Libro quinto:  De la brevedad de la vida

A Paulino

Capítulo I

La mayor parte de los hombres, oh Paulino, se queja de la naturaleza,  culpándola de que nos haya criado para edad tan corta, y que el espacio  que nos dio de vida corra tan veloz, que vienen a ser muy pocos aquellos a  quien no se les acaba en medio de las prevenciones para pasarla. Y no es  sola la turba del imprudente vulgo la que se lamenta de este opinado mal;  que también su afecto ha despertado quejas en los excelentes varones,  habiendo dado motivo a la ordinaria exclamación de los médicos, que siendo  corta la vida, es largo y difuso el arte. De esto también se originó la  querella (indigna de varón sabio) que Aristóteles dio, que siendo la edad  de algunos animales brutos tan larga, que en unos llega a cinco siglos y  en otros a diez, sea tan corta y limitada la del hombre, criado para cosas  tan superiores. El tiempo que tenemos no es corto; pero perdiendo mucho de  él, hacemos que lo sea, y la vida es suficientemente larga para ejecutar  en ella cosas grandes, si la empleáremos bien. Pero al que se le pasa en  ocio y en deleites, y no la ocupa en loables ejercicios, cuando le llega  el último trance, conocemos que se le fue, sin que él haya entendido que  caminaba. Lo cierto es que la vida que se nos dio no es breve, nosotros  hacemos que lo sea; y que no somos pobres, sino pródigos del tiempo;  sucediendo lo que a las grandes y reales riquezas, que si llegan a manos  de dueños poco cuerdos, se disipan en un instante; y al contrario, las  cortas y limitadas, entrando en poder de próvidos administradores, crecen  con el uso. Así nuestra edad tiene mucha latitud para los que usaren bien  de ella.

Capítulo II

¿Para qué nos quejamos de la naturaleza, pues ella se hubo con  nosotros benignamente? Larga es la vida, si la sabemos aprovechar. A uno  detiene la insaciable avaricia, a otro la cuidadosa diligencia de inútiles  trabajos; uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a  otro fatiga la ambición pendiente siempre de ajenos pareceres; a unos  lleva por diversas tierras y mares la despeñada codicia de mercancías, con  esperanzas de ganancia; a otros atormenta la militar inclinación, sin  jamás quedar advertidos con los ajenos peligros ni escarmentados con los  propios. Hay otros que en veneración no agradecida de superiores consumen  su edad en voluntaria servidumbre; a muchos detiene la emulación de ajena  fortuna, o el aborrecimiento de la propia; a otros trae una inconstante y  siempre descontenta liviandad, vacilando entre varios pareceres; y algunos  hay que no agradándose de ocupación alguna a que dirijan su carrera, los  hallan los hados marchitos, y voceando de tal manera, que no dudo ser  verdad lo que en forma de oráculo dijo el mayor de los poetas: pequeña  parte de vida es la que vivimos: porque lo demás es espacio, y no vida,  sino tiempo. Por todas partes los cercan apretantes vicios, sin dar lugar  a que se levanten jamás, y sin permitir que pongan los ojos en el rostro  de la verdad; y teniéndolos sumergidos y asídos en sus deseos, los  oprimen. Nunca se les da lugar a que vuelvan sobre sí, y si acaso tal vez  les llega alguna no esperada quietud, aun entonces andan fluctuando,  sucediéndoles lo que al mar, en quien después de pacificados los vientos  quedan alteradas las olas, sin que jamás les solicite el descanso a dejar  sus deseos. ¿Piensas que hablo de solos aquellos cuyos males son notorios?  Pon los ojos en los demás, a cuya felicidad se arriman muchos, y verás que  aun éstos se ahogan con sus propios bienes. ¿A cuántos son molestas sus  mismas riquezas? ¿A cuántos ha costado su sangre el vano deseo de ostentar  su elocuencia en todas ocasiones? ¿Cuántos con sus continuos deleites se  han puesto pálidos? ¿A cuántos no ha dejado un instante de libertad el  frecuente concurso de sus paniaguados? Pasa, pues, desde los más ínfimos a  los más empinados, y verás que éste ahoga, el otro asiste, aquél peligra,  éste defiende, y otro sentencia, consumiéndose los unos en los otros.  Pregunta la vida de estos cuyos nombres se celebran, y verás que te  conocen por las señales, que éste es reverenciador de aquél, aquél del  otro, y ninguno de sí. Con lo cual es ignorantísima la indignación de  algunos que se quejan del sobrecejo de los superiores cuando no los hallan  desocupados yendo a visitarlos. ¿Es posible que los que, sin tener  ocupación, no están jamás desocupados para sí mismos, han de tener  atrevimiento para condenar por soberbia lo que quizá es falta de tiempo?  El otro, séase el que se fuere, por lo menos tal vez, aunque con rostro  mesurado puso los ojos en ti, tal vez te oyó, y tal vez te admitió a su  lado, y tú jamás te has dignado de mirarte ni oírte.

Capítulo III

No hay para qué cargues a los otros estas obligaciones, pues cuando  fuiste a buscarlos, no fue tanto para estar con ellos, cuanto porque no  podías estar contigo. Aunque concurran en esto todos los ingenios que  resplandecieron en todas las edades, no acabarán de ponderar  suficientemente esta niebla de los humanos entendimientos. No consienten  que nadie les ocupe sus heredades; y por pequeña que sea la diferencia que  se ofrece en asentar los linderos, vienen a las piedras y las armas; y  tras eso, no sólo consienten que otros se les entren en su vida, sino que  ellos mismos introducen a los que han de ser poseedores de ella. Ninguno  hay que quiera repartir sus dineros, habiendo muchos que distribuyen su  vida: muéstranse miserables en guardar su patrimonio, y cuando se llega a  la pérdida de tiempo, son pródigos de aquello en que fuera justificada la  avaricia. Deseo llamar alguno de los ancianos, y pues tú lo eres, habiendo  llegado a lo último de la edad humana, teniendo cerca de cien años o más,  ven acá, llama a cuentas a tu edad. Dime, ¿cuánta parte de ella te  consumió el acreedor, cuánta el amigo, cuánta la República y cuánta tus  allegados, cuánta los disgustos con tu mujer, cuánta el castigo de los  esclavos, cuánta el apresurado paseo por la ciudad? Junta a esto las  enfermedades tomadas con tus manos, añade el tiempo que se pasó en  ociosidad, y hallarás que tienes muchos menos de los que cuentas. Trae a  la memoria si tuviste algún día firme determinación, y si le pasaste en  aquello para que le habías destinado. Qué uso tuviste de ti mismo, cuándo  estuvo en un ser el rostro, cuándo el ánimo sin temores; qué cosa hayas  hecho para ti en tan larga edad; cuántos hayan sido los que te han robado  la vida, sin entender tú lo que perdías; cuánto tiempo te han quitado el  vano dolor, la ignorante alegría, la hambrienta codicia y la entretenida  conversación: y viendo lo poco que a ti te has dejado de ti, juzgarás que  mueres malogrado.

Capítulo IV

¿Cuál, pues, es la causa de esto? El vivir como si hubiérades de  vivir para siempre, sin que vuestra fragilidad os despierte. No observáis  el tiempo que se os ha pasado, y así gastáis de él como de caudal colmado  y abundante, siendo contingente que el día que tenéis determinado para  alguna acción sea el último de vuestra vida. Teméis como mortales todas  las cosas, y como inmortales las deseáis. Oirás decir a muchos que en  llegando a cincuenta años se han de retirar a la quietud, y que el de  sesenta les jubilará de todos los oficios y cargos. Dime, cuando esto  propones, ¿qué seguridad tienes de más larga vida? ¿Quién te consentirá  ejecutar lo que dispones? ¿No te avergüenzas de reservarte para las sobras  de la vida, destinando a la virtud sólo aquel tiempo que para ninguna cosa  es de provecho? ¡Oh cuán tardía acción es comenzar la vida cuando se  quiere acabar! ¡Qué necio olvido de la mortalidad es diferir los santos  consejos hasta los cincuenta años, comenzando a vivir en edad a que son  pocos los que llegan! A muchos de los poderosos que ocupan grandes  puestos, oirás decir que codician la quietud, que la alaban y la prefieren  a todos los bienes; que desean (si con seguridad lo pudiesen hacer) bajar  de aquella altura; porque cuando falten males exteriores que les acometan  y combatan, la misma buena fortuna se cae de suyo.

Capítulo V

El divo Augusto, a quien los dioses concedieron más bienes que a otro  alguno, andaba siempre deseando la quietud, y pidiendo le descargasen del  peso de la república. Todas sus pláticas iban enderezadas a prevenir  descanso, y con este dulce aunque fingido consuelo de que algún día había  de vivir para sí, entretenía sus trabajos. En una carta que escribió al  Senado, en que prometía que su descanso no sería desnudándose de la  dignidad, ni desviándose de su antigua gloria, hallé estas palabras:  «Aunque estas cosas se pueden hacer con más gloria que prometerse; pero la  alegría de haber llegado al deseado tiempo, me ha puesto tan adelante, que  aunque hasta ahora me detiene el gusto de los buenos sucesos, me recreo y  recibo deleite con la dulzura de estas pláticas.» De tan grande  importancia juzgaba ser la quietud, que ya no podía conseguirla se  deleitaba en proponerla. Aquel que veía pender todas las cosas de su  voluntad, y el que hacía felices a todas las naciones; ese cuidaba gustoso  del día en que se había de desnudar de aquella grandeza. Conocía con  experiencia cuánto sudor le habían costado aquellos bienes, que en todas  partes resplandecen, y cuánta parte de encubiertas congojas encierran,  habiéndose hallado forzado a pelear primero con sus ciudadanos, después  con sus compañeros, y últimamente con sus deudos, en que derramando sangre  en mar y tierra, acosado por Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia, y  casi por todas las demás provincias del orbe, pasó a batallas externas los  ejércitos cansados de mortandad romana, mientras pacifica los Alpes, y  doma los enemigos mezclados en la paz y en el Imperio; y mientras ensancha  los términos pasándolos del Reno, Eúfrates y Danubio, se estaban afilando  contra él en la misma ciudad de Roma las espadas de Murena, de Scipión, de  Lépido y los Egnacios, y apenas había deshecho las asechanzas de éstos,  cuando su propia hija y muchos mancebos nobles, atraídos con el adulterio  como si fuera con juramento, ponían temor a su quebrantada vejez: después  de lo cual le quedaba una mujer a quien temer otra vez con Antonio.  Cortaba estas llagas, cortando los miembros, y al punto nacían otras; y  como en cuerpo cargado con mucha sangre, se alteraban siempre algunas  partes de él. Finalmente deseaba la quietud, y en la esperanza y  pensamiento de ella descansaban sus trabajos. Éste era el deseo de quien  podía hacer que todos consiguiesen los suyos. Marco Tulio Cicerón,  perseguido de los Catilinas, Clodios, Pompeyos y Crasos, los unos enemigos  manifiestos, y otros no seguros amigos; mientras arrimando el hombro tuvo  a la república que se iba a caer, padeció con ella tormentas; apartado  finalmente, y no quieto con los prósperos sucesos, y mal sufrido con los  adversos, abominó muchas veces de aquel su consulado tan sinfín, aunque no  sin causa alabado. ¡Qué lamentables palabras pone en una carta que  escribió a Ático después de vencido Pompeyo, y estando su hijo rehaciendo  en España las quebrantadas armas! «¿Pregúntasme (dice) qué hago aquí?  Estoyme en mi Tusculano medio libre.» Y añadiendo después otras razones,  en que lamenta la edad pasada, se queja de la presente y desconfía de la  venidera. Llamóse Cicerón medio libre, y verdaderamente no le convenía  tomar tan abatido apellido, pues el varón sabio no es medio libre, siempre  goza de entera y sólida libertad: y siendo suelto, y gozando de su  derecho, sobrepuja a los demás, no pudiendo haber quien tenga dominio en  aquel que tiene imperio sobre la fortuna.

Capítulo VI

Habiendo Livio Druso, hombre áspero y vehemente, removido las nuevas  leyes y los daños de Graco, estando acompañado de grande concurso de toda  Italia, no habiendo antevisto el fin de las cosas, que no podía ejecutar,  ni tenía libertad para retroceder en ellas, detestando su vida desde la  niñez inquieta, se cuenta que dijo que él solo era quien siendo muchacho  no había tenido un día de descanso. Atrevióse antes de salir de la edad  pupilar y de quitarse la ropa pretexta a favorecer con los jueces las  causas de los culpados, interponiendo su favor con tanta eficacia, que  consta haber violentado algunos pareceres. ¿Hasta dónde no había de llegar  tan anticipada ambición? Claro está que aquella tan acelerada audacia  había de parar en grande mal particular y público. Tarde, pues, se quejaba  de que no había tenido un día de quietud, habiendo sido sedicioso desde  niño y pesado a los Tribunales. Dúdase si se mató él mismo: porque cayó  habiendo recibido una repentina herida en la ingle; dudando alguno si en  él fue la muerte voluntaria o venida en sazón. Superfluo será el referir  muchos que siendo tenidos de los demás por dichosísimos, dieron ellos  mismos verdadero testimonio de sí; pero en estas quejas ni se enmendaron,  ni enmendaron a otros: porque al mismo tiempo que las publicaban con  palabras, volvían los afectos a su antigua costumbre. Lo cierto es que  aunque llegue nuestra vida a mil años, se reduce a ser muy corta. En cada  siglo se consumen todas las cosas, siendo forzoso que este espacio de  tiempo en que, aunque corre la naturaleza, la apresura la razón, se nos  huya con toda ligereza: porque ni impedimos ni detenemos el curso de la  cosa más veloz, antes consentimos se vaya como si no fuere necesaria y se  pudiese recuperar. En primer lugar pongo aquellos que jamás están  desocupados sino para el vino y Venus, porque éstos son los más torpemente  entretenidos; que los demás que pecan engañados con apariencia de gloria  vana, yerran con cubierta de bien. Ora me hables de los avarientos, ora de  los airados, ora de los guerreros, todos éstos pecan más varonilmente;  pero la mancha de los inclinados a sensualidad y deleites es torpe.  Examina los días de éstos, mira el tiempo que se les va en contar, en  acechar, en temer, en reverenciar, y cuánto tiempo les ocupan sus  conciertos y los ajenos, cuánto los convites (que ya vienen a tenerse por  oficio), y conocerás que ni sus males ni sus bienes los dejan respirar:  finalmente, es doctrina comúnmente recibida que ninguna acción de los  ocupados en estas cosas puede ser acertada, no la elocuencia ni las artes  liberales; porque el ánimo estrechado no es capaz de cosas grandes, antes  las desecha como holladas; y el hombre ocupado en ninguna cosa tiene menor  dominio que en su vida, por ser dificultosísima la ciencia de vivir.

Capítulo VII

De las demás artes dondequiera se encuentran muchos profesores, y  algunas hay que aun los muy niños las han aprendido de modo que las  pudieran enseñar; mas la de vivir, toda la vida se ha de ir estudiando, y  lo que más se debe ponderar es que toda ella se ha de gastar en aprender a  morir. Muchos grandes varones, habiendo dejado todos los embarazos,  renunciando las riquezas, oficios y entretenimientos, no se ocuparon en  otra cosa hasta el remate de su vida, sino en el arte de saber vivir: y  muchos de ellos murieron confesando que aún no habían llegado a  conseguirlo: ¿cómo, pues, lo sabrán los que no lo estudian? Créeme que es  de hombres grandes, y que sobrepujan a los humanos errores, no consentir  que se les usurpe un instante de tiempo, con lo cual viene a ser  larguísima su vida, porque todo lo que ella se extendió fue para ellos, no  consintiendo hubiese cosa ociosa y sin cultivar; no entregaron parte  alguna al ajeno dominio, porque no hallaron equivalente recompensa con que  permutar el tiempo; y así fueron vigilantísimos guardadores de él, con lo  cual les fue suficiente: al contrario, es forzoso les falte a los que el  pueblo ha quitado mucha parte de la vida. Y no entiendas que éstos dejan  de conocer que de aquella causa les procede este daño: a muchos de éstos,  a quien la grande felicidad apesga, oirás exclamar entre la caterva de sus  paniaguados, o en el despacho de los negocios, o en las demás honrosas  miserias, que no les es permitido vivir. ¿Qué maravilla que no se les  permita? Todos aquellos que se te allegan te apartan de ti. ¿Cuántos días  te quitó el preso, cuántos el pretendiente, cuántos la vieja cansada de  enterrar herederos, cuántos el que se fingió enfermo para despertar la  avaricia de los que codician su herencia, cuántos el amigo poderoso que te  tiene, no para amistad sino para ostentación? Haz (te ruego) un avanzo, y  cuenta los días de tu vida y verás cuán pocos y desechados han sido los  que has tenido para ti. El otro que llegó a conseguir el consulado que  tanto pretendió, desea dejarlo y dice: «¿Cuándo se acabará este año?»  Tiene el otro a su cargo las fiestas, habiendo hecho gran aprecio de que  le cayó por suerte la comisión, y dice: «¿Cuándo saldré de este cuidado?»  Escogen a uno para abogado entre todos los demás, y llénase el Tribunal de  gente para oírle, aun hasta donde no alcanza su voz, y dice: «¿Cuándo se  acabará de sentenciar este pleito?» Cada cual precipita su vida,  trabajando con el deseo de lo futuro y con el hastío de lo presente. Pero  aquel que aprovecha para sí todo su tiempo, y el que ordena todos sus días  para que le sean de vida, ni desea ni teme al día venidero: porque ¿qué  cosa le puede arrancar que le sea disgusto? Conocidas tiene con hartura  todas las cosas; en lo demás disponga la fortuna como quisiere, que ya la  vida de éste está en puerto seguro; podrásele añadir algo, pero quitar no;  sucediéndole lo que al estómago, que estando satisfecho, y no cargado,  admite algún manjar sin haberle apetecido.

Capítulo VIII

No juzgues, pues, que alguno ha vivido mucho tiempo por verle con  canas y con arrugas; que aunque ha estado mucho tiempo en el mundo, no ha  vivido mucho. ¿Dirás tú, por ventura, que navegó mucho aquel que habiendo  salido del puerto le trajo la cruel tempestad de una parte a otra, y  forzado de la furia de encontrados vientos, anduvo dando bordos en un  mismo paraje? Éste, aunque padeció mucho, no navegó mucho. Suélome admirar  cuando veo algunos que piden tiempo, y que los que lo han de dar se  muestran fáciles. Los unos y los otros ponen la mira en el negocio para  que se pide el tiempo, pero no la ponen en el mismo tiempo; y como si lo  que se pide y lo que se da fuera de poquísimo valor, se desprecia una cosa  tan digna de estimación. Engáñalos el ver que el tiempo no es cosa  corpórea, ni se deja comprender con la vista, y así le tienen por cosa  vilísima y de ningún valor. Algunos carísimos varones reciben gajes de  otros, y por ellos alquilan su trabajo, su cuidado y su diligencia; pero  del tiempo no hay quien haga aprecio: usan de él pródigamente, como de  cosa dada gratuitamente. Pon los ojos en los que esto hacen, y míralos  cuando están enfermos, y cuando se les acerca el peligro de la muerte y  temen el capital suplicio, y verás que dicen, tocando las rodillas de los  médicos, que están dispuestos a dar toda su hacienda por conservar la  vida: tan diversa es en ellos la discordia de los afectos. Y si como  podemos traer a cada uno a la memoria el número de los años que se le han  pasado, pudiésemos tener certeza de los que le quedan, ¡oh cómo temblarían  aquellos a quien les quedasen pocos, y cómo huirían de disiparlos! La  disposición de lo que es cierto, aunque sea poco, es fácil; pero conviene  guardar con mayor diligencia aquello que no sabes cuándo se te ha de  acabar. Y no pienses que ellos ignoran que el tiempo es cosa preciosa,  pues para encarecer el amor que tienen a los que aman mucho, les suelen  decir que están prontos a darles parte de sus años. Lo cierto es que, sin  entenderlo se los dan; pero danlos quitándoselos a sí mismo, sin que se  acrezcan a los otros; pero como ignoran lo que pierden, viéneles a ser más  tolerable la pérdida del no entendido daño. No hay quien pueda restituirte  los años, y ninguno te restituirá a ti mismo: la edad proseguirá el camino  que comenzó, sin volver atrás ni detenerse; no hará ruido ni te advertirá  de su velocidad; pasará con silencio; no se prorrogará por mandado de los  reyes ni por el favor del pueblo, correrá desde el primer día como se le  ordenó; en ninguna parte tomará posada ni se detendrá. ¿Qué se seguirá de  esto? Que mientras tú estás ocupado huye aprisa la vida, llegando la  muerte, para la cual, quieras o no quieras, es forzoso desocuparte.

Capítulo IX

¿Por ventura alguno (hablo de aquellos que se precian de prudentes),  viviendo con más cuidado, podrá conseguir el vivir con más descanso?  Disponen la vida haciendo cambios y recambios de ella, y extienden los  pensamientos a término largo, consintiendo la mayor pérdida de la vida en  la dilación: ella nos saca de las manos el primer día, ella nos quita las  cosas presentes, mientras nos está ofreciendo las futuras: siendo gran  estorbo para la vida la esperanza; que pende de lo que ha de suceder  mañana. Pierdes lo presente y, disponiendo de lo que está en las manos de  la fortuna, dejas lo que está en las tuyas. ¿A dónde pones la mira? ¿Hasta  dónde te extiendes? Todo lo que está por venir, es incierto. Vive desde  luego, y advierte que el mayor de los poetas, como inflamado de algún  divino oráculo, cantó aquel saludable verso: «El mejor día de la primera  edad es el primero que huye a los mortales.» ¿Cómo te detienes? (dice).  ¿Cómo tardas? El tiempo huye si no le ocupas; y aunque lo ocupes, huye; y  así, se ha de contrastar su celeridad con la presteza de aprovecharle,  cogiendo con prisa el agua como de arroyo rápido que en pasando la  corriente queda seco. También es muy a propósito para condenar los  pensamientos prolongados, que no llamó buena a la edad, sino al día.

Capítulo X

¿Cómo, pues, en tan apresurada huida del tiempo quieres tú con  seguridad y pereza extender en una larga continuación los meses y los  años, regulándolos a tu albedrío? Advierte que el poeta habló contigo  cuando habló del día, y del día que huye. No se debe, pues, dudar que huye  el primero buen día a los miserables y ocupados hombres, cuyos pueriles  ánimos oprime la vejez, llegando a ella desapercibidos y desarmados. No  hicieron prevenciones, y dieron de repente en sus manos, no echando de ver  que cada día se les iba acercando; sucediéndoles lo que a los caminantes,  que entretenidos en alguna conversación o alguna lectura, o algún interior  pensamiento, echan de ver que han llegado al lugar antes que entendiesen  estaban cerca. Así este continuo y apresurado viaje de la vida, en que  vamos a igual paso los dormidos y los despiertos, no lo conocen los  ocupados sino cuando se acabó.

Capítulo XI

Si hubiera de probar con ejemplos y argumentos lo que he propuesto,  ocurriéranme muchos con que hacer evidencia que la vida de los ocupados es  brevísima. Solía decir Fabiano (no de estos filósofos de cátedra, sino de  los verdaderos y antiguos) que contra las pasiones se había de pelear con  ímpetu y no con sutileza, ahuyentando el escuadrón de los afectos, no con  pequeños golpes, sino con fuertes encuentros; porque para deshacerle no  bastan ligeras escaramuzas, sino heridas que corren. Mas para  avergonzarlos de sus culpas, no basta condolernos de ellos; menester es  enseñarles. En tres tiempos se divide la vida: en presente, pasado y  futuro. De éstos, el presente es brevísimo, el futuro dudoso, el pasado  cierto; porque éste, que con ningún imperio puede volver atrás, y en él  perdió ya su derecho la fortuna, es el que no gozan los ocupados, por  faltarles tiempo para poner los ojos en lo pasado; y si tal vez le tienen,  es desabrida la memoria de las cosas pasadas, porque contra su voluntad  reducen al ánimo los tiempos mal empleados, sin tener osadía de acordarse  de ellos; porque los vicios que con algún halago de deleite presente se  iban entrando con disimulación, se manifiestan con la memoria de los  pasados. Ninguno otro, sino aquel que reguló sus acciones con el nivel de  la buena conciencia (que jamás se deja engañar culpablemente), hace con  gusto reflexión en la vida pasada; pero el que con ambición deseó muchas  cosas, el que las despreció con soberanía y las adquirió con violencia, el  que engañó con asechanzas, robó con avaricia y despreció con prodigalidad,  es forzoso tema a su misma memoria. Esta parte del tiempo pasado es una  cosa sagrada y delicada, libre ya de todos los humanos acontecimientos, y  exenta del imperio de la fortuna, sin que le aflijan pobreza o miedo, ni  el concurso de varias enfermedades. Ésta no puede inquietarse ni quitarse,  por ser su posesión perpetua y libre de recelos. El tiempo presente es  sólo de días singulares, y su presencia consiste en instantes. Pero los  días del tiempo pasado, siempre que se lo mandares, parecerán en tu  presencia, consintiendo ser detenidos para ser residenciados a tu  albedrío; si bien para este examen falta tiempo a los ocupados; que el  discurrir sobre toda la vida pasada, es dado solamente a los  entendimientos quietos y sosegados. Los ánimos de los entretenidos están  como debajo de yugo; no pueden mirarse ni volver la cabeza. Anegóse, pues,  su vida, y aunque le añadas lo que quisieres, no fue de más provecho que  lo es la nada, si no exceptuaron y reservaron alguna parte. De poca  importancia es el darles largo tiempo, si no hay en qué haga asiento y se  guarde; piérdeseles por los rotos y agujereados ánimos. El tiempo presente  es brevísimo, de tal manera, que algunos dicen que no le hay, porque  siempre está en veloz carrera; corre y precipítase, y antes deja de ser  que haya llegado, sin ser más capaz a detenerse que el orbe y las  estrellas, cuyo movimiento es sin descanso y sin pararse en algún lugar.  No gozan, pues, los ocupados más que del tiempo presente, el cual es tan  breve, que no se puede comprender, y aun éste se les huye estando ellos  distraídos en diversas cosas.

Capítulo XII

¿Quieres, finalmente, saber lo poco que viven? Pues mira lo mucho que  desean vivir. Mendigan los viejos decrépitos, a fuerza de votos, el  aumento de algunos pocos años. Fíngense de menos edad, y lisonjéanse con  la mentira; engáñanse con tanto gusto como si juntamente engañaran a los  hados. Pero cuando algún accidente les advierte la mortalidad, mueren como  atemorizados, no como los que salen de la vida, sino como excluidos de  ella. Dicen a voces que fueron ignorantes en no haber vivido, y que si  escapan de aquella enfermedad, han de vivir en descanso; conocen entonces  cuán en vano adquirieron los bienes que no han de gozar, y cuán perdido  fue todo afán. Pero ¿qué cosa estorba que la vida de los que la pasan  apartados de negocios no sea larga? Ninguna parte de ella se emplea en  diferente fin, nada se desperdicia, nada se da a la fortuna, nada con  negligencia se pierde, nada se disminuye con dádivas, nada hay  infructuoso; y para decirlo en una palabra, toda ella está dando réditos,  y así, por pequeña que sea, es suficiente. De que se seguirá que cada y  cuando que al varón sabio se llegare el último día, no se detendrá en ir a  la muerte con paso deliberado. ¿Preguntarásme, por ventura, a qué personas  llamo ocupadas? No pienses que hablo sólo de aquellos que para que  desocupen los tribunales es necesario soltar los perros, y que tienen por  honrosos los encontrones que les dan los que los siguen, y por afrentosos  los que reciben de los que no les acompañan, ni aquellos a quienes sus  oficios los sacan de sus casas para chocar con las puertas ajenas, ni  aquellos a quienes enriquece la vara del juez con infames ganancias, que  tal vez crían postema. El ocio de algunos está ocupado en su aldea o en su  cama; pero en medio de la soledad, aunque se apartaron de los demás, ellos  mismos se son molestos; y así de éstos no hemos de decir que tienen vida  descansada, sino ocupación ociosa.

Capítulo XIII

¿Llamarás tú desocupado al que gasta la mayor parte del día en  limpiar con cuidadosa solicitud los vasos de Corinto, estimados por la  locura de algunos, y en quitar el orín a las mohosas medallas? ¿Al que  sentado en el lugar de las luchas está mirando las pendencias de los  mozos? Porque ya (¡oh grave mal!) no sólo enfermamos con vicios romanos.  ¿Al que está apareando los rebaños de sus esclavos, dividiéndolos por  edades y colores, y al que banquetea a los que vencen en la lucha? ¿Por  qué llamas descansados a aquellos que pasan muchas horas con el barbero  mientras les corta el pelo que creció la noche pasada, y mientras se hace  la consulta sobre cualquiera cabello, y mientras las esparcidas guedejas  se vuelven a componer, o se compele a los desviados pelos que de una y  otra parte se junten para formar copete? Por cualquier descuido del  barbero se enojan como si fueran varones; enfurécense si se les cortó un  átomo de sus crines, o si quedó algún cabello fuera de orden, y si no  entraron todos en los rizos. ¿Cuál de éstos no quieres más que se  descomponga la paz de la república que la compostura de su cabello? ¿Cuál  no anda más solícito en el adorno de su cabeza que en la salud del  Imperio, preciándose más de lindo que de honesto? ¿A éstos llamas tú  desocupados, estando tan ocupados entre el peine y el espejo? ¿Pues qué  dirás de aquellos que trabajan en componer, oír y aprender tonos, mientras  con quiebras de necísima melodía violentan la voz que naturaleza les dio,  con un corriente claro, bueno y sin artificio? ¿Aquellos cuyos dedos  midiendo algún verso están siempre haciendo son? ¿Aquellos que llamados  para cosas graves y tristes se les oye una tácita música? Todos éstos no  tienen ocio, sino perezoso negocio. Tampoco pondré convites de éstos entre  los tiempos desocupados, viéndolos tan solícitos en componer los  aparadores, en aliñar las libreas de sus criados, que suspensos están en  cómo vendrá partido el jabalí por el cocinero, con qué presteza han de  acudir los pajes a cualquier seña, con cuánta destreza se han de trinchar  las aves en no feos pedazos, cuán curiosamente los infelices mozuelos  limpian la saliva de los borrachos. Con estas cosas se afecta granjear  fama de curiosos y espléndidos, siguiéndoles de tal modo sus vicios hasta  el fin de la vida, que ni beben ni comen sin ambición. Tampoco has de  contar entre los ociosos a los que se hacen llevar de una parte a otra en  silla o en litera, saliendo al encuentro a las horas del paseo, como si el  dejarle no les fuera lícito. Otro les advierte cuándo se han de lavar,  cuándo se han de bañar, cuándo han de cenar; y llega a tanto la enfermedad  de ánimo relajado y dejativo, que no pueden saber por sí si acaso tienen  hambre. Oí decir de uno de estos delicados (si es que se puede llamar  deleite ignorar la vida y costumbres de los hombres) que habiéndole sacado  de un baño en brazos, y sentádole en una silla, que dijo, preguntando, si  estaba sentado. ¿Piensas tú que este que ignora si está sentado, sabe si  vive, si ve y si está ocioso? No sé si me compadezca más de que lo  ignorase o de que fingiese ignorarlo. Muchas son las cosas que ignoran, y  muchas en las que imitan la ignorancia; deléitanles algunos vicios, y  teniéndolos por argumento de su felicidad, juzgan que es de hombres bajos  el saber lo que han de hacer. Dirás que los poetas han fingido muchas  cosas para zaherir las demasías. Pues créeme, que es mucho más lo que se  les pasa por alto, que lo que fingen; habiendo en este nuestro infeliz  siglo (para sólo esto ingenioso) pasado tan adelante la abundancia de  increíbles vicios, que podemos llegar a condenar la negligencia de las  sátiras, habiendo alguno tan muerto en sus deleites, que someta a juicio  ajeno el saber si está sentado o no.

Capítulo XIV

Éste, pues, no se debe llamar ocioso; otro nombre se le ha de poner:  enfermo está, o por ejemplo decir, muerto. Ocioso es el que conoce su  oficio; pero el que para entender sus acciones corporales necesita de  quien se las advierta, éste solamente es medio vivo. ¿Cómo tendrá dominio  en el tiempo? Sería prolijidad referir todos aquellos a quienes los dados,  el ajedrez, la pelota, o el cuidado de curtirse al sol, les consume la  vida. No son ociosos aquellos cuyos deleites los traen afanados, y nadie  duda que los que se ocupan en estudios de letras inútiles, de que ya entre  los romanos hay muchos, fatigándose no poco, obran nada. Enfermedad fue de  los griegos investigar qué número de remeros tuvo Ulises; si se escribió  primero la Iliada o la Odisea; si son entrambos libros de un mismo autor,  con otras impertinencias de esta calidad, que calladas, no ayudan a la  conciencia, y dichas, no dan opinión de más docto, sino de más enfadoso.  Advierte cómo se ha ido apoderando de los romanos la inútil curiosidad de  aprender lo no necesario. Estos días oí a un hombre sabio, que refería que  Druilo fue el primero que venció en batalla naval, que Curio Dentado el  primero que metió elefantes en el triunfo; aunque la noticia de estas  cosas no mira a la gloria verdadera, tocan sus ejemplos en materias  civiles; no siendo útil su conocimiento nos deleita con tira gustosa  vanidad. Perdonemos también a los que inquieren cuál fue el primero que  persuadió a los romanos a la navegación. Éste fue Claudio Candex, llamado  así porque los antiguos llamaban candex a la trabazón de muchas tablas, y  las tablas se llaman códices, y los navíos, que según la antigua costumbre  portean los bastimentos, se llaman caudicatas. Permítase asimismo saber  que Valerio Corvino fue el primero que sujetó a Mesina, y el primero que  de la familia de los Valerios se llamó Mesana, tomando el nombre de la  ciudad rendida, y que mudando el vulgo poco a poco las letras, se vino a  llamar Mesala. ¿Permitirás, por ventura, el averiguar si fue Lucio Sila el  primero que dio en el coso leones sueltos, habiendo sido costumbres hasta  entonces darlos atados? ¿Y que el rey Boco envió flecheros que los  matasen? Permítase también esto; pero ¿qué fruto tiene el saber que  Pompeyo fue el primero que metió en el Coliseo dieciocho elefantes que  peleasen en modo de batalla con los hombres delincuentes? El príncipe de  la ciudad, y el mejor de los príncipes, como publica la fama, siendo de  perfecta bondad, tuvo por fiestas dignas de memoria matar por nuevo modo  los hombres. ¿Pelean? Poco es. ¿Despedázanse? Poco es; queden oprimidos  con el grave peso de aquellos animales. Harto mejor fuera que semejantes  cosas se olvidaran, por que no hubiera después algún hombre poderoso que  aprendiera y envidiara tan inhumana vanidad.

Capítulo XV

¡Oh qué grande ceguera pone a los humanos entendimientos la grande  felicidad! Juzgó aquel que entonces se empinaba sobre la naturaleza,  cuando exponía tanta muchedumbre de miserables hombres a las bestias  nacidas debajo de otros climas, cuando levantaba guerras entre tan  desiguales animales; cuando derramaba mucha gente en la presencia del  pueblo romano, a quien poco después había de forzar a que derramara mucha,  y él mismo después, engañado por la maldad alejandrina, se entregó a la  muerte por mano de un vil esclavo, conociéndose entonces la vana jactancia  de su sobrenombre. Pero volviendo al punto de que me divertí, mostraré en  otra materia la inútil diligencia de algunos. Contaba este mismo sabio que  triunfando Metelo de los cartagineses, vencidos en Sicilia, fue solo entre  los romanos el que llevó delante del carro ciento veinte elefantes  cautivos. Que Sila fue el último de los romanos que extendió la ronda de  los muros, no habiendo sido costumbre de los antiguos alargarla cuando se  adquiría nuevo campo en la provincia, sino cuando se ganaba en Italia. El  saber esto es de más provecho que averiguar si el monte Aventino está  fuera de la ronda, como este mismo afirmaba, dando dos razones: o porque  la plebe se retiró a él, o porque consultando Remo en aquel lugar los  agüeros, no halló favorables las aves, diciendo otras innumerables cosas  que, o son fingidas, o semejantes a ficciones; porque aunque les concedas  escriban estas cosas con buena fe y con riesgo de su crédito, dime: ¿qué  culpas se enmendarán con esta doctrina? ¿Qué deseos enfrena? ¿A quién hace  más justo y más liberal? Solía decir nuestro Fabiano que dudaba si era  mejor no ocuparse en algunos estudios o embarazarse en éstos. Solos  aquellos gozan de quietud que se desocupan para admitir la sabiduría, y  solos ellos son los que viven; porque no sólo aprovechan su tiempo, sino  que le añaden todas las edades, haciendo propios suyos todos los años que  han pasado; porque si no somos ingratos, es forzoso confesar que aquellos  clarísimos inventores de las sagradas ciencias nacieron para nuestro bien  y encaminaron nuestra vida: con trabajo ajeno somos adiestrados al  conocimiento de cosas grandes, sacadas de las tinieblas a la luz. Ningún  siglo nos es prohibido, a todos somos admitidos; y si con la grandeza de  ánimo quisiéramos salir de los estrechos límites de la imbecilidad humana,  habrá mucho tiempo en que poder espaciarnos. Podremos disputar con  Sócrates, dificultar con Carnéades, aquietarnos con Epicuro, vencer con  los estoicos la inclinación humana, adelantarla con los cínicos, y andar  juntamente con la naturaleza en compañía de todas las edades. ¿Cómo, pues,  en este breve y caduco tránsito del tiempo no nos entregamos de todo  corazón en aquellas cosas que son inmensas y eternas y se comunican con  los mejores? Estos que andan pasando de un oficio en otro, inquietando a  sí y a los demás, cuando hayan llegado a lo último de su locura, y cuando  hayan visitado cada día los umbrales de todos los ministros, y cuando  hayan entrado por todas las puertas que hallaron abiertas, cuando hayan  ido por diferentes casas, haciendo sus interesadas visitas, a cuantos  podrán ver en tan inmensa ciudad, divertida en varios deseos; ¡qué de  ellos encontrarán, cuyo sueño, cuya lujuria o cuya descortesía los  desechen! ¡Cuántos que después de haberles tormentado con hacerles  esperar, se les escapen con una fingida prisa! ¡Cuántos que, por no salir  por los zaguanes, llenos de sus paniaguados, huirán por las secretas  puertas falsas, como si no fuera mayor inhumanidad engañar que despedir!  ¡Cuántos soñolientos y pesados con la embriaguez, contraída la noche antes  con un arrogante bocezo, abriendo apenas los labios, pagarán a los  miserables que perdieron su sueño por guardar el ajeno, las salutaciones  infinitas veces repetidas! Solos aquellos, podemos decir, están detenidos  en verdaderas ocupaciones, que se precian tener continuamente por amigos a  Zenón, a Pitágoras, a Demócrito, a Aristóteles y Teofrastro, y los demás  varones eminentes en las buenas ciencias. Ninguno de éstos estará ocupado,  ninguno dejará de enviar más dichoso, y más amador de sí, al que viniere a  comunicarlos; ninguno de ellos consentirá que los que comunicaren salgan  con las manos vacías. Éstos a todas horas de día y de noche se dejan  comunicar de todos; ninguno de ellos te forzará a la muerte, y todos ellos  te enseñarán a morir. Ninguno hollará tus años, antes te contribuirán de  los suyos. Ninguna conversación suya te será peligrosa; no será culpable  su amistad ni costosa su veneración.

Capítulo XVI

De su comunicación sacarás el fruto que quisieres, sin que por ellos  quede el que consigas más cuanto más sacares. ¡Qué felicidad y qué honrada  vejez espera al que se puso debajo de la protección de ésta! Tendrá con  quien deliberar de las materias grandes y pequeñas, a quien consultar cada  día en sus negocios, y de quien oír verdades sin injurias, y alabanzas sin  adulación, y una idea cuya semejanza imite. Solemos decir que no estuvo en  nuestra potestad elegir padres, habiéndonoslos dado la fortuna; con todo  eso, habiendo tantas familias de nobilísimos ingenios, nos viene a ser  lícito nacer a nuestro albedrío. Escoge a cuál de ellas quieres agregarte,  que no sólo serás adoptado en el apellido, sino para gozar aquellos bienes  que no se dan para guardarlos con malignidad y bajeza, siendo de calidad  que se aumentan más cuando se reparten en más. Estas cosas te abrirán el  camino para la eternidad, colocándote en aquella altura de la cual nadie  será derribado. Sólo este medio hay con que extender la mortalidad, o para  decirlo mejor, para convertirla en inmortalidad. Las honras y las  memorias, y todo lo demás, que o por sus decretos dispuso la ambición, o  levantó con fábricas, con mucha brevedad se deshace; no hay cosa que no  destruya la vejez larga, consumiendo con más prisa lo que ella misma  consagró. Sólo a la sabiduría es a quien no se puede hacer injuria; no la  podrá borrar la edad presente, ni la disminuirá la futura, antes la que  viene añadirá alguna parte de veneración; porque la envidia siempre hace  su morada en lo cercano, y con más sinceridad nos admiramos de lo más  remoto. Tiene, pues, la vida del sabio grande latitud, no la estrechan los  términos que a la de los demás; él sólo es libre de las leyes humanas;  sírvenle todas las edades como a Dios; comprende con la recordación el  tiempo pasado, aprovechándose del presente, y dispone el futuro; con lo  cual, la unión de todos los tiempos hace que sea larga su vida; siendo muy  corta y llena de congojas la de aquellos que se olvidan de lo pasado, no  cuidan de lo presente y temen lo futuro, y cuando llegan a sus  postrimerías, conocen tarde los desdichados que estuvieron ocupados mucho  tiempo en hacer lo que en sí es nada.

Capítulo XVII

Y no tengas por suficiente argumento para probar que tuvieron larga  vida, el haber algunas veces llamado a la muerte; atorméntalos su  imprudencia con inconstantes afectos, que incurriendo en lo mismo que  temen, desean muchas veces la muerte porque la temen. Tampoco es argumento  para juzgar larga la vida el quejarse de que son largos los días y que van  espaciosas las horas para llegar al tiempo señalado para el convite.  Porque si tal vez los dejan sus ocupaciones, se abrasan en el descanso,  sin saber cómo le desecharán o cómo lo aprovecharán; y así luego buscan  alguna ocupación, teniendo por pesado el tiempo que están sin ella;  sucediéndoles lo que a los que esperan el día destinado para los juegos  gladiatorios, o para otro algún espectáculo o fiesta, que desean pasen a  prisa los días intermedios, porque tienen por prolija la dilación que  retarda lo que esperan para llegar a aquel tiempo, que al que le ama es  breve y precipitado, haciéndose más breve por su culpa, porque sin tener  consistencia en los deseos, pasan de una cosa en otra. A éstos no son  largos, sino molestos los días; y al contrario, tienen por cortas las  noches los que las pasan entre los lascivos abrazos de sus amigos o en la  embriaguez, de que tuvo origen la locura de los poetas, que alentaron con  fábulas las culpas de los hombres fingiendo que Júpiter, enviciado en el  adulterio de Alcmena, había dado duplicadas horas a la noche. El hacer  autores de los vicios a los dioses, ¿qué otra cosa es sino animar a ellos,  y dar a la culpa una disculpable licencia con el ejemplo de la divinidad?  A éstos, que tan caras compran las noches, ¿podrán dejar de parecerles  cortísimas? Pierden el día esperando la noche, y la noche con el temor del  día; y aun sus mismos deleites son temerosos y desasosegados con varios  recelos, entrando en medio del gusto algún congojoso pensamiento de lo  poco que dura. De este afecto nació el llorar los reyes su poderío, y sin  que la grandeza de su fortuna los alegrase, les puso terror el fin que les  esperaba. Extendiendo el insolentísimo rey de los persas sus ejércitos por  largos espacios de tierras, sin poder comprender su número ni medida,  derramó lágrimas considerando que dentro de cien años no había de haber  vivo alguno de tan florida juventud, siendo el mismo que los llora el que  les había de apresurar la muerte; y habiendo de consumir en breve tiempo a  unos en tierra, y a otros en mar, a unos en batallas, a otros en huidas,  ponía el temor en el centésimo año.

Capítulo XVIII

Son, pues, sus gustos cargados de recelos, porque no estriban en  fundamentos sólidos, y así, con la misma vanidad que les dio principio se  deshacen. ¿Cuáles, pues, juzgarás son aquellos tiempos, aun por su misma  confesión miserables, pues aun los en que se levantan, sobrepujando el ser  de hombres, son poco serenos? Los mayores bienes son congojosos, y nunca  se ha de dar menos crédito a la fortuna que cuando se muestra favorable.  Para conservarnos en una buena dicha, necesitamos de otra y de hacer votos  para que duren los buenos sucesos; porque todo lo que viene de mano de la  fortuna es inestable, y lo que subió más alto está en mayor disposición de  caída, sin que cause deleite lo que amenaza ruina: y así es forzoso que no  sólo sea brevísima, sino miserable la vida de aquellos que con gran  trabajo adquieren lo que con mayor han de poseer. Consiguen con su sudor  lo que desean, y poseen con ansias lo que adquirieron con trabajo; y con  esto no cuidan del tiempo, que pasando una vez, jamás ha de volver. A las  antiguas ocupaciones sustituyen otras de nuevo; una esperanza despierta a  otra, y una ambición a otra ambición; no se busca el fin de los trabajos,  pero múdase la materia. Nuestras honras nos atormentan, pero más tiempo  nos consumen las ajenas; acábase el trabajo de nuestra pretensión, y  comenzamos el de las intercesiones. Dejamos la molestia de ser fiscales, y  conseguimos la de ser jueces; acabóse la judicatura, pasa a contador  mayor; envejeció siendo mercenario procurador de haciendas ajenas, y  hállase embarazado con la propia. Dejó a Mario la milicia, y ocupóle el  consulado. Solicita Quintio el huir de la dictadura, y sacaránle para ella  desde el arado. Irá Escipión a las guerras de África sin madura edad para  tan gran empresa; volverá vencedor de Aníbal y de Antíoco, será honor de  su consulado y fiador del de su hermano. Y si él no lo impidiere, le harán  igual a Júpiter; y a éste que era el amparo de la patria acosaran civiles  sediciones. Y al que supo en la juventud desechar los debidos honores, le  deleitará en la vejez la ambición de un pertinaz destierro. Nunca han de  faltar causas de cuidado, ora felices, ora infelices; con las ocupaciones  se cierra la puerta a la quietud, deseándose siempre sin llegar a  conseguirse.

Capítulo XIX

Desvíate, pues, oh clarísimo Paulino, del vulgo, y recógete a más  seguro puerto, y no sea como arrojado por la vejez. Acuérdate de los mares  que has navegado, las tormentas propias que has padecido y las que, siendo  públicas, has hecho tuyas. Suficientes muestras ha dado tu virtud en  inquietas y trabajosas ocasiones; experimenta ahora lo que hace en la  quietud. Justo es hayas dado a la República la mayor y mejor parte de la  edad; toma también para ti alguna parte de tu tiempo. Y no te llamo a  perezoso y holgazán descanso, ni para que sepultes tu buena inclinación en  sueño ni en deleites estimados del vulgo; que eso no es aquietarse.  Hallarás retirado y seguro ocupaciones más importantes de las que hasta  ahora has tenido. Administrando tú las rentas del Imperio con moderación  de ser ajenas, con la misma diligencia que si fueran propias y con la  rectitud de ser públicas, consigues amor de un oficio en que no es pequeña  hazaña evitar el odio. Pero créeme, que es más seguro el estar enterado de  la cuenta de su vida, que de las del pósito del trigo público. Reduce a ti  ese vigor de ánimo capacísimo de grandes cosas, y apártale de ese  ministerio que, aunque es magnífico, no es apto para vida perfecta; y  persuádete que tantos estudios como has tenido desde tu primera edad en  las ciencias, no fueron a fin de que se entregasen a tu cuidado tantos  millares de hanegas de trigo; de cosas mayores y más altas habías dado  esperanzas. No faltarán para esa ocupación hombres de escogida capacidad y  de cuidadosa diligencia. Para llevar cargas, más aptos son los tardos  jumentos que los nobles caballos, cuya generosa ligereza, ¿quién hay que  la oprima con paso grave? Piensa asimismo de cuánto fastidio sea el  exponerte a tan grande cuidado. Tu ocupación es como los estómagos  humanos, que ni admiten razón ni se mitigan con equidad, porque el pueblo  hambriento no se aquieta con ruegos. Pocos días después que murió Cayo  César (si es que en los difuntos hay algún sentido, llevando ásperamente  el haber muerto quedando el pueblo romano en pie y con bastimentos para  siete u ocho días, mientras jugando con las fuerzas del Imperio junta  puentes a las naves, llegó a los cercados el último de los males, que es  la falta de los bastimentos; y el querer imitar a un furioso rey  extranjero con infelicidad soberbia, le hubo de costar la pérdida y la  hambre, y lo que a ella se sigue, que es la ruina de todas las cosas. ¿Qué  pensamiento tendrían entonces aquellos a quien estaba encomendada la  provisión del trigo público, esperando recibir hierro, piedras, fuego y  espadas? Encerraban con suma disimulación, y no sin causa, en sus pechos  tantos encubiertos males, por haber muchas enfermedades que se han de  curar ignorándolas los enfermos, habiendo habido muchos a quien el conocer  su enfermedad fue causa de su muerte.

Capítulo XX

Recógete a estas cosas, más tranquilas, más seguras y mayores.  ¿Piensas que es igual ocupación cuidar que el trigo se eche en los  graneros, sin que la fraude o negligencia de los que le portean le hayan  maleado, atendiendo a que con la humedad no se dañe o escaliente, para que  responda al peso y medida?, ¿o el llegarte a estas cosas sagradas y  sublimes, habiendo de alcanzar con ellas la naturaleza de los dioses? ¿Y  qué deleite, qué estado, qué fortuna, qué suceso espera tu alma, y en qué  lugar nos ha de poner la naturaleza cuando estemos apartados de los  cuerpos? ¿Qué cosa sea la que sustenta todas las cosas pesadas del mundo,  levantando al fuego a lo alto, moviendo en su curso las estrellas, con  otras mil llenas de maravillas? ¿Quieres tú, dejando lo terreno, mirar con  el entendimiento éstas superiores? Ahora, pues, mientras la sangre está  caliente, los vigorosos han de caminar a lo mejor. En este género de vida  te espera mucha parte de las buenas ciencias, el amor y ejercicio de la  virtud, el olvido de los deleites, el arte de vivir y morir y, finalmente,  un soberano descanso. El estado de todos los ocupados es miserable; pero  el de aquellos que aún no son suyas las ocupaciones en que trabajan, es  miserabilísimo; duermen por sueño ajeno, andan con ajenos pasos, comen con  ajena gana; hasta el amar y aborrecer, que son acciones tan libres, lo  hacen mandados. Si éstos quisieren averiguar cuán breve es su vida,  consideren qué parte ha sido suya. Cuando vieres, pues, a los que van  pasando de una a otra judicatura, ganando opinión en los tribunales, no  les envidies; todo eso se adquiere para pérdida de la vida; y para que  sólo se cuente el año de su consulado, destruirán todos sus años. A muchos  desamparó la edad mientras trepando a la cumbre de la ambición luchaban  con los principios; a otros, después de haber arribado por mil  indignidades a las dignidades supremas, les llega un miserable desengaño  de que todo lo que han trabajado ha sido para el epitafio del sepulcro. A  otros desamparó la cansada vejez, mientras como juventud se dispone entre  graves y perversos intentos para nuevas esperanzas.

Capítulo XXI

Torpe es aquel a quien, estando en edad mayor, coge la muerte ocupado  en negocios de no conocidos litigantes, procurando las lisonjas del  ignorante vulgo; y torpe aquel que, antes cansado de vivir que de  trabajar, murió entre sus ocupaciones. Torpe el enfermo de quien, por  verle ocupado en sus cuentas, se ríe el ambicioso heredero. No puedo dejar  un ejemplo que me ocurre. Hubo un viejo, llamado Turanio, de puntual  diligencia; y habiéndole Cayo César jubilado en oficio de procurador sin  haberlo él pedido, por ser de más de noventa años, se mandó echar en la  cama y que su familia le llorase como a muerto. Lloraba, pues, toda la  casa el descanso de su viejo dueño, y no cesó la tristeza hasta que se le  restituyó aquel su trabajo: tanto se estima el morir en ocupación. Muchos  hay de esta opinión, durando en ellos más el deseo que la potencia: para  trabajar pelean con la imbecilidad de su cuerpo, sin condenar por pesada a  la vejez por otro algún título más de por que los aparta del trabajo. La  ley no compele al soldado en pasando de cincuenta años, ni llama al  senador en llegando a sesenta. Más dificultosamente alcanzan los hombres  de sí mismos el descanso que de la ley; y mientras que son llevados o  llevan a otros, y unos a otros se roban la quietud, haciendo los unos a  los otros alternadamente miserables, pasan una vida sin fruto, sin gusto y  sin ningún aprovechamiento del ánimo. Ninguno pone los ojos en la muerte;  todos alargan las esperanzas, y algunos disponen también lo que es para  después de la vida grandes máquinas de sepulcros, epitafios en obras  públicas, ambiciosas dotaciones para sus exequias. Ten por cierto que las  muertes de éstos se pueden reducir a hachas y cirios, como entierro de  niños.