Capítulo II

De cómo los romanos acometieron a la torre Antonia, y cómo fueron de allí echados por los judíos.

Dos días luego después, juntándose veinte hombres de los que estaban de guarda por las trincheras, llamaron un alférez de su compañía, y otros dos de una compañía de gente de a caballo, y un trompeta, y a las nueve horas viénense poco a poco por la parte derribada a la torre Antonia, y degollando a las primeras guardas que hallaron durmiendo, ganan el muro y mandan dar señal luego a su trompeta, con la cual fueron todos los demás que había despiertos, y dan a huir antes de ver la muchedumbre que había subido al muro; porque el temor que tenían, y el sonido de la trompeta, les representó, y fué causa que creyesen haber subido gran muchedumbre de enemigos.

Oyendo Tito la trompeta, ordena presto su ejército y sube él con los principales capitanes acompañado, y con mucha gente de su guarda; pero como los judíos se hubiesen recogido dentro de la ciudad en el templo, entraron también los romanos por las minas que Juan había abierto cuando derribó y deshizo las trincheras de sus enemigos. Ordenados los amotinados y revolvedores de entrambas partes, trabajaban en echar a los romanos, tanto la gente de Simón, cuanto la de Juan, con fuerza y ánimo grande; porque creían ser llegado ya el fin y destrucción general de todos, si los romanos alcanzaban a entrar en el muy santo lugar, el cual les fué principio de la victoria.

Trabóse en la misma entrada una brava pelea, trabajando los romanos por ganarles por fuerza el templo, v los judíos por hacerles recoger con las armas que de la torre Antonia tiraban. Las saetas y lanzas ninguna de ambas partes aprovechaban; pero peleaban todos con las espadas desenvainadas.

Estaba la gente tan mezclada, que no se podía conocer peleando de qué parte eran; y eso por ser el lugar muy estrecho, confundiendo también las grandes voces que se daban el entendimiento y los sentidos; y eran tantos los muertos de entrambas partes, y las armas y cuerpos derribados por tierra, que impedían a los que peleaban.

Siempre que la una parte era más débil y la otra máb fuerte, los más débiles echaban al cielo muchas quejas, los más fuertes, con esto mucho más se animaban y esforzaban unos a otros. No había lugar ni tiempo para huir, ni aun tampoco para pelear, pero había muchas mudanzas de los que peleaban; y una vez la victoria se inclinaba a una parte, y luego después a otra.

Los que estaban primeros, eran forzados a matar o a morir: no podían volver atrás, porque los postreros de cada parte impedían a los suyos que pasasen primero, y no habían dejado lugar alguno vacío entre los que peleaban; pero como el ánimo obstinado de los judíos venciese la destreza de los romanos en pelear, tenían ya casi echado todo el escuadrón, porque desde las nueve de la noche hasta las siete del otro día habían peleado. Todos los judíos tenían por estímulo de la virtud el peligro de la muerte, y a los romanos porque no habían subido aún las legiones, y la esperanza de los que entonces peleaban cargaba sobre ellas; parecióles que por entonces les bastaba haber ganado la torre Antonia.

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