Capítulo VDe cómo se renovó la pelea, cómo otra vez se ordenaron las trincheras, y de lo que los judíos hacían.Haciéndoles Josefo saber lo que el príncipe mandaba, los ladrones y tiranos, pensando que lo decían no por voluntad buena que tuviesen, sino por temor y miedo que tenían, levantábanse más soberbios. Tito, que veía no tener ellos mismos de sí compasión ni misericordia y que no querían excusar la destrucción del templo, determinó efectuar su guerra; pero no podía, por ser pequeño el lugar, poner aquí toda su gente; finas escogiendo de cada ciento de su gente treinta de los más esforzados, de más experiencia y escogidos capitanes, dió a cada uno el número de mil hombre, y dando por capitán general de todos a Cerealo, a las nueve de la noche mandó que acometiesen las guardas. Y estando él mismo también armado v determinado a bajar con ellos juntamente, los amigos lo detuvieron por el grande peligro que había, y por las palabras que sus capitanes le dijeron, que mucho más provecho haría poniéndose como presidente de la gente en la torre Antonia al tiempo de la pelea, que si se ponía en el mismo peligro, porque ante los ojos de su Emperador, todos habían de pelear valerosamente. Obedeció Tito a lo dicho: dijo después a los soldados que solamente quedaba por juzgar y conocer cuál de todos más valeroso se mostrase y más fuerte en pelear, y esto por no dejar sin hacer mercedes a todos los tales, quienesquiera que fuesen, y por que ninguno de los que cobardemente pelease dejase de ser castigado, antes quería ser juez y testigo de todo, pues era el que tenía el señorío y mando para castigar y remunerar a todos, según lo que mereciesen; así los envió y dejó salir a la pelea a la hora que dijimos, y poniéndose en la torre Antonia en una ventanilla como atalayo, estaba mirandolo que se hacía; pero la gente que fué enviada no halló durmiendo, según confiaban, a los que estaban de guarda, antes con voces que dieren todos muy grandes, trabaron su pelea, haciendo con las voces que las guardas dieron, y con el gran ruido que hicieron, que todas las otras compañías saliesen. hl ímpetu y fuerza de los primeros lo recibían los romanos, y? los que más atrás de éstos venían daban en su misma gente y herían a muchos de ellos, no menos que si les fueran enemigos: la grita y clamores de entrambas partes era causa que no se pudiesen conocer los amigos ni los enemigos, y la noche y oscuridad era también causa que los ojos perdiesen su conocimiento; y como hubiese algunos ciegos con el furor grande que tenían, otros por la ira y otros por el temor, era esto causa que a quienquiera que encontrasen, sin discreción lo herían. Esta ignorancia menos daño hacía a los romanos, cubiertos con sus escudos y peleando en compañías, porque todos se acordaban de la seña que tenían: los judíos, que venían derramados, arremetiendo y recogiéndose loca y temerariamente, muchas veces los unos se mostraban enemigos a los otros en la fuerza que se hacían, recibiendo como enemigo romano cualquiera de los suyos que entre tan grande oscuridad venir veían. De esta manera, pues, fueron muchos más heridos por sus compañeros mismos que por los enemigos, hasta tanto que, salido el sol, ya se veían los unos a los otros que peleaban, y estando con orden en su escuadrón, tiraban saetas y otros muchos tiros: ninguno declinaba ni se movía de su lugar, y ninguno tampoco con el trabajo se cansaba; pero los romanos, algunos por sí y otros en compañía, peleaban delante de su emperador, mostrando su esfuerzo y valentía; pensaba cada uno que le había de ser este día principio para levantarse si peleaba valerosamente, y para ganar nombre. Esforzábanse los judíos y tomaban audacia por temer cada uno su propio peligro, y por temer también la ruina y destrucción del templo, porque estaba el tirano rogando a unos y sacudiendo a otros, e incitando a algunos con amenazas a que peleasen. Peleóse aquí lo más de muy cerca, pero presto y en muy poco espacio se mudaba el estado de la gente, porque ninguna parte de ambas tenía mucho espacio ni lugar para huir, ni para perseguir tampoco. Había ruido en la torre Antonia por el buen suceso de las cosas de su gente, confiando que habían de ser vencedores; y por los que les animaban y gritaban que se detuviesen si acaso huían, y peleasen animosamente; y era, cierto, esta torre como un teatro para juzgar la guerra, porque no ignoraban algo de cuanto se hacía, Tito ni los que con él estaban. Finalmente, la pelea fué comenzada a las nueve de la noche, y a las cinco del día se separaron, no habiéndose partido alguno del lugar a donde había comenzado a pelear, para haber de huir; pero habían dejado la victoria entre medio de ambas partes por ser la guerra por ambas partes tan dudosa y tan igual. Muchos de los romanos pelearon aquí muy valerosamente. Pelearon así también los judíos de la parte de Simón, Judas, hijo de Mentón, y Simón, hijo de Josías, y dos idumeos, el uno llamado Diego, y el otro Simón; éste era hijo de Cathla, y Diego era hijo de Sofa. De los compañeros aliados con Juan, Gyphteo y Alejas, y de los zelotes Simón, hijo de Jairo. Toda la otra gente de los romanos, el séptimo día, derribados los fundamentos de la torre Antonia, hizo camino muy ancho hasta el templo: y acercándose las legiones al muro, comenzaron luego a hacer sus montes o caballeros: el uno contra la parte del templo interior, que estaba al Oriente y Septentrión, el otro contra la parte donde los sacerdotes tenían su aposento, a la parte aquilonal, entre las dos puertas: de los otros, el uno estaba contra la puerta de la parte del templo exterior occidental, y la otra contra la parte septentrional; pero proseguían su obra los romanos con gran trabajo y necesidad, porque traían el aparejo para poner esto en orden, de más de cien estadios lejos de allí. Algunas veces les hacían mucho daño las asechanzas de los judíos, porque no se guardaban ellos, por ver tan claramente la victoria en sus manos; y los judíos, por otra parte, se atrevían mucho más, viéndose desesperados de toda salud: porque cuando algunos de los jinetes salían a traer leña o heno, mientras esto hacían, quitaban los frenos a sus caballos v dejábamos pacer; y saliendo por las minas y cuevas que los judíos tenían hechas, los hurtaban. Viendo César que tantas veces se hacía esto, pensando, y era así la verdad, que aquellos robos se hacían más por ser los romanos negligentes y de poco cuidado, que por tener los judíos poder ni esfuerzo para ello, castigó rigurosamente este caso; y quitando la vida a uno de los soldados que había podido su caballo, hizo que los otros se remirasen en guardarlos mejor, y de esta manera guardó y conservó todos los caballos de los otros: porque no los dejaban ya más salir a pacer, antes salían con ellos a sus necesidades como si estuvieran atados a ellos naturalmente. Hacían, pues, sus caballeros, y combatían el templo juntamente. Al otra día después de la subida de ellos, muchos de los revolvedores de Jerusalén, no teniendo ya qué hurtar, aquejados por el hambre que padecían, juntándose en un cuerpo, dieron en la guarnición de los romanos que estaba asentada junto al monte Eleón, a las once horas del día. A1 principio confiaban cogerles desprevenidos y sin pensar en ello; y que además de esto, estando ocupados en rehacerse del trabajo, estarían algo descuidados, y que así serían engañados fácilmente. Pero entendiendo los romanos lo que esta gente pretendía hacer, recogiendo la gente propia que estaba de guarda, trabajaban en resistirles por más que trabajaban en romper el cerco con su fuerza; y trabándose aquí una fiera escaramuza, ambas partes hicieron muchas cosas valerosamente: los romanos con su destreza y arte en el pelear, además de la fuerza y fortaleza que mostraron, y los judíos también con ímpetu inmoderado, y con ánimo desenfrenado, movidos ya con desesperación. Los romanos tenían por capitán la vergüenza y empacho grande, y los judíos la necesidad que a ello les forzaba. Porque escapar los judíos, que estaban ya como puestos en un lazo, parecía cosa muy torpe y muy fea a los romanos: y los judíos ponían la esperanza de su salud y vida en romper aquel muro. Uno de los de a caballo, llamado Pedanio por nombre, habiendo huido de los judíos, y recogídose en un foso, pasado que hubo con su caballo ligero corriendo en el monte que está de frente por un lado, arrebató por el pie uno de los enemigos que huía, mancebo de cuerpo grande y muy bien armado; tanto se bajó corriendo el caballo, y tanta era la fuerza de su brazo y de todo su cuerpo, y tanta destreza mostró en su manera de cabalgar, que trajo en sus manos el cautivo, como si fuera algún rico don, delante de Tito. Maravillándose mucho Tito por ver las fuerzas del que lo había preso, mandó matar al cautivo por haber osado acometer el muro: él tenía cuidado de dar orden en que combatiesen el templo; y daba gran prisa y diligencia en que los montes o caballeros fuesen acabados. Viéndose los judías tan maltratados en tantas escaramuzas, y tomando mayores fuerzas la guerra, para mayor destrucción del templo, como vemos que sucede en un cuerpo podrido, cortaban los miembros y partes de él como llenas de pestilencia, queriendo con esto guardarse, que no pasase más adelante: porque habiendo puesto fuego a una parte de la galería del templo, la cual se juntaba con la torre Antonia, viniendo por la parte aquilonal al Oriente, cortaron después hasta veinte codos, poniendo con sus propias manos fuego a todos sus santuarios. Dos días después, que fueron a los veinticuatro del dicho mes, los romanos pusieron fuego a todo el portal; y pasando el fuego hasta catorce codos de largo, los judíos derribaron también la techumbre, no dejando, con todo, de hacer algo: cortaban por todas las partes que se pegaba con la torre Antonia, pudiendo y debiendo prohibir que el incendio pasase más adelante. Puesto, pues, el fuego, medían lo que se había de quemar por provecho del ellos propios. No cesaron jamás las escaramuzas cerca del templo, antes poco a poco nunca faltaba quien a pelear saliese contra ellos. En estos mismos días, uno de los judíos, varón pequeño de cuerpo, y de gesto feo, hombre de poco, no menos en linaje que en hacienda, llamado por nombre Jonathás, saliendo hasta el monumento del pontífice Juan, habló muchas cosas soberbiamente contra los romanos; y además de esto desafió al principal y más esforzado de todos ellos, que saliese a pelear con él. Los que se pusieron contra él, muchos se tenían por afrentados; había también algunos, como suelen hallarse, que temían: algunas se movían con razón bien pensada, diciendo que con un hombre que venía desesperado y con deseo de la muerte, ninguno debía pelear; porque los que han desesperado ya de alcanzar vida, no tienen fuerza de hombres de seso, ni tienen reverencia a Dios; y venir en contienda con hombres de cuya victoria no se puede sacar gran honra, y con quienes es el ser vencido muy peligroso y deshonrado, no parecía cosa de hombre fuerte y valeroso, sino de fiero y loco. Y como estuviese mucho tiempo sin que alguno saliese, y el judío, hombre muy soberbio y arrogante, se burlase con muchas escarnios, por ver a los romanos tan medrosos v cobardes, salió un romano de una compañía de gente de a caballo, aborreciendo mucho el atrevimiento y soberbia de éste; levantado por ventura a ello, por ser también de pequeño cuerpo y baja estatura, salió inconsideradamente; y trabando su pelea con él, dió a todas que reír engañado por la fortuna: porque en cayendo, Jonathás lo mató; y poniendo luego los pies sobre el muerto, teniendo su escudo en la mano izquierda, y reluciendo su espada ensangrentada en su mano derecha, y haciendo gran ruido con sus armas, soberbio contra el ejército y contra el muerto que a sus pies tenía, reprendía e injuriaba a los romanos que lo miraban; hasta tanto que, estando bailando 5 ?diciendo vanidades, un capitán o centurión llamado Prisco le pasó con una saeta; y por este hecho se levantaron pareceres diversos entre los judíos y romanos. Pero lastimado éste con gran dolor, dando vueltas alrededor, vino a caer encima del cuerpo de su enemigo, y mostró cuán presto sigue la venganza la prosperidad y dicha que en la guerra procede sin razón. *** |
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