Capítulo XIV

De los robos que los sediciosos hacían, y cómo fué la ciudad interior quemada.

Habiendo venido los sediciosos y amotinados de la ciudad a la casa real, adonde habían muchos, por ser casa muy segura, puesto todos sus bienes, echaron de aquí a los romanos, y mataron todo el pueblo que allí se había juntado, que era bien hasta ocho mil y cuatrocientos, y robaron todo el dinero que aquí hallaron.

Prendieron dos soldados romanos vivos, uno de a caballo y otro de a pie: al infante mataron y arrastraron por toda la ciudad, como casi tomando de todos venganza en el cuerpo de un romano: el caballero por haber prometido descubrirles algo muy conveniente para la salud y amparo de todos, fué llevado delante de Simón: y no teniendo allí qué decir, fué entregado a uno de los capitanes llamado Ardaba por nombre. Este mandóle atar las manos atrás y tapar les ojos con una venda de lienzo, y sacólo delante de los romanos, en parte que pudiese ser de todos visto, y teníalo como si lo quisiese degollar. Mientras el judío sacaba su espada de la vaina, huyóse a los romanos: no sufrió ni quiso Tito que fuese muerto, pues había huido de los enemigos; pero juzgólo por indigno de ser contado entre los soldados romanos, pues había sido preso vivo, y quitándole las armas, echólo de las compañías, lo cual parecía a todos los prudentes más grave y peor de sufrir que la muerte.

Al día siguiente los romanos, habiendo hecho huir los ladrones de la parte baja de la ciudad, quemaron todo cuanto delante les vino hasta Silea: y holgábanse de ver consumir la ciudad, pero no les quedaba algo a que dar saco: porque los ladrones que lo habían ya vaciado todo se recogían a la parte alta de la ciudad.

Ningún arrepentimiento tenían de tanto mal cuanto hacían, y no tenían menos soberbia, que si les fuera todo muy próspero. Mirando, pues, con alegre cara cómo la ciudad ardía y se abrasaba, decían con voz muy alegre, que no deseaban sino la muerte; porque consumido el pueblo, quemado el templo, y ardiendo toda la ciudad, no habían de dejar algo para los enemigos.

Trabajaba Josefo estando ellos en la extrema necesidad en rogar por lo que de la ciudad salvo restaba. Habiendo, pues, hablado muchas cosas contra la impiedad v crueldad de esta gente, y habiéndoles dado muchos consejos sobre lo que hacer les convenía para salvarse, todo fué vano: porque no querían entregarse ni rendirse por causa del juramento que habían hecho, ni podían ya pelear igualmente con los romanos cercados por ellos como por guardas: estaban tan avezados a morir y a ver matar, que va no se les daba nada por ello.

Ibanse esparcidos por toda la ciudad, escondiéndose entre lo que estaba derribado y destruido, acechando por donde mejormente podrían huir. Muchos eran presos y muertos, porque con el hambre que padecían no tenían fuerzas para huir, y los muertos echábanlos a los perros. Parecíales, pues, todo género de muerte que padeciesen, mucho mejor que era cl hambre que los atormentaba: la cual era tan grande, que muchos sin licencia y sin tener esperanza de alcanzar misericordia huían a los romanos, y venían a dar en manos de los sediciosos y amotinados, los cuales no cesaban de matar: y no había lugar vacío en toda la ciudad, que todo estaba lleno de muertos, consumidos, o por la gran hambre, o por las manos de aquellos ladrones amotinados, y estaba todo muy lleno de cuerpos muertos, de los que, o por hambre, o por la revuelta de esta maldita gente, habían perecido.

Consolábanse los tiranos y los ladrones amotinados con la esperanza que tenían de salvarse en los albañales cuando todo les faltase; porque confiaban que si aquí se recogían, no serían hallados: pues acabada de destruir la ciudad, y partidos ya de allí los romanos, pensaban poder salir y huir todos: pero esto no era sino un sueño: porque no podían esconderse, o de Dios o de los romanos. Confiados, pues, como dije, de salvarse en los albañales y cavas que debajo de tierra tenían, quemaban ellos mucho más que los mismos romanos, y los que huyendo del incendio se escondían en las cuevas, matábamos malamente y los desnudaban.

También donde quiera que hallasen que comer, por más lleno que estuviese antes de sangre, se lo tragaban. Tenían ya guerra entre sí sobre quién robaría más, y creo que si no fueran destruidos o muertos, quisieran con su sobrada crueldad gustar y comer la carne de los muertos.

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Usted está leyendo el Libro VII de La Guerra de los Judíos