Libro sexto:  De consolación

Capítulo XX

Nuestros cuerpos comparados con otros son robustos; pero si los  reduces a la naturaleza, que destruyendo todas las cosas las vuelve al  estado de que las produjo, son caducos; porque manos mortales, ¿qué cosa  podrán hacer que sea inmortal? Aquellos siete milagros (y si acaso la  ambición de los tiempos venideros levantare otros más admirables) se verán  algún día arrasados por tierra. Así que no hay cosa perpetua, y pocas que  duren mucho. Unas son frágiles por un modo, y otras por otro; los fines se  varían, pero todo lo que tuvo principio ha de tener fin. Algunos amenazan  al mundo con muerte, y (si es lícito creerlo) vendrá algún día que disipe  este universo, que comprende todas las cosas humanas, sepultándolas en su  antigua confusión y tinieblas. Salga, pues, alguno a llorar estas cosas y  las almas de cada uno. Laméntese también de las cenizas de Cartago,  Numancia y Corinto, y si alguna otra cosa hubo que cayese de mayor altura;  pues aun lo que no tiene donde caer, ha de caer. Salga asimismo otro, y  quéjese de que los hados (que tal vez se han de atrever a empresas  inefables) no le perdonaron a él.

Capítulo XXI

¿Quién hay de tan soberbia y desenfrenada arrogancia que en esta  inevitable necesidad de la naturaleza (que produjo todas las cosas a un  mismo fin) pretenda que él y los suyos hayan de ser exentos, queriendo  libertar alguna casa de la ruina que amenaza a todo el orbe? Será, pues,  de grande consuelo pensar cada uno que le sucede lo que padecieron todos  los que pasaron, y lo que han de padecer todos los que vinieren; y juzgo  que por esta causa quiso la naturaleza que fuese común todo aquello que  hizo más acerbo, porque la igualdad sirviese de consuelo en las asperezas  del hado. Y no te ayudará poco el considerar que el dolor ni a ti ni a la  persona que te faltó ha de ser de provecho; con lo cual no has de querer  dure lo que a entrambos ha de ser infructuoso. Si con la tristeza hemos de  aprovechar algo, no rehúso dar a tu desgracia la parte de lágrimas que ha  quedado de las mías, que si te han de ser de algún provecho, todavía en  estos ojos consumidos con llantos domésticos hallaré algún humor. No  ceses, lloremos, que yo quiero tomar por mía esta causa: «A juicio de  todos fuiste, oh fortuna, reputada por acerbísima en haberte desviado de  aquel que por beneficio tuyo había llegado a tanta estimación, que ya su  felicidad (cosa que pocas veces sucede) estaba libre de la envidia. Ves  aquí a quien diste el mayor dolor que pudo recibir viviéndole César; y  después de haberle cercado por todas partes, conociste que sola ésta  quedaba descubierta a tus heridas. Porque ¿cuál otro daño le podías hacer?  ¿Habíasle de quitar las riquezas? Nunca vivió sujeto a ellas, y ahora en  cuanto puede las desecha de sí, y en medio de tan gran felicidad en  adquirirlas, ningún otro mayor fruto saca de ellas que la ocasión de  despreciarlas. ¿Habías de quitarle los amigos? Sabías tú que era tan  amable que con facilidad podría sustituir otros en lugar de los que le  quitases; porque de todas las personas poderosas que yo he conocido en las  casas de los príncipes, a sólo éste he visto cuya amistad (con ser tan  útil) se busque más por afición que por interés. ¿Habíasle de quitar la  buena opinión? Teníala tan asentada que no eras poderosa a desacreditarle.  ¿Habías de privarle de la salud? Conocías que su ánimo (no sólo criado,  sino nacido en las ciencias) estaba de tal manera fundado, que se  levantaba sobre todos los dolores del cuerpo. ¿Habías de quitarle la vida?  Qué ¿tan grande daño piensas que le hacías, habiéndole prometido la fama  larguísima edad? Él hizo de modo que ésta le durase en la mejor parte;  porque habiendo hecho excelentes obras de elocuencia, se libró de la  mortalidad. Todo el tiempo que durare el dar honor a las letras, y  mientras se conservare el vigor de la lengua latina y la gracia de la  griega, vivirá entre los insignes varones cuyos ingenios igualó; y si  rehusare esto su modestia, entre aquellos a que se aplicó.»

Capítulo XXII

«Pusiste, pues, la mira en aquellos en que más le podías ofender;  porque cuando cada uno es mejor, sabe por la misma razón sufrirte más  cuando te ve enfurecida sin causa y tremenda entre los halagos. ¿Qué te  costaba dejar libre de injurias aquel varón a quien parece había venido tu  liberalidad movida más por razón que por tu acostumbrado antojo? Añadamos  (si te parece) a estas quejas la buena inclinación de aquel mancebo que  cortaste entre sus primeros acrecentamientos.» El difunto, oh Polibio, fue  digno de tenerte por hermano, y tú eres dignísimo de no tener ocasión de  dolerte aun por muerte de algún indigno hermano. Él tiene igual testimonio  de todos los hombres que le echan menos en honor tuyo, alabándole en el  suyo, sin que jamás hubiese tenido acción que con gusto no le  reconocieses. Tú aun para hermano menos bueno, fueras bueno; pero habiendo  tu piedad hallado en él idónea materia, se extendió con más libertad.  Ninguno conoció con injuria su potencia, a nadie amenazó con que eras su  hermano. Habíase ajustado al ejemplo de tu modestia; porque cuanto eres de  esplendor a tu linaje, le eres de carga para que te imite, y él satisfizo  a esta obligación. ¡Oh duros hados nunca justos con las virtudes! Antes  que tu hermano conociese su felicidad, fue arrebatado. Bien veo que esta  mi indignación no es suficiente, porque no hay cosa tan dificultosa como  hallar palabras proporcionadas a un gran dolor; pero, ¡ea!, si nos ha de  ser de algún provecho, quejémonos. «¿Qué es lo que quisiste hacer, oh  injusta y violenta fortuna? ¡Oh! ¿Tan presto te arrepentiste de tus  dádivas? ¿Qué crueldad es ésta? Hiciste división entre dos hermanos,  deshaciendo con sangriento robo la concordísima compañía, y turbando la  casa adornada de tan concordes mancebos (sin que en ellos hubiese alguno  que degenerase) sin razón alguna la sacrificaste. Según esto, no es de  provecho la inocencia ajustada con las leyes, ni la antigua frugalidad, no  la potencia de grande felicidad, no la observada abstinencia, no el  sincero y puro amor de las letras, ni la conciencia limpia de toda  mancha.» Llora Polibio, y advertido con la muerte de un hermano de lo que  puede temer en los demás, viene a tener temor en lo mismo que es el  consuelo de su dolor. Hazaña indigna. Llora Polibio teniendo propicio a  César. Sin duda, oh fortuna, emprendiste esta crueldad para ostentar que  ninguno puede ser defendido de tus manos, aun por el mismo César.

Capítulo XXIII

Podemos quejarnos muchas veces de los hados, pero no los podemos  mudar, porque son duros e inexorables. Nadie los mueve ni con oprobios, ni  con lágrimas, ni con razones. A ninguno perdonan, ni remiten cosa alguna.  Dejemos, pues, las lágrimas que no aprovechan, y el dolor con más  facilidad nos llevará adonde está el difunto, que volverle a que le  gocemos. Si el dolor atormenta y no alivia, conviene dejarle a los  principios, retirando el ánimo de los débiles consuelos y del amargo deseo  de llorar. Si la razón no pusiere fin a nuestras lágrimas, cierto es que  no se le pondrá la fortuna. Ven acá, pon los ojos en todos los mortales, y  verás que en todos ellos hay una larga y continuada materia de llorar: a  uno llama al cotidiano trabajo su pobreza; otro teme las riquezas que  codició, padeciendo con su mismo deseo; a uno aflige la solicitud, a otro  el cuidado y a otro la muchedumbre de los que frecuentan sus zaguanes.  Éste se queja de que está cargado de hijos, aquél de que se han muerto.  Acabaránse las lágrimas antes que las causas del dolor. ¿No ves la vida  que nos ha prometido la naturaleza? Pues ella quiso que el primer agüero  fuese el llanto. Con este principio venimos al mundo, y en él consiste el  orden de los años venideros, y en esta forma pasamos nuestra vida. Por lo  cual conviene que lo que se ha de hacer muchas veces se haga con  moderación y atendiendo a que son muchas las cosas tristes que nos vienen  siguiendo; y si no pudiéremos poner fin a las lágrimas, debemos por lo  menos reservar algunas. En ninguna cosa se debe tener mayor moderación que  en ésta, de que tan frecuente es el uso. Tampoco dejará de ayudarte mucho  el entender que a ninguno es menos grato tu dolor que al mismo a quien  juzgas le das. Él no quiere que te atormentes, o no entiende que te  atormentas. Según esto, no hay razón alguna para esta demostración.  «Porque si aquel por quien se hace no la siente, es superflua; y si la  siente, le es penosa.»

Capítulo XXIV

Atrévome a decir que en todo el orbe no hay persona que se deleite  con tus lágrimas. Pues dime: ¿para qué son? ¿Piensas que tu hermano tiene  contra ti el ánimo que ningún otro tiene, queriendo que con tu aflicción  te atormentes, y que pretende apartarte de tus ocupaciones, quiero decir,  de tus estudios y del servicio del César? Esto no es verosímil, porque  siempre te amó como a hermano, veneró como a padre y respetó como a  superior; y así, aunque quiere que le eches menos, no quiere que te  atormentes. ¿De qué, pues, sirve que te consuma el dolor que tu mismo  hermano (si es que en los difuntos hay sentidos) desea que se acabe? De  otros hermanos, de cuya voluntad no hubiera tan segura certeza, dijera yo  con duda esto. Si tu hermano deseara que con incesables lágrimas te  atormentaras, no fuera digno de este tu afecto; y si él no lo quiere, deja  tú ese inútil dolor. Porque el hermano poco amoroso no debe ser llorado  tanto, y el que fue amoroso no querrá que le llores. En éste, en quien fue  tan conocido el amor, debemos tener por cosa cierta que ninguna cosa le  puede ser más acerba que este suceso. Si es acerbo para ti, y si por  cualquier modo te atormenta y conturba tus ojos indignísimos de todo mal,  y si los agota sin poner fin a las lágrimas, ninguna cosa apartará tanto a  tu amor de esas inútiles lágrimas como el pensar que debes dar a tus  hermanos ejemplo de sufrir con fortaleza esta injuria de la fortuna. En  esta ocasión debes hacer lo que los grandes capitanes hacen en los sucesos  graves, en que de industria muestran alegría, encubriendo los casos  adversos con fingido regocijo, porque los soldados no desmayen viendo  quebrantado el ánimo de su capitán. Lo mismo has de hacer tú, mostrando el  rostro disímil del ánimo; y si pudieres acabarlo contigo, debes desechar  de todo punto el dolor, y si no pudieres, enciérralo al menos en lo  interior, encarcelándolo, para que no se deje ver; procura que te imiten  tus hermanos, porque ellos tendrán por justo todo lo que vieren haces, y  formarán su ánimo de tu rostro, y habiéndoles de ser el consuelo y el  consolador, no podrás impedirles su dolor si dieres largas riendas al  tuyo.

Capítulo XXV

También apartará de ti el excesivo dolor el persuadirte que ninguna  de las cosas que haces se pueden encubrir. Grande estimación te ha dado el  común aplauso de los hombres; conviene conservarla. Toda esta muchedumbre  de consoladores que te tiene cercado atendiendo a tu ánimo, mira que  fuerzas tiene contra el dolor; y especulando si sabes visar de tanta  destreza en las cosas prósperas que sepas sufrir varonilmente las  adversas, pone sus ojos en los tuyos. Más libres son las acciones de  aquellos cuyos afectos se pueden encubrir. Para ti no hay secreto libre,  por haberte puesto la fortuna en mucha luz. Todos sabrán cómo te has  gobernado en esta herida, y si en recibiéndola rendiste las armas, o si  estuviste firme en el puesto. Días ha que el amor de César te levantó al  más alto estado a que te trajeron tus estudios. Ninguna acción plebeya y  humilde te es decente. ¿Qué cosa hay tan ratera y afeminada como  entregarte al dolor para que te consuma? En igual sentimiento no te es  lícito lo que es a tus hermanos. La opinión recibida de tus estudios y  costumbres no te permite muchas cosas. Mucho es lo que los hombres quieren  y esperan de ti. Si querías que todo te fuese lícito, no habías de haber  atraído a ti los ojos de todos. Ahora es forzoso que des todo lo que  prometiste a los que alaban y celebran las obras de tu ingenio; que aunque  algunos no necesitan de tu fortuna, necesitan muchos de tu talento.  Atalaya son de tu ánimo, con lo cual jamás podrás hacer acción alguna  indigna de varón perfecto y erudito, sin que muchos se arrepientan de lo  que de tus partes se admiraron. No te es lícito llorar con demasía; y no  es esto sólo lo que te es lícito, pues aun no lo es el extender el sueño a  una mínima parte del día, ni lo es el huir de la muchedumbre de los  negocios retirándote al ocio de tu jardín ni el recrear con algún  voluntario paseo el cuerpo fatigado con la asistencia del trabajoso  oficio, ni alentar el ánimo con la variedad de espectáculos ni disponer el  día a tu albedrío.

Capítulo XXVI

Muchas cosas no te son lícitas, que lo son a los hombres humildes que  están despreciados en los rincones. La grande fortuna es servidumbre muy  grande. No te es lícito hacer cosa alguna por tu gusto. Has de dar  audiencia a tantos millares de hombres; has de disponer tantos memoriales;  has de acudir al despacho de tantas cosas como de todas partes del mundo  ocurren para poder cumplir por orden de oficio de ministerio tan  importante; y esto requiere un ánimo quieto. Digo que no te es lícito  llorar, porque para tener tiempo de oír los lamentos de muchos que  padecen, y para que aprovechen las lágrimas de los que desean llegar a la  misericordia del piadosísimo César, has de enjugar las tuyas. Considera la  fe y la industria que debes a su amor, y entenderás que no te es lícito el  retirarte, como no lo es a aquel que (según dicen las fábulas) tiene sobre  sus hombros el mundo. Al mismo César a quien es lícito todo, no le son por  esta causa lícitas muchas cosas. Su cuidado defiende las casas de todos,  su industria los deleites de todos y su ocupación el descanso de todos.  Desde el día que César se dedicó al gobierno del mundo, se privó del uso  de sí mismo, al modo que a los otros que deben sin cesar hacer su curso,  sin serles lícito ni detenerse ni ocuparse en cosa suya. Así a ti, en  cierto modo, te incumbe la misma obligación, no siéndote lícito volver los  ojos a tus utilidades ni a tus estudios. Poseyendo César el mundo, no  puede repartirse al deleite ni al dolor, ni a ninguna otra cosa, porque te  debes todo a César. Añade que confesando que amas tú a César más que a tu  vida, no te es lícito viviendo, el quejarte de la fortuna. Viviendo César  están salvos todos tus deudos; ninguna pérdida has hecho, y así, no sólo  has de tener enjutos los ojos, sino alegres. En César lo tienes todo, y él  te basta para todos. Poco agradecido serás a la fortuna (cosa que está muy  lejos de tus prudentísimos sentidos) si viviéndote César dieres permisión  a las lágrimas. También te quiero dar otro remedio, sino más firme, al  menos más familiar. Cuando te recoges en tu casa es el tiempo que podrás  temer la tristeza; porque el que estuvieres mirando a César, no tendrá  ella entrada en ti, pues él te poseerá todo; pero en apartándote de su  vista, entonces, gozando de la ocasión, pondrá el dolor asechanzas a tu  soledad, y poco a poco se entrará en tu ánimo, hallándote desocupado.  Conviene que no permitas estar tiempo alguno apartado de los estudios;  entonces las letras, tanto tiempo y con tanta felicidad amadas de ti, te  serán gratas defendiendo a su presidente y su venerador. Entonces Homero y  Virgilio (a quien tanto debe el género humano, como ellos te deben a ti  por haberlos hecho conocidos de más naciones de aquellas para quien  escribieron) te asistirán muchos ratos, y con eso estará seguro todo el  tiempo que les entregaren para que te le defiendan. Entonces podrás  componer las obras de tu César, para que con pregón doméstico se canten en  todas edades. Escribe todo lo que pudieres, pues él te dará materia y  ejemplo para escribir todos los sucesos.

Capítulo XXVII

No me atrevo a pasar tan adelante, aconsejándote que con tu  acostumbrada elocuencia enlaces fábulas y apologías, obra aún no intentada  por los ingenios romanos. Porque es cosa difícil que un ánimo tan  fuertemente herido pueda tan presto pasar a estudios regocijados. Ten por  señal cierta de estar el ánimo fortalecido y vuelto a su ser, si de los  estudios graves y serios pudiere pasar a estos más libres; porque en  aquéllos, aunque la austeridad de las cosas que trata le llaman aun  estando enfermo y contra su voluntad, no admitirá estos otros que se han  de tratar con frente desarrugada si no es cuando de todo punto estuviere  convalecido. Así que a los principios les ha de ejercitar en materias más  severas, y templarle después con otras más alegres. También te será de  grande alivio si te hicieres esta pregunta: «¿El dolor que tengo es en mi  nombre o en el del difunto? Si es en el mío, acábase la jactancia que de  mi sufrimiento solía tener, y comience el dolor, sin que haya en él otra  excusa más que el ser honesta; porque el desechar el sentimiento, mira a  utilidad propia, y ninguna cosa hay menos decente al varón bueno, que  llorar por cuenta y razón en la muerte de su hermano. Si me duelo en su  nombre, es necesario que uno de los dos sea juez; porque si a los difuntos  no les queda sentido alguno, mi hermano, libre ya de todas las  incomodidades de la vida, está restituido al lugar donde estuvo antes que  naciese, y exento de todo mal, no hay cosa que tema, ninguna que desee y  ninguna que padezca. Pues ¿qué locura es no dejar jamás de dolerme por el  que jamás ha de tener dolor? Si en los difuntos hay algún sentido, ya el  ánimo de mi hermano, como libre de una larga prisión, se regocija, gozando  de la vista de la naturaleza de las cosas, despreciando desde lugar  superior todas las cosas humanas, y viendo más de cerca las divinas, cuyo  conocimiento buscó en balde tanto tiempo. Pues ¿por qué me aflijo por el  que o es bienaventurado o deja de tener ser? Llorar por el bienaventurado,  es envidia; y por el que no tiene ser, es locura.»

Capítulo XXVIII

¿Muévete, por ventura, el ver que carece de los grandes bienes que le  rodeaban? Cuando pusieres el pensamiento en las muchas cosas que dejó,  ponte en que son muchas las que deja de temer. No le atormentará la ira ni  le afligirá la enfermedad; no le congojará la sospecha, no le perseguirá  la tragadora envidia enemiga de ajenos acrecentamientos, no le dará  cuidado el miedo, ni le inquietará la liviandad de la fortuna, que en un  instante transfiere en otros sus dádivas. Si haces bien la cuenta, mucho  más es lo que se le perdonó que lo que se le quitó. No gozará de las  riquezas, ni de su gracia y la tuya; no recibirá beneficios ni los dará.  ¿Júzgase desdichado porque perdió estas cosas o dichoso porque no las  desea? Créeme, que es más feliz aquel que no necesita de la fortuna, que  el que la tiene propicia. Todos estos bienes que con hermoso aunque falaz  deleite nos alegran: el dinero, las dignidades, la potencia y las demás  cosas a que con pasmo mira la ciega codicia del linaje humano, se poseen  con trabajo y se miran con envidia, quebrantando a los mismos a quien  adornan, y siendo más lo que amenazan que lo que prometen. Estas cosas son  deslizaderas e inciertas, y jamás se tienen con seguridad; porque cuando  cesasen los temores de lo futuro, la misma conservación de la grande  felicidad es en sí solícita. Si quieres dar crédito a los que más  altamente ponen los ojos en la verdad, toda nuestra vida es un castigo.  Estamos arrojados en este profundo y alterado mar, que con alternados  otoños es recíproco; que levantándonos ya con repentinos crecimientos y  desamparándonos luego con mayores daños, nos descompone, sin permitirnos  estar en lugar firme. Andamos suspensos y fluctuando, y unos chocamos en  otros, y con suceder los naufragios algunas veces, son continuos los  temores. A los que navegan en este tempestuoso mar expuesto a todas las  tormentas, ningún otro puerto hay si no es el de la muerte. No tengas,  pues, envidia a tu hermano, que está ya quieto, libre, seguro y eterno. Él  tiene vivo a César y a toda su generación; tiénete a ti y todos los demás  hermanos vivos. Él, cuando se le mostraba favorable la fortuna, y cuando  con mano liberal le iba acumulando dones, la dejó antes que ella hiciese  alguna mudanza en sus favores. Gozando está ahora de libre y descubierto  cielo, habiendo pasado de un humilde y abatido lugar a resplandecer en  aquel (sea el que fuere) que recibe en su dichoso seno las almas que dejan  las prisiones; ya se espacia con libertad, y con sumo deleite mira todos  los bienes de la naturaleza. Andas errado, porque tu hermano no perdió la  luz, sino alcanzó otra más segura: a todos nos es común el viaje con él.  ¿Para qué lloramos sus hados? Que él nos dejó; partióse antes.

Capítulo XXIX

Créeme que en la misma grande dicha hay la felicidad de morir, no  habiendo cosa cierta que dure un día. ¿Quién, pues, en tan oscura y dudosa  verdad adivina si la muerte envidió a tu hermano o cuidó de él? Es  asimismo necesario que la justicia que en todas las cosas mantienes, te  ayude a pensar que no se te hizo injuria en quitarte tal hermano, sino que  se te hizo gracia de todo el tiempo que te fue permitido el usar y gozar  de su amor. Injusto es el que no deja albedrío en las dádivas al que las  da, y codicioso el que no computa por ganancias lo que recibió, contando  por pérdida lo que restituye. Ingrato es el que llama injuria al fin del  deleite; ignorante el que piensa que no hay fruto sino en los bienes  presentes, y el que no se aquieta con los pasados, teniendo por más  ciertos los que se le fueron, porque de ellos no hay temor que de nuevo se  vayan. Estrechos términos pone a sus gustos el que juzga que goza  solamente los que tiene y ve presentes, no estimando los que tuvo. Porque  con mucha presteza se nos huye el deleite que corre y pasa y casi se nos  quita antes que venga. Así que se ha de poner el ánimo en el tiempo  pasado, reduciendo y tratando con frecuente recordación lo que en algún  tiempo nos fue posible. Más larga y más fiel es la memoria de los deleites  que su presencia. Pon entre los sumos bienes el haber tenido un hermano  tan bueno; y no atiendas a que pudieras tenerlo mucho más tiempo, sino al  que le tuviste. La naturaleza de las cosas hace contigo lo que con los  demás hermanos, y no te lo dio en propiedad, sino prestado, y después te  lo volvió a pedir cuando quiso; y en esto no atendió a tu hartura, sino a  su ley. ¿No será tenido por injusto el que sufriere molestamente el pagar  la moneda que se le prestó, y en particular la que recibió sin interés  alguno? Dio la naturaleza vida a tu hermano, y diola también a ti; y ella,  usando después de su derecho, cobró primero la deuda de quien quiso. No se  le puede imponer culpa alguna, siendo tan conocida su condición: impútese  a la codiciosa esperanza del ánimo mortal, que de tal manera se olvida de  lo que es la naturaleza, que nunca se acuerda de su ser sino cuando la  amonestan. Alégrate, pues, de haber tenido un tan buen hermano, y da  gracias del usufructo que de él gozaste, aunque fue más breve de lo que  deseabas. Piensa que lo que tuviste fue para ti muy deleitable, y que lo  que perdiste era humano, porque no hay cosa menos congruente entre sí que  mostrar dolor del que un tal hermano te haya vivido poco, y no tener gozo  de que tuviste tal hermano. Dirásme: «así es, pero quitáronmele cuando no  lo pensaba». A cada uno engaña su credulidad, y el olvido de la muerte en  las cosas que ama. La naturaleza a ninguno prometió que haría gracia en la  necesidad del morir. «Cada día pasan por delante de nuestros ojos los  entierros de personas conocidas y no conocidas, y nosotros, divertidos en  otras cosas, llamamos repentino lo que toda la vida se nos están  intimando.» Según esto, no es culpable el rigor de los hados, sino la  malicia del humano entendimiento que, insaciable de todas las cosas,  siente salir de la posesión a que fue admitida por voluntad.

Capítulo XXX

¿Cuánto más justo fue aquel que, dándole nuevas de la muerte de su  hijo, pronunció una sentencia digna de un gran varón? «Cuando yo le  engendré, supe que había de morir.» Verdaderamente no te admirarás de que  naciese de éste el que había de tener valor para morir con fortaleza. No  recibió la muerte de su hijo como nueva embajada; porque morir el hombre,  cuya vida no es otra cosa que un viaje a la muerte, ¿qué tiene de nuevo?  «Cuando yo le engendré, supe que había de morir.» Después de esto añadió  una cosa de mayor ánimo y prudencia, diciendo: «Para esto le crié.» Todos  nacemos para esto, y cualquiera que viene a la vida está destinado a la  muerte. Regocijémonos, pues, todos con lo que nos da, y volvámoslo cuando  nos lo piden. Los hados comprenderán a unos en un tiempo y a otros en  otro, pero a nadie dejarán libre. Esté prevenido el ánimo y no tema; antes  espere lo que es forzoso. ¿Para qué te he de referir muchos capitanes y  toda su generación, y otros varones insignes por sus muchos consulados y  triunfos que han acabado con inexorable suerte? Reinos enteros con sus  reyes, y pueblos con sus ciudadanos, pasaron su hado. Todos y todas las  cosas esperan el último día, aunque el fin de todas no es el mismo. A uno  desampara la vida en el medio curso, a otro en la misma entrada, a otro  fatigado en extrema esclavitud y deseoso de salir de ella apenas le deja.  Unos vamos en un tiempo y otros en otro, pero todos caminamos a un lugar.  No te sabré decir si es mayor necedad ignorar la ley de la mortalidad, o  mayor desvergüenza rehusarla. Ven acá, torna en tus manos aquellas obras  que están celebradas con mucho trabajo de tu ingenio; los versos, digo, de  los dos autores que de tal manera tradujiste, que aunque no les quedó su  composición les ha quedado su gracia; porque de tal suerte los pasaste de  una lengua en otra, que (siendo cosa tan dificultosa) te siguieron en la  ajena todas las virtudes. No hallarás en todos aquellos escritos libro  alguno que deje de darte muchos y variados ejemplos de la humana variedad  y de los inciertos sucesos y vanas lágrimas que, ya por esta, ya por  aquella causa, se derraman. Lee lo que con gallardo espíritu en grandes  cosas entonaste, y tendrás vergüenza de que con brevedad se haya de acabar  y caer de tan grande altura de estilo. No hagas de modo que los que poco  ha se admiraban de tus escritos pregunten: ¿cómo es posible que un ánimo  tan frágil haya concebido cosas tan grandes y tan sólidas? Pasa la vista  de estas cosas que te atormentan a las muchas que te consuelan, pon los  ojos en tan buenos hermanos, ponlos en tu mujer y en tu hijo. Por la salud  de todos éstos se convino contigo la fortuna con esta porción: muchos te  quedan con que aquietarte.

Capítulo XXXI

Líbrate de esta nota, porque no entiendan todos que tiene en ti mayor  fuerza un dolor que tantos consuelos. Ya ves que todos éstos están heridos  juntamente contigo, y que no pueden aliviarse, y que antes esperan que tú  los consueles; y así, cuanto menos hay en ellos de doctrina y de ingenio,  tanto más es necesario que tú resistas al común mal. Parte de consuelo es  dividir el dolor entre muchos, porque con esto será pequeña la parte que  en ti haga asiento. No dejaré de traerte muchas veces a la memoria a  César, porque gobernando el orbe y mostrando cuán más seguramente se  guarda el Imperio con beneficios que con armas, y presidiendo él a las  cosas humanas, no hay peligro de que sientas haber hecho pérdida alguna.  Éste sólo te es suficiente amparo y consuelo. Esfuérzate, y todas las  veces que las lágrimas se te vinieren a los ojos, ponlos en César;  enjugaranse con la vista de aquella grande y clarísima majestad. Su  resplandor los atraerá a que no puedan mirar a otra cosa, y los detendrá  fijados en él. En éste, en quien pones tú la vista de día y de noche y  nunca apartas de tu ánimo, has de poner el pensamiento, llamándole contra  la fortuna; y no dudo, según es su mansedumbre y liberalidad para con  todos sus allegados, que habrá ya curado esta tu herida con muchos  consuelos, y que te habrá dado alguno que haya puesto estanco a tu dolor.  ¿Cómo no ha de haberlo hecho? ¿Por ventura el mismo César, mirado  solamente o imaginado, no te basta para gran consuelo? Los dioses y las  diosas lo prestan por muchos días a la Tierra. Exceda los hechos y los  años del divino Augusto; pero hagan de modo que el tiempo que fuere mortal  no vea en su casa cosa mortal, y que con larga fe apruebe a su hijo para  gobernador del Imperio romano, teniéndole antes por compañero que por  sucesor. Sea muy tardío, y en tiempo de nuestros nietos, el día en que su  gente le celebre en el cielo.

Capítulo XXXII

Aparta, oh fortuna, tus manos de este varón, y no muestres en él tu  potencia sino es por la parte que le has de ser provechosa. Permite que él  remedie al género humano, que ha mucho tiempo está enfermo y fatigado.  Permite que éste repare todo lo que la locura de su antecesor descompuso.  Resplandezca siempre esta estrella, que salió a dar luz al orbe cuando  estaba despeñado en el profundo y anegado en tinieblas. Pacifique éste a  Germania, abra el paso de Bretaña, y lleve juntos los triunfos de su padre  y los suyos. Su clemencia (que entre las demás virtudes suyas tiene el  primer lugar) promete que he de ser yo uno de los que los vean; porque no  me derribó de tal manera que deje de levantarme; antes debo decir que no  me derribó, sino que, estando impelido de la fortuna, me sostuvo; y  yéndome a despeñar, usando él de la moderación de mano divina, me depuso  suavemente. Intercedió por mí al Senado; y no sólo me dio la vida, sino  que la pidió. Determine en la forma que quisiere se juzgue mi causa, que  su justicia la aclarará por buena, o su clemencia hará que lo sea. Por  igual beneficio reconoceré el enterarse de que estoy inocente, o el  declarar que lo soy. En el ínterin, es gran consuelo de mis trabajos el  ver que anda esparcida por todo el orbe su clemencia; de la cual, cuando  del rincón donde estoy encerrado sacare a muchos a quien derribó la ruina  de los tiempos, no recelo me deje a mí solo. Él conoce la sazón en que  debe socorrer a cada uno, y yo procuraré que no se arrepienta de que  llegue a mí su favor. ¡Oh felicidad!, pues tu clemencia, César, hace que  los desterrados de tu tiempo tengan más quietud de la que en el imperio de  Cayo tuvieron los príncipes. No viven con temor ni esperanza de ver cada  hora el cuchillo, ni se atemorizan con la venida de cualquier bajel. En ti  conciben así el temperamento de la airada fortuna, como la esperanza de su  mejoría y la quietud de la presente. Ten por cierto que son justísimos  aquellos rayos que aun los heridos los veneran.

Capítulo XXXIII

O yo me engaño, o ese príncipe, que es consuelo de todos los hombres,  habrá recreado tu ánimo, aplicando remedios eficaces a tan fuerte herida,  y que de todas maneras te habrá alentado, y que con su tenacísima memoria  te habrá referido todos los ejemplos con que recobres la igualdad del  ánimo, y que con su acostumbrada elocuencia te ha representado los  preceptos de todos los sabios. Así que ninguno mejor que él podrá tomar a  su cargo el persuadirte. Las razones que por él fueren dichas tendrán  diferente peso, y como salidas de un oráculo deshará a su divina autoridad  la fuerza de tu dolor. Imagino que te dice: «No eres tú solo a quien la  fortuna ha cogido para hacerle tan grande injuria. Ninguna casa ha habido  ni hay sin algunas lágrimas. Dejaré los ejemplos vulgares, que aunque son  menores, son admirables. Quiero llevarte a los fastos y anales públicos.  ¿Ves todas estas imágenes que adornan el palacio de César? Ninguna de  ellas fue insigne sin alguna descomodidad de los suyos. Ninguno de estos  varones que resplandecieron para ornato de los siglos, dejó de ser  afligido con muertes de sus deudos, o su muerte causó aflicción de ánimo a  los suyos. ¿Para qué te he de referir a Escipión Africano, a quien llegó  la nueva muerte de su hermano estando en destierro? Éste, que le libró de  la cárcel, no le pudo librar del hado, siendo a todos manifiesto cuán  impaciente fue el amor de Africano, pues sin sufrir la común ley, el mismo  día que quitó a su hermano de las manos de los alguaciles se opuso, siendo  persona particular, a la autoridad del tribunal del pueblo. Éste, pues,  llevó la muerte de su hermano con el mismo valor con que le había  defendido. ¿Para qué te he de referir a Esmiliano Escipión, que vio casi  en un mismo tiempo el triunfo de su padre y el entierro de dos hermanos, y  con ser mancebo, y en edad pueril, sufrió aquella repentina calamidad de  su casa que cayó sobre el triunfo de Paulo, llevándola con tan grande  ánimo como convenía a un varón que había nacido para que ni faltase a Roma  un Escipión ni quedase en pie Cartago?»

Capítulo XXXIV

«¿Para qué te he de referir la concordia de los dos Lúculos rompida  con la muerte? ¿Para qué los Pompeyos, a quien aun no permitió la enojada  fortuna que acabasen de una misma caída? Vivió Sexto Pompeyo, quedando  viva su hermana, y con la muerte de ella se desataron los lazos de la paz  romana, que estaba bien unida. Asimismo volvió después de muerto su buen  hermano, a quien había levantado la fortuna para sólo derribarle de no  menor altura de la que había derribado a su padre. Y con todo eso, después  de estos sucesos, no sólo resistió al dolor, sino también a las guerras.  Innumerables ejemplos socorren de todas partes de hermanos a quien dividió  la muerte; antes apenas se han visto algunos pares que hayan llegado  juntos a la vejez. Pero quiero contentarme con los ejemplos de mi casa,  pues ninguno habrá tan falto de sentido y de entendimiento, que se queje  de que la fortuna le acarreó lágrimas, si considerare que no ha reservado  de ellas a César. El divo Augusto perdió a Octavia, su carísima hermana, y  no le eximió la naturaleza de la necesidad de llorar, y la que le crió  para el cielo no le privilegió en las lágrimas; antes estando afligido con  todo género de muertes, perdió también el hijo de su hermana que estaba  destinado para sucederle. Finalmente, para no contar todos sus llantos,  perdió yernos, hijos y nietos; y ninguno de los mortales, mientras vivió  entre los hombres, conoció más el serlo que él. Con todo eso, aquel su  pecho, capacísimo de todas las cosas, aunque comenzó tantos y tan grandes  lamentos, fue no sólo vencedor de las naciones, sino también de los  dolores. Cayo César, nieto del divo Augusto, mi abuelo, en los primeros  años de su mocedad, siendo príncipe de la juventud, perdió a su carísimo  hermano Lucio, que era asimismo príncipe de la juventud en la prevención  de la guerra pártica; siendo para él mayor esta herida del ánimo que la  que después recibió en el cuerpo, habiendo sufrido entrambos golpes con  virtud y fortaleza. César, mi tío, entre los abrazos y besos perdió a  Druso Germánico, mi padre, hermano menor suyo, cuando estaba abriendo lo  más cerrado de Alemania, sujetando al Imperio romano aquellas ferocísimas  gentes. Pero no sólo puso término a sus lágrimas, sino a las de los otros  y a todo el ejército, que no sólo estaba triste, sino atónito; y cuando  pedía para sí el cuerpo de su Druso, le redujo a que el llanto fuese  conforme a la costumbre romana, juzgando que no sólo convenía guardar la  disciplina en el militar, sino también en el llorar. No pudiera enfrenar  las lágrimas de los otros, si primero no hubiera reprimido las suyas.»

Capítulo XXXV

«Marco Antonio, mi abuelo, a nadie inferior, sino a aquel de quien  fue vencido, oyó la muerte de un hermano en la sazón que, adornado con la  potestad triunviral y sin reconocer cosa que le fuese superior, excepto  los dos compañeros, teniendo por inferiores a todos los demás, estaba  formando la república. (¡Oh desenfrenada fortuna, que de los humanos males  haces deleites para ti!) Al tiempo que Marco Antonio era árbitro de la  vida o muerte de sus ciudadanos, en ese mismo tiempo fue llevado un  hermana suyo al suplicio, y sufrió esta tan grave herida con la misma  grandeza de ánimo con que había sufrido otras adversidades, y sus llantos  fueron hacer las exequias a su hermano con la sangre de veinte legiones.  Pero dejando muchos ejemplos y callando en mí otros entierros, la fortuna  me ha acometido dos veces con muertes de dos hermanos, y entrambas ha  conocido que, aunque ha podido ofenderme, no ha podido vencerme. Perdí a  mi hermano Germánico, a quien amaba como podrá entender el que supiere  cómo se aman los buenos hermanos. Pero de tal modo gobernó los afectos,  que ni dejé de hacer cosa de las que deben hacer los buenos hermanos, ni  hice alguna que fuese reprensible en un príncipe.» Advierte, Polibio, que  el padre de todos es el que te ha referido estos ejemplos, y que él mismo  te ha mostrado que para la fortuna no hay cosa sagrada ni reservada, pues  se atrevió a sacar entierros de la familia de donde había de sacar dioses.  Así, que nadie se admire de lo que le ve hacer inicua y cruelmente.  ¿Podrá, por ventura, esperarse que tenga alguna piedad y modestia con las  casas particulares aquella cuya crueldad ensució con muertes los tálamos  imperiales? Aunque más injurias le digamos, no sólo con nuestras lenguas,  sino con las de todos, no por eso se muda; antes con las quejas y con los  ruegos se engríe. Esto ha sido la fortuna en las cosas humanas, y esto  será siempre. Ninguna cosa ha dejado intacta y ninguna dejará; irá siempre  más violenta en todas las cosas, atreviéndose, como lo tiene de costumbre,  a entrar con injuria en aquellas casas a que se entra por los templos,  vistiendo de luto las puertas laureadas.

Capítulo XXXVI

Esto sólo alcancemos de ella con votos y plegarias públicas: que si  no tiene hecha resolución de destruir el linaje humano, y si todavía mira  con ojos propicios el nombre romano, se complazca de tener a este príncipe  por sacrosanto, como todos los mortales le tienen, por ser dado para el  reparo de las cosas humanas, que tan caídas estaban. Aprende de este  piadosísimo príncipe la clemencia y la suavidad. Debes, pues, poner los  ojos en todos aquellos que están referidos, que o están ya en el cielo, o  cercanos a entrar en él; y con esto podrás sufrir con igualdad de ánimo  las injurias de la fortuna que alarga hacia ti sus manos, pues no las  aparta de aquellos por quien juramos. Debes imitar la firmeza de César en  sufrir y vencer los dolores, caminando (en cuanto es lícito a los hombres)  por las huellas divinas. Aunque hay en otras cosas gran diferencia de  dignidades, la virtud siempre está en medio, sin desdeñar a ninguno de los  que se juzgan dignos de ella. Irás bien si imitares a los que, pudiendo  indignarse de no verse exentos de este mal, no tuvieron por injuria, sino  por derecho de mortalidad, el ser iguales a los demás hombres, y llevaron  los sucesos no con demasiada aspereza y enojo, ni baja ni afeminadamente.  «El no sentir los males no es de hombres, y el no sufrirlos no es de  varones.» Habiendo referido todos los Césares a quien la fortuna quitó  hermanos y hermanas, no puedo pasar en silencio al que debiera ser  repelido del número de los Césares, por haberle criado la naturaleza para  acabamiento y afrenta del linaje humano; aquel que dejó el Imperio de todo  punto perdido para que le recrease la clemencia de nuestro piadosísimo  príncipe. Habiéndosele muerto a Cayo César su hermana Drusila, debiendo  por su muerte tener antes gozo que dolor, huyó de la vista y trato de sus  ciudadanos, y no se halló en las exequias de su hermana ni pagó las  obligaciones, antes se fue a su Albano. ¿Aligeró, por ventura, el dolor de  la acerbísima muerte asistiendo al tribunal, oyendo a los abogados, o con  otros negocios de este género? ¡Oh afrenta del Imperio, que en la muerte  de una hermana hayan sido los dados el consuelo de ánimo de un príncipe  romano! Este mismo Cayo con la loca inconstancia anduvo, ya con barba y  cabello descompuesto, ya midiendo sin concierto las costas de Italia y  Sicilia, sin jamás tenerse certeza si quería que su hermana fuese llorada  o venerada. Porque en la misma sazón que determinaba edificarle templos y  altares, castigó con cruelísima demostración a los que vio estaban poco  tristes. Porque con la misma destemplanza de ánimo sufría los golpes de  sucesos adversos, con que, levantado de los prósperos, se ensoberbecía  fuera del humano modo. Apartemos lejos de cualquier varón romano este  ejemplo de quien, o desechó de sí el llanto con intempestivos juegos, o le  despertó con la fealdad de trajes asquerosos y sucios, alegrándose con  ajenos males y con humanos consuelos. Tú no tienes que mudar en tu  costumbre, porque siempre te resolviste amar aquellos estudios que  levantan la felicidad con templanza y disminuyen las adversidades con  facilidad. Y estos estudios, junto con ser grande adorno de los hombres,  son asimismo grandes consuelos.

 Capítulo XXXVII

Engólfate, pues, en esta ocasión más hondamente en tus estudios;  cércate ahora con ellos, poniéndolos por defensa del ánimo. No halle el  dolor por parte alguna entrada en ti. Alarga asimismo la memoria de tu  hermano en alguna obra de tus escritos; porque en las cosas humanas sólo  ésta es a quien ninguna tempestad ofende y ninguna vejez consume. Todas  las demás, que consiste o en labores de piedras, o en fábricas de mármol,  o en túmulos de tierra levantados en grande altura, no durarán mucho  tiempo, porque están sujetas a la muerte. La memoria del ingenio es  inmortal; dale ésta a tu hermano, colocándole en ella; mejor es que con tu  duradero ingenio le eternices que no que con vano dolor le llores. En  cuanto toca a la fortuna, no está ahora para que pase ante ti su causa,  porque todo lo que nos dio nos es aborrecible con cualquier cosa que nos  quita. Trataráse esta causa cuando el tiempo te hiciere más desapasionado  juez de ella, y entonces podrás volver a estar en su amistad, porque tiene  prevenidas muchas cosas con que enmendar esta injuria y no pocas con que  recompensarla. Y, finalmente, todo lo que ella te quitó, te lo había dado.  No quieras, pues, usar contra ti de tu ingenio, ni ayudar con él a tu  dolor. Puede tu elocuencia calificar por grandes las cosas pequeñas, y  atenuar y abatir las mayores; pero estas fuerzas resérvalas para otra  ocasión, y ahora ocúpense todas en su consuelo. Atiende también a que no  parezca flaco este dolor, que aunque la naturaleza quiere haya alguno, es  mayor el que se toma por vanidad. Yo no te pediré que dejes de todo punto  las lágrimas, aunque hay algunos varones, de prudencia más dura que  fuerte, que afirman no ha de llorar el sabio. Parece que los que esto  dicen no han llegado a semejantes sucesos; que de otra manera, la fortuna  les hubiera despojado de esta arrogante sabiduría, forzándolos a confesar  la verdad contra su gusto. No hará poco la razón si cercenare al dolor lo  superfluo y superabundante; porque querer que de todo punto no se  consienta alguno, ni se puede esperar ni desear. Guardemos, pues, tal  temperamento que ni mostremos desamor ni locura, conservándonos en traje  de ánimo amoroso y no enojado. Corran las lágrimas, pero tenga fin la  corriente. Salgan gemidos de lo profundo del pecho, pero también tengan  límite. Gobierna tu ánimo de tal manera que te aprueben los sabios y tus  hermanos. Procura que frecuentemente te ocurra la memoria de tu hermano  para celebrarle en las conversaciones y para tenerle presente con la  continua recordación. Conseguiráslo si hicieres que su memoria te sea  agradable y no dolorosa, porque es cosa natural el huir siempre el ánimo  de aquello a que va con tristeza. Pon el pensamiento en su modestia; ponle  en la taza que para todas las cosas tenía; ponle en la industria con que  las ejecutaba y, finalmente, en la constancia de lo que prometía. Cuenta a  otros todos sus dichos, celebra sus hechos acordándote de ellos. Acuérdate  qué fue y lo que se esperaba había de ser; porque de tal hermano, ¿qué  cosa no se podía esperar con seguridad? Estas cosas he compuesto en la  forma que he podido con mi ánimo desusado y entorpecido en este tan  apartado sitio; y si pareciere que satisfacen poco a tu ingenio o que  remedian poco tu dolor, considera que no socorren con facilidad las  palabras latinas al que atruena la descompuesta y pesada vocería de  bárbaros.