y crecía el fuego. Ardiendo, pues, y quemándose Jerusalén, amaneció el día octavo del mes de septiembre, y si ésta se hubiera bien servido desde el tiempo que fué fundada de todos los bienes que Dios le había dado, así como se sirvió de tantas muertes cuantas experimentó, siendo cercada, hubiera sido ciertamente envidiada por todas las del universo: digna de tan grandes desdichas, no ciertamente por otra cosa, sino por haber engendrado y sufrido dentro de sí generación tal, y tan perversa, que le causase tal y tan grande destrucción. Entrado que hubo Tito dentro de la ciudad, maravillábase de muchas cosas, y de ver principalmente las guarniciones, la altura y fortaleza de las torres, las cuales habían por su locura desamparado los tiranos. Habiendo mirado la firme altura de ellas, y la grandeza y la labor que cada piedra por sí tenía, cuán altas y cuán anchas fuesen cada una, según el lugar que ocupaba, dijo: hemos peleado ciertamente con ayuda particular de Dios, y Dios es el que sacó de estos fuertes a los judíos: porque ¿qué máquinas, o qué manos de hombres, por fuertes que fuesen, bastarían para tanto? Habló también entonces muchas cosas con sus amigos, y dió libertad a los que halló atados y presos en los castillos por los tiranos. Y como derribase todas las otras fuerzas de la ciudad y todos los muros, quiso dejar estas torres por memoria de su buena fortuna y victoria, por cuyo favor y ayuda había alcanzado aquello que sin ellas no pudiera ser jamás tomado. Porque los soldados se fatigaban ya de matar, y quedaba aún gran muchedumbre de vivos, mandó Tito que fuesen sólo muertos los que quisiesen resistirles, y que dejasen salvos y libres a todos los otros; los soldados mataban y despedazaban juntamente con los que Tito había mandado, cuantos viejos y débiles hallaban, no aptos ni buenos para pelear, e hicieron recoger los mancebos y hombres más útiles dentro del templo, y encerráronlos en el lugar a donde solían estar las mujeres. Puso Tito por guarda de esta gente un liberto suyo y amigo, llamado Frontonio, el cual diese a cada uno el castigo o galardón que mereciese; éste mató todos los ladrones, porque el uno acusaba al otro, y a todos los revolvedores sediciosos y amotinados, y guardaba para el triunfo los mancebos más escogidos y de más alto y lindo cuerpo, y todos los otros que hubo mayores de edad de diecisiete años, enviólos muy atados con buena guarda a Egipto a que trabajasen. Distribuyó la mayor parte Tito por todas aquellas provincias para que fuesen muertos en los espectáculos y fiestas por las bestias fieras; los que se hallaron de menor edad de diecisiete años fueron vendidos, y en los mismos días que Frontonio hacía esta elección, murieron de hambre doce mil de ellos, a los cuales, parte por odio que los guardas les tenían, no les daban que comer, y parte de ellos también porque estaban con hastío grande, sin poder comer lo que les daban: y era tanta la muchedumbre de la gente, que tenían necesidad y mucha hambre de trigo. *** |
Usted está leyendo el Libro VII de La Guerra de los Judíos
|
|||