Libro cuarto:  De la constancia del sabio y que en él no puede caer injuria

A Sereno

Capítulo I

No sin razón me atreveré a decir, oh amigo Sereno, que entre los  filósofos estoicos y los demás profesores de la sabiduría hay la  diferencia que entre los hombres y las mujeres; porque aunque los unos y  los otros tratan de lo concerniente a la comunicación y compañía de la  vida, los unos nacieron para imperar y los otros para obedecer. Los demás  sabios son como los médicos domésticos y caseros, que aplican a los  cuerpos medicamentos suaves y blandos, no curando como conviene, sino como  les es permitido. Los estoicos, habiendo entrado en varonil camino, no  cuidan de que parezca ameno a los que han de caminar por él, tratan sólo  de librarlos con toda presteza de los vicios, colocándolos en aquel alto  monte que de tal manera está encumbrado y seguro, que no sólo no alcanzan  a él las flechas de la fortuna, sino que aun les está superior. Los  caminos a que somos llamados son arduos y fragosos, que en los llanos no  hay cosa eminente; pero tras todo eso, no son tan despeñaderos como muchos  piensan. Solas las entradas son pedregosas y ásperas, y que parece están  sin senda, al modo que sucede a los que de lejos miran las montañas, que  se les representan ya quebradas y ya unidas, porque la distancia larga  engaña fácilmente la vista; pero en llegando más cerca, todo aquello que  el engaño de los ojos había juzgado por unido, se va poco a poco mostrando  dividido; y lo que desde lejos parecía despeñadero, se descubre en  llegando ser un apacible collado. Poco tiempo ha que hablando de Marco  Catón te indignaste (porque eres mal sufrido de maldades) de que el siglo  en que vivió no le hubiese llegado a conocer, y que habiéndose levantado  sobre los Césares y Pompeyos, le hubiesen puesto inferior a los Vatinios.  Parecíate cosa indigna que porque resistió una injusta ley le hubiesen  despojado de la garnacha en el tribunal, y que arrastrado por las manos de  la parcialidad sediciosa, hubiese sido llevado desde el lugar donde oraba  hasta el arco Fabiano, sufriendo malas razones, y ser escupido, con otras  mil contumelias de aquella loca y desenfrenada muchedumbre. Respondíte  entonces que más justo era dolerte de la República, que de una parte la  rendía Publio Clodio y de otra Vatinio y otros muchos ciudadanos, que  corrompidos con la ciega codicia, no conocían que mientras ellos vendían  la República, se vendían a sí mismos.

Capítulo II

Por lo que toca a Catón, te dije que no había para qué te congojases,  porque ningún sabio puede recibir injuria ni afrenta; y que los dioses nos  dieron a Catón por más cierto dechado de un varón sabio, que en los siglos  pasados a Ulises o Hércules: porque a éstos llamaron sabios nuestros  estoicos por haber sido invictos de los trabajos, despreciadores de los  deleites, y vencedores de todos peligros. Catón no llegó a manos con las  fieras, que el seguirlas es de agrestes cazadores, ni persiguió a los  monstruos con fuego o hierro, ni vivió en los tiempos en que se pudo creer  que se sostuvo el cielo sobre los hombros de un hombre: mas estando ya el  mundo en sazón, que desechada la antigua credulidad había llegado a entera  astucia, peleó con el soborno y con otros infinitos males; peleó con la  hambrienta y ambiciosa codicia de imperar que tenían aquéllos, a quien no  parecía suficiente el orbe dividido entre los tres; y sólo Catón estuvo  firme contra los vicios de la República, que iba degenerando y cayéndose  con su misma grandeza, y en cuanto fue en su mano, la sostuvo, hasta que  arrebatado y apartado se le entregó por compañero en la ruina, que mucho  tiempo había detenido, muriendo juntos él y la República, por no ser justo  se dividiesen; pues ni Catón vivió en muriendo la libertad, ni hubo  libertad en muriendo Catón. ¿Piensas tú que a tal varón pudo injuriar el  pueblo porque le quitó el gobierno y la garnacha, y porque cubrió de  saliva aquella sagrada cabeza? El sabio siempre está seguro, sin que la  injuria o la afrenta le puedan hacer ofensa.

Capítulo III

Paréceme que veo tu ánimo, y que, encendido en cólera, te aprestas a  dar voces, diciendo: «Estas cosas son las que desacreditan y quitan la  autoridad a vuestra doctrina: prometéis cosas grandes, y tales, que no  sólo no se pueden desear, pero ni aun creer. Decís por una parte con  razones magníficas que el sabio no puede ser pobre, y tras eso confesáis  que suele faltarle esclavo, casa y vestido. Decís que no puede estar loco,  y no negáis que puede estar enajenado, y hablar algunas razones poco  compuestas, y todo aquello a que la fuerza de la enfermedad le diere  audacia. Decís que el sabio no puede ser esclavo, y no negáis que puede  ser vendido, y que ha de obedecer a su amo haciendo todos los ministerios  serviles; con lo cual, levantando en alto el sobrecejo, venís a caer en lo  mismo que los demás, y sólo mudáis los nombres a las cosas. Lo mismo  sospecho que sucede en lo que decís, que el sabio no puede recibir injuria  ni afrenta; proposición hermosa y magnífica a las primeras apariencias.  Mucha diferencia hay en que el sabio no tenga indignación, a que no reciba  injuria. Si me decís que la sufrirá con gallardía de ánimo, eso no es cosa  particular, antes viene a ser muy vulgar, por ser paciencia que se aprende  con la continuación de recibir injurias. Pero si me decís que no puede  recibir injuria, y en esto pretendéis decir que nadie puede intentar  hacérsela, dígoos que dejando todos mis negocios me hago luego estoico.»  Yo no determiné adornar al sabio con honores imaginarios de palabras, sino  ponerle en tal lugar, donde ninguna injuria se permite. ¿Será esto por  ventura porque no hay quien provoque y tiente al sabio? En la naturaleza  no hay cosa tan sagrada a quien no acometa algún sacrilegio; pero no por  eso dejan de estar en gran altura las divinas, aunque hay quien sin haber  de hacer mella en ellas, acomete a ofender la grandeza superior a sus  fuerzas. Yo no llamo invulnerable a lo que se puede herir, sino a lo que  no se puede ofender. Daréte con un ejemplo a conocer al sabio. ¿Puédese  dudar de que las fuerzas no vencidas son más ciertas que las no  experimentadas, pues éstas son dudosas, y las acostumbradas a vencer  constituyen una indubitable firmeza? En esta misma forma juzga tú por de  mejor calidad al sabio a quien no ofende la injuria, que al que nunca se  le hizo. Yo llamaré varón fuerte aquel a quien no rinden las guerras, ni  le atemorizan las levantadas armas de su enemigo; y no daré este apellido  al que entre perezosos pueblos goza descansado ocio. El sabio es a quien  ningunas injurias ofenden; y así no importa que le tiren muchas flechas,  porque tiene impenetrable el pecho, al modo que hay muchas piedras cuya  dureza no se vence con el hierro; y el diamante ni puede cortarse, herirse  ni mellarse, antes rechaza todo lo que voluntariamente se le opone; y al  modo que hay algunas cosas que no se consumen con el fuego, antes  conservan su vigor y naturaleza en medio de las llamas; y al modo que los  altos escollos quebrantan la furia del mar, sin que en ellos se vean  indicios de la crueldad con que son azotados de las olas; de esta misma  suerte, el ánimo del varón sabio, estando firme y sólido, y prevenido de  sus fuerzas, estará seguro de las injurias como las cosas que hemos  referido.

Capítulo IV

¿Faltará por ventura alguno que intente hacer injuria al sabio?  -Intentarálo, pero no llegará a conseguirlo: porque le hallará con tal  distancia apartado del contacto de las cosas inferiores, que ninguna  fuerza dañosa podrá alcanzar hasta donde él está. Cuando los poderosos  levantados por su imperio, y los que están validos por el consentimiento  de los que se les humillan intentaren dañar al sabio, quedarán sus  acometimientos tan sin fuerza como aquellas cosas que con arco o ballesta  se tiran en alto, que aunque tal vez se pierden de vista, vuelven abajo  sin tocar en el cielo. ¿Piensas que aquel ignorante rey, que con la  muchedumbre de saetas oscureció el día, llegó con alguna a ofender al Sol,  o que habiendo echado muchas cadenas en el mar, pudo prender a Neptuno? De  la manera que las cosas divinas están exentas de las manos de los hombres,  sin que la divinidad reciba lesión de aquellos que ponen fuego a sus  templos, ni de los que forman sus simulacros: así todo lo que se intenta  contra el sabio, proterva, insolente y soberbiamente, se intenta en vano.  Dirás que mejor fuera que ninguno intentara hacerle ofensa: cosa  dificultosa pretendes en desear inocencia en el linaje humano. Mayor  interés fuera de los que quieren hacer injuria al sabio en no hacérsela,  que el que tiene el sabio en no recibirla; pero aunque se le haga, no la  puede padecer; antes juzgo que aquella sabiduría que entre las cosas que  la impugnan se muestra tranquila es la que tiene más fuerzas, al modo que  es indicio de que el emperador se halla poderoso en armas y soldados  cuando se juzga seguro en las tierras del enemigo. Separemos, si te  parece, amigo Sereno, la injuria de la afrenta. La primera es por su  naturaleza más grave, y esta segunda más ligera; y solos los delicados la  juzgan por pesada; y no siendo con ella damnificados, sino solamente  ofendidos, es tan grande el dejamiento y vanidad de los ánimos que son  muchos los que piensan no les puede suceder cosa más acerba. Hallarás  algún esclavo que quiera más ser azotado que abofeteado, y que juzgue por  más tolerable la muerte que las palabras injuriosas; porque hemos llegado  ya a tan grande ignorancia, que no nos sentimos tanto de dolor, cuanto de  su opinión; como los niños a quien ponen miedo la sombra, la deformidad de  las personas y las malas caras, y les hacen llorar los nombres  desapacibles a los oídos, y las amenazas de los dedos, y otras cosas de  que, como poco próvidos, huyen.

Capítulo V

El fin de la injuria es hacer algún mal; pero la sabiduría no le deja  lugar en que entre: porque para ella no hay otro mal si no es la torpeza,  la cual no tiene entrada donde una vez entraron la virtud y lo honesto:  según lo cual, es cosa cierta que no puede llegar la injuria al sabio;  porque el padecer algún mal es lo que se llama injuria, y el sabio no le  padece, es evidencia de que no tiene que ver con él la injuria; porque  toda injuria es una cierta disminución del sujeto en quien cae, no siendo  posible recibirla sin alguna pérdida, o en el cuerpo o en la dignidad, o  en alguna de las cosas que están fuera de nosotros; pero el sabio no puede  perder cosa alguna, porque las tiene todas depositadas en sí mismo, sin  haber entregado alguna a la fortuna, teniendo todos sus bienes en parte  firme, y contentándose con la virtud, que no necesita de las cosas  fortuitas; y así, ni puede crecer ni menguar, porque lo que ha llegado a  la cumbre no tiene a donde pasar, y la fortuna no quita sino lo que ella  dio; y como no dio la virtud, no puede quitarla: ésta es libre,  inviolable, firme, incontrastable, y de tal manera fortalecida contra los  sucesos, que no sólo no puede ser vencida, pero ni aun inclinada. Tiene  muy abiertos los ojos contra los aparatos de las cosas terribles y no hace  mudanza en el rostro, ora se lo pongan delante sucesos prósperos, ora  adversos. Y finalmente, el sabio jamás pierde aquello que le puede causar  sentimiento, porque sólo posee la virtud, de la cual no puede ser  desposeído, y de las demás cosas tiene una posesión precaria. ¿Quién,  pues, se lamenta con la pérdida de lo que es ajeno? Por lo cual si la  injuria no puede damnificar a las cosas que el sabio tiene por propios  porque están fortificadas con la virtud, no podrá hacerse injuria al  sabio. Tomó Demetrio Policertes la ciudad de Megara; y habiendo preguntado  a Stilpón filósofo qué pérdida había hecho, le respondió que ninguna,  porque tenía consigo todos sus bienes, no obstante que el enemigo le había  despojado de su patrimonio, robándole sus hijas, y violado su patria.  Disminuyóle con esta respuesta la victoria: porque habiendo perdido la  ciudad, no sólo no se tuvo por vencido, más antes dio a entender no estar  damnificado, mientras quedaban en su poder los verdaderos bienes de que no  se puede hacer presa; y los que le habían sido robados y disipados, los  tenía por adventicios y por sujetos a los antojos de la fortuna y por esta  razón no los amaba como propios: pues de todo lo que está de la parte de  afuera, es incierta y deslizadera la posesión. Juzga, pues, ahora si a  este sabio, a quien la guerra y el enemigo práctico en batir murallas no  pudieron quitar cosa alguna, si se la podrá quitar el ladrón, el  calumniador, el vecino poderoso o el rico, que por no tener hijos se hace  respetar como rey. Entre las espadas por todas partes relumbrantes, y  entre el tumulto militar para la presa, entre las llamas y la sangre,  entre las ruinas de una ciudad saqueada, y entre el fuego de los templos  que caían sobre sus dioses, sólo hubo paz en este hombre. Según esto, no  hay para que juzgues por atrevida mi proposición, pues si tuvieres de mí  poco crédito, te daré fiador. Y si te parece que en un hombre no puede  haber tanta parte de firmeza ni tal grandeza de ánimo, ¿qué dirás si te  pongo delante quien diga lo siguiente?

Capítulo VI

No hay por qué dudes de que hay hombre nacido que pueda levantarse  sobre las cosas humanas, mirando con tranquilidad los dolores, las  pérdidas, las llagas, las heridas y, finalmente, los grandes movimientos  que cercándole braman mientras él plácidamente sufre las cosas adversas y  con moderación las prósperas, sin rendirse con aquéllas ni desvanecerse  con éstas, siendo uno mismo entre tan diversos casos, y sin juzgar que hay  algo que sea suyo, si no es a sí mismo, y esto por la parte en que es  mejor. Aquí estoy para probarte esta verdad con este destruidor de tantas  ciudades. Podrán desmoronarse con la batería de las murallas, y caer de  repente con las secretas minas las altas torres; podrán subir los  baluartes de modo que se igualen a los más encumbrados alcáceres, pero  ningunas máquinas militares se hallarán para conmover un ánimo bien  fortalecido. «Libréme (dice) de las ruinas de mi casa, y huí por medio de  las llamas que de todas partes estaban relumbrando; y no sé si el suceso  que habrán tenido mis hijos será peor que el público. Yo, solo y viejo,  viéndome cercado de enemigos, digo que toda mi hacienda está en salvo,  porque tengo y poseo todo lo que de mí tuve; no tienes por qué juzgarme  vencido ni estimarte por vencedor; tu fortuna fue la que venció a la mía.  Yo ignoro dónde están aquellas cosas caducas que mudaron dueño; pero lo  que a mí me toca, conmigo está y estará siempre. En este caso perdieron  los ricos sus riquezas, los lascivos sus amores y las amigas amadas con  mucha costa la vergüenza. Los ambiciosos perdieron los tribunales y lonjas  y los demás lugares destinados para ejercer en público sus vicios. Los  logreros perdieron las escrituras en que la avaricia, fingidamente alegre,  tenía puesto el pensamiento; pero yo todo lo tengo libre y sin lesión. A  estos que lloran y se lamentan, y a los que por defender sus riquezas  oponen sus desnudos pechos a las desnudas espadas, y a los que, huyendo  del enemigo, llevan cargados los senos, puedes preguntar lo que  perdieron.» Ten, pues, por cosa cierta, amigo Sereno, que aquel varón  perfecto, lleno de todas las virtudes humanas y divinas, no perdió cosa  alguna, porque sus bienes estaban cercados de murallas firmes e  inexpugnables. No compares con ella los muros de Babilonia que allanó  Alejandro; no los castillos de Cartago y Numancia, ganados con un  ejército; no el Capitolio y su Alcázar, que todos ellos tienen las señales  de los enemigos; pero las que defienden al sabio están seguras del fuego y  de los asaltos, sin que haya portillo por donde entrar, porque son altas,  excelsas e iguales a los dioses.

Capítulo VII

No tendrás razón en decir lo que sueles, que este nuestro sabio no se  halla en parte alguna, porque nosotros no fingimos esta vana grandeza del  humano entendimiento, ni publicamos gran concepto de cosa falsa, sino como  lo formamos os lo damos y os lo daremos, si bien raramente y con grande  intervalo de los tiempos se halla, porque las cosas grandes que exceden el  vulgar y acostumbrado modo no nacen cada día. Antes recelo que este  nuestro Catón, que dio motivo a nuestra disputa, es superior a nuestro  ejemplo; y, finalmente, el que ofende ha de tener mayores fuerzas que el  que recibe la ofensa, pues si la maldad no puede ser más fuerte que la  virtud, claro está que no podrá ser ofendido el sabio: porque sólo son  malos los que intentan injuriar a los buenos, porque entre los justos  siempre hay paz, y no pudiendo ser ofendido sino el inferior y el malo, lo  es del bueno; y los buenos no pueden tener injuria si no es de los que no  lo son, claro es que el sabio no puede ser injuriado. Y no tengo que  advertirte de nuevo que no hay otro que sea bueno sino el sabio. Dirásme  que aunque Sócrates fue condenado injustamente, al fin recibió injuria.  Para esto conviene que sepamos que puede suceder que alguno me haga  injuria y que yo no la reciba, como si una persona, habiendo hurtado  alguna cosa de mi granja, me la pusiese en mi casa: este tal cometió  hurto, pero yo no perdí cosa alguna; así, puede uno ser dañador sin hacer  daño. Acuéstase un casado con su mujer juzgando que es ajena; éste será  adúltero sin que lo sea la mujer. Danle algún veneno que, mezclado con la  comida, perdió la fuerza; pero con darme el veneno, aunque no me dañó, se  hizo sujeto a la culpa; y no deja de ser ladrón aquel cuyo puñal quedó  frustrado con la ropa. Todas las maldades son perfectas cuanto a la culpa,  aunque no se consiga el efecto de la obra; pero hay algunas en tal modo  unidas, que no puede estar lo uno sin lo otro. Yo procuraré hacer evidente  lo que digo: puedo mover los pies sin correr, pero no puedo correr sin  moverlos; puedo estar en el agua sin nadar, pero no puedo nadar sin estar  en el agua. De esta calidad es lo que trato: si recibí la injuria, es  fuerza que se hiciese; pero no es fuerza que por haberse hecho la haya yo  recibido, porque pueden haberse ofrecido muchas cosas que hayan apartado  la injuria; y como algunos sucesos pueden detener la mano levantada y  apartar las saetas disparadas, si puede haber alguna cosa que repela  cualesquier injurias, deteniéndolas, de modo que aunque sean hechas no  sean recibidas. Demás de esto, la justicia no puede sufrir lo injusto, por  no ser compatibles dos contrarios, y la injuria no puede hacerse si no es  con justicia.

Capítulo VIII

No hay de que te admires cuando te digo que ninguno puede hacer  injuria al sabio, pues tampoco le puede nadie aprovechar, porque al que lo  es, ninguna cosa le falta que pueda recibir en lugar de dádiva, y el malo  no puede dar cosa alguna al sabio; porque para que pueda dar, ha menester  tener; y es cosa cierta que no tiene cosa de que el sabio pueda tener  gusto en recibirla; según lo cual, ninguno puede ofender ni beneficiar al  sabio; al modo que las cosas divinas ni desean ser ayudadas, ni pueden en  sí ser ofendidas. El sabio está muy próximo a los dioses, y excepto en la  mortalidad, es semejante a Dios; y el que camina y aspira a cosas  excelsas, reguladas con razón, intrépidas y que con igual y concorde curso  corren, y a las seguras y benignas, habiendo nacido para el bien público,  siendo saludable a sí y a los demás, este tal no deseará cosa humilde. Y  el que, estribando en la razón, pasare por los casos humanos con ánimo  divino, de ninguna cosa se lamentará. ¿Piensas que digo solamente que no  puedo recibir injuria de los hombres? Pues digo que ni aun de la fortuna,  la cual siempre que con la virtud tuvo encuentros salió inferior. Si  aquello de donde para amenazarnos no pueden pasar las airadas leyes o los  crueles dueños, y aquello donde se acaba y termina el imperio de la  fortuna lo recibimos con ánimo plácido, igual y alegre, conociendo que la  muerte no es mal, conoceremos por la misma razón que tampoco es injuria; y  con eso llevaremos con más facilidad todas las demás cosas, los daños, los  dolores, las afrentas, los destierros, las faltas de los padres y las  heridas; todas las cuales cosas, aunque cerquen al sabio, no le anegan, ni  todos sus acometimientos le entristecen. Y si con moderación sufre las  injurias de la fortuna, ¿con cuánta mayor sufrirá las de los hombres  poderosos, sabiendo que son las manos con que ella obra?

Capítulo IX

Finalmente, el sabio sufre todas las cosas, al modo que pasa el  invierno, el rigor y la destemplanza del cielo, y como los calores y  enfermedades y las demás cosas que penden de la suerte; y no juzga de  cualquiera que lo que hace lo guía por consejo, que éste sólo se halla en  el sabio, que en los demás no hay consejos, sino engaños, asechanzas y  movimientos pálidos del ánimo, atribuyéndolo todo a los casos. Porque todo  lo que es casual y fortuito, si se enfurece y altera, es fuera de  nosotros. ¿Y piensas también que aquellos por quien se nos dispone algún  peligro tienen ancha materia a las injurias, ya con testigos supuestos, ya  con falsas acusaciones, ya irritando contra nosotros los movimientos de  los poderosos, con otros mil latrocinios que pasan aun entre los de ropas  largas, teniendo también por injuria si se les quita su ganancia o el  premio mucho tiempo procurando, si les salió incierta la herencia  solicitada con grandes diligencias, quitándoseles la gracia de la casa que  les había de ser provechosa? Pues todo esto lo desprecia el sabio, porque  no sabe vivir en esperanza o en miedo de lo temporal. Añade a esto que  ninguno recibe injuria sin alteración de ánimo: porque cuando la suerte se  perturba, y el varón levantado carece de perturbación por ser templado y  de alta y plácida quietud; y si la injuria tocara al sabio, conmoviérale e  inquietárale, siendo cierto que carece de la ira injusta que suele  despertar la apariencia de injuria, porque sabe no puede hacérsele; por lo  cual, hallándose firme y alegre y en continuo gozo, de tal manera no se  congoja con las ofensas de los hombres, que la misma injuria y aquello con  que ella quiso hacer experiencia del sabio tentando su virtud, se hallan  frustrados. Ruégoos que favorezcamos este intento y que le asistamos con  equidad de ánimo y oídos. Y no porque el sabio se exime de la injuria se  disminuye algún tanto vuestra desvergüenza o vuestros codiciosísimos  deseos, ni vuestra temeridad o soberbia; porque quedando en pie vuestros  vicios, queda en su ser esta libertad del sabio. No decimos que vosotros  no tenéis facultad de hacerle injuria, sino que él echa por alto todas las  injurias y que se defiende con paciencia y grandeza de ánimo. De esta  suerte vencieron muchos en las contiendas sagradas, fatigando con  perseverante paciencia las manos de los que los herían. De este mismo  género juzga tú la paciencia y sabiduría de aquellos que, con larga y fiel  costumbre, alcanzaron fortaleza para sufrir y para cansar cualesquier  enemigas fuerzas.

Capítulo X

Pues hemos tratado de la primera parte, pasemos a la segunda, en la  cual refutaremos la afrenta con algunas razones propias y con otras  comunes. La contumelia es menor que la injuria, y de ella nos podemos  quejar más que vengarla, y las leyes no la juzgan digna de castigo. La  humildad mueve este afecto del ánimo que se encoge por algún hecho o dicho  contumelioso. No me admitió hoy Fulano, habiendo admitido a otros, o no  escuchó mis razones, o en público se rió de ellas; no me llevó en el mejor  lugar, sino en el peor, con otros algunos sentimientos de esta calidad, a  los cuales no sé qué otro nombre poder dar sino quejillas de ánimo  mareado, en que siempre caen los delicados y dichosos; porque a los que  tienen mayores cuidados no les queda tiempo para reparar en semejantes  impertinencias. Los entendimientos que de su natural son flacos y  mujeriles y que con el demasiado ocio lozanean, como carecen de verdaderas  injurias, se alteran con éstas, cuya mayor parte consiste en la culpa de  quien las interpreta. Finalmente, el que se altera con el agravio hace  demostración que ni tiene cosa alguna de prudencia ni de confianza, y así  se juzga despreciado; y este remordimiento no sucede sin un cierto  abatimiento de ánimo, rendido y desmayado. El sabio, de ninguno puede ser  despreciado; porque, conociendo su grandeza, se persuade a que nadie tiene  autoridad de ofenderle; y no sólo vence éstas, que yo no llamo miserias,  sino molestias del ánimo, pero ni aun las siente. Hay otras cosas que  aunque no derriban al sabio, le hieren, como son los dolores del cuerpo,  la flaqueza, la pérdida de hijos y amigos y la calamidad de la patria  abrasada en guerras. No niego que el sabio siente estas cosas, porque no  le doy la dureza de las piedras o del hierro, pero tampoco fuera virtud  sufrirlas no sintiéndolas.

Capítulo XI

Pues ¿qué es lo que hace el sabio? Recibe algunos golpes, y en  recibiéndolos los rechaza, los sana y los reprime: mas estas cosas menores  no sólo no las siente, pero aun no se vale contra ellas de su acostumbrada  virtud habituada a sufrir, antes no repara en ellas, o las juzga por  dignas de risa. Demás de esto, como la mayor parte de las contumelias  hacen los insolentes y soberbios y los que se avienen mal con su  felicidad, viene a tener el sabio la sanidad y grandeza de ánimo con que  rechaza aquel hinchado afecto, siendo esta virtud tan hermosa que pasa por  todas las cosas de esta calidad como por vanas fantasías de sueños y como  por fantasmas nocturnos, que no tienen cosa alguna de sólido y verdadero;  y juntamente se persuade que todos los demás hombres le son tan  inferiores, que no han de tener osadía a despreciar las cosas superiores a  ellos. Esta palabra contumelia se deriva del desprecio; porque ninguno, si  no es el que desprecia, la hace, y ninguno desprecia al que tiene por  mayor y por mejor aunque haga algo de aquello que suelen hacer los  despreciadores. Suelen los niños dar golpes en la cara a sus padres, y  muchas veces desgreñan y arrancan los cabellos a sus madres, escúpenlas,  descúbrenlas en presencia de otros y dícenlas palabras libres, y a ninguna  acción de estas llamamos contumelia. ¿Cuál es la razón? Porque el que lo  hizo no pudo despreciar; y por esta misma causa nos deleita la licenciosa  urbanidad que los esclavos tienen para con sus dueños, cuya audacia y  dicacidad puede atreverse a los convidados cuando empezó en su señor;  porque al paso que cada uno de ellos es más abatido y ridículo, es de más  osada lengua; y para este efecto se suelen comprar muchachos ingeniosos  cuya libertad se perfeccione con maestros que les enseñen a decir injurias  pensadas; y nada de esto tenemos por afrenta, sino por agudezas.

Capítulo XII

Pues ¿qué mayor locura puede haber como el deleitarnos y ofendernos  de las mismas cosas, y el tener por afrenta lo que me dice mi amigo,  teniendo por bufonería lo que me dice el esclavo? El ánimo que nosotros  tenemos contra los niños, ese mismo tiene el sabio contra aquellos que,  aun después de pasada la juventud y habiendo llegado las canas, se están  en la puerilidad y niñez. ¿Han, por ventura, medrado algo éstos en quien  están arraigados los males del ánimo? Y si han crecido, ha sido en  errores, diferenciándose de los niños solamente en ser mayores y en la  forma de los cuerpos; que en lo demás no están menos vagos e inciertos,  apeteciendo el deleite sin elección y estando temerosos; y si se ven algún  tiempo quietos, no es por inclinación, sino por miedo. ¿Quién, pues, habrá  que diga hay diferencia entre ellos y los muchachos, mas de que toda la  codicia de éstos es en tener algunos dados y alguna moneda de vellón, y la  de otros es de oro, plata y ciudades? Los muchachos hacen también entre sí  sus magistrados, imitando la garnacha, las varas y los tribunales que los  hombres tienen; los muchachos hacen en las riberas formas de casas  juntadas de arena. Los hombres, como si emprendiesen alguna cosa grande,  se ocupan en levantar piedras, paredes y techos, que habiendo sido  inventados para defensa de los cuerpos, se convierten en peligro suyo;  iguales, pues, son a los muchachos, y si en algo se les adelantan en  algunas cosas mayores, todo al fin es error; y así, no sin causa el sabio  recibe las injurias de éstos como juegos, y tal vez los amonesta con el  mal y con la pena como a muchachos, no porque él haya recibido la injuria,  sino porque la hicieron ellos, y para que desistan de hacerla; al modo que  cuando los caballos rehúsan la carrera, les da el caballero con el azote,  y sin enojarse con ellos los castiga para que el dolor venza la rebeldía.  Con lo cual juntamente verás que está disuelto el argumento que se nos  pone, que el sabio no recibe injuria ni afrenta porque castiga a los que  se la hacen; porque esto no es vengarse, sino enmendarlos.

Capítulo XIII

¿Qué razón, pues, hay para que no creas que tiene esta firmeza de  ánimo el varón sabio, teniendo licencia de confesarla en otros, aunque no  sea precedida de la misma causa? ¿Qué médico se enoja con el frenético?  ¿Quién tiene por injurias las quejas de aquel a quien estando con la  fiebre se le deniega el agua? Advierte que el sabio tiene el mismo oficio  con todos que el médico con sus enfermos, sin que éste se desdeñe de tocar  las obscenidades, ni mirar los excrementos, cuando de ello necesita el  enfermo, y sin que se enoje de escuchar las palabras ásperas de los que,  frenéticos, se enfurecen. Conoce el sabio que muchos de los que andan con  la toga y la púrpura, aunque tienen buen color y parece que están fuertes,  están malsanos; y así, los mira como a enfermos destemplados, y con esto  no se ensaña, aunque desvergonzadamente se atrevan a intentar con la  enfermedad alguna cosa contra el que los cura; y como hace poca estimación  de los honores que el enfermo le da, tampoco hace caudal de las acciones  contumeliosas: y como hace poco aprecio de que un mendigo le honre,  tampoco tiene por injuria si algún hombre de los de la ínfima plebe,  siendo saludado, no le pagó la cortesía; ni se estima en más porque muchos  ricos le estiman: porque conoce que en ninguna cosa se diferencian de los  mendigos, antes son más desdichados; porque los pobres necesitan de poco y  los ricos de mucho; y, finalmente, no se sentirá el sabio de que el rey de  los medos, o Atalo, rey de Asia, pase con silencio y con arrogante rostro  cuando él le saluda: porque conoce que el estado de los reyes no tiene  otra cosa de que se tenga envidia más que la que se tiene de aquel a  quien, en una gran familia, le cupo el cuidado de regir los enfermos y  enfrenar los locos. ¿Sentiréme yo, por ventura, si uno de los que en los  ejércitos están negociando y comprando malos esclavos, de que están llenas  sus tiendas, me dejó de saludar? Pienso que no me sentiré; porque ¿qué  cosa tiene buena aquel en cuyo poder no hay alguno que no sea malo? Luego  al modo que el sabio desprecia la cortesía o descortesía de éste,  desestimará la del rey que tiene en su servicio esclavos partos, medos y  bactrianos; pero de tal manera que los enfrena con miedo, sin atreverse  jamás a aflojar el arco por ser malos y venales y que desean mudar de  dueño. El sabio con ninguna injuria de éstos se altera; porque aunque  ellos son entre sí diferentes, él los juzga iguales por serlo en la  ignorancia: porque si una vez se abatiese tanto que se alterase con la  injuria o contumelia, jamás podría tener seguridad, siendo ésta el  principal caudal de un sabio, el cual nunca cometerá tal error, que  vengándose de la injuria, venga a dar honor al que la hizo; siendo  consecuencia necesaria el recibirse con alegría el honor de aquel de quien  se sufre molestamente el agravio.

Capítulo XIV

Hay hombres tan mentecatos que juzgan pueden recibir afrenta de una  mujer. ¿Qué importa que ella sea rica, que tenga muchos litereros, que  traiga costosas arracadas, que ande en ancha y costosa silla, pues con  todo esto es un animal imprudente, y si no se le arrima alguna ciencia y  mucha erudición es una fiera que no sabe enfrenar sus deseos? Hay algunos  que llevan impacientemente el ser impelidos de los criados guedejudos que  los acompañan, y tienen por afrenta el hallar dificultad en los porteros y  soberbia en el que cuida de las visitas o sobrecejo en el camarero. ¡Oh,  cómo conviene despertar la risa en estas ocasiones!, ¡y cómo se debe  henchir de deleite el ánimo cuando en su quietud contempla los errores  ajenos! ¿Pues qué se ha de hacer? ¿No ha de llegar el sabio a las puertas  guardadas por un áspero y desabrido portero? Si le obligare algún caso de  necesidad, podrá experimentar el llegar a ellas, amansando primero con  algún regalo al que las guarda como perro mordedor, sin reparar en hacer  algún gasto, para que le dejen llegar a los umbrales; y considerando que  hay muchos puentes donde se paga el tránsito, no se indignará de pagar  algo, y perdonará al que tiene a su cargo esta cobranza, séase quien se  fuere, pues vende lo que está expuesto a venderse. De corto ánimo es el  que se muestra ufano porque habló con libertad al portero y porque le  rompió la vara y se entró al dueño y le pidió que lo mandase castigar. El  que porfía se hace competidor, y aunque venza ya se hizo igual. ¿Qué hará,  pues, el sabio cargado de golpes? Lo que hizo Catón cuando le hirieron en  la cara, que ni se enojó ni vengó la injuria, y tampoco la perdonó, porque  negó estar injuriado: mayor ánimo fue no reconocerla, de lo que fuera el  perdonarla. Y no nos detendremos mucho en esto: porque ¿quién hay que  ignore que de estas cosas que se tienen por buenas o por malas hace el  sabio diferente concepto que los demás? No pone los ojos en lo que los  hombres tienen por malo y desdichado; porque no camina por donde el  pueblo. Y al modo que las estrellas hacen su viaje contrario al mundo, así  el sabio camina contra la opinión de todos.

Capítulo XV

Dejad, pues, de preguntarme cómo el sabio no recibe injuria si le  hieren o le sacan los ojos; y que no recibe afrenta si le llevan por las  plazas, oyendo oprobios de la gente soez; y si le mandan que en los  convites reales coma debajo de la mesa con los esclavos de más bajos  ministerios; y finalmente, si fuere forzado a sufrir cualquier otra  ignominia de las que aun sólo pensadas son molestas a cualquier ingenua  vergüenza. En la forma que éstas se aumentan, ora sea en número, ora en  grandeza, serán siempre de la misma naturaleza; con lo cual, si las  pequeñas no ofenden, tampoco han de ofender las grandes; y si no las  pocas, tampoco las muchas. De vuestra flaqueza sacáis conjeturas para el  ánimo grande; y cuando pensáis en lo poco que vosotros podéis sufrir,  ponéis poco más extendidos términos al sabio, a quien su propia virtud le  colocó en otros diferentes parajes del mundo, sin que tenga cosa que sea  común con vosotros; por lo cual no se anegará con la avenida de todas las  cosas ásperas y graves de sufrir, ni con las dignas de que de ellas huyan  el oído y la vista; y en la misma forma que resistirá a cada una de por  sí, resistirá a todas juntas. Mal discurre el que dice: esto es tolerable  al sabio, y esto es intolerable, y el que pone coto y límite a la grandeza  de su ánimo. Porque la fortuna nos vence, cuando de todo punto no la  vencemos. Y no te parezca que esto es una aspereza de la doctrina estoica,  pues Epicuro (a quien vosotros tenéis por patrón de vuestra flojedad, y de  quien decís que os enseña doctrina muelle y floja, encaminada a los  deleites) dijo que raras veces asiste la fortuna al sabio: razón poco  varonil. ¿Quieres tú decirlo con mayor valentía, y apartar de todo punto  la fortuna del sabio? Pues di: esta casa del sabio es angosta y sin  adorno, es sin ruido y sin aparato: no está su entrada defendida con  porteros, que con venal austeridad apartan la turba; pero por estos  umbrales desocupados, y no guardados de porteros, no entra la fortuna,  porque sabe no tiene lugar adonde conoce que no hay cosa que sea suya; y  si aun Epicuro, que tanto trató del regalo del cuerpo, tuvo brío contra  las injurias, ¿qué cosa ha de parecer entre nosotros increíble o puesta  fuera de la posibilidad de la humana naturaleza? Aquél dijo que las  injurias eran tolerables al sabio, y nosotros decimos que para el sabio no  hay injurias.

Capítulo XVI

Y no hay para qué me digas que esto repugna a la naturaleza; porque  nosotros no decimos que el ser azotado, el ser repelido y el carecer de  algún miembro no es descomodidad; pero negamos que estas cosas sean  injurias. No les quitamos el sentimiento del dolor, quitámosles el nombre  de injurias, que éste no tiene entrada donde queda ilesa la virtud. Veamos  cuál de los dos trata más verdad; entrambos convienen en el desprecio de  la injuria. Pregúntasme: siendo esto así, ¿qué diferencia hay entre ellos?  La que hay entre los fortísimos gladiadores, que unos sufriendo las  heridas están firmes, y otros volviendo los ojos al pueblo, que clama, dan  indicios de su poco valor; no mereciendo que por ellos se interceda. No  pienses que es cosa grande en lo que discordamos; sólo se trata de aquello  que es lo que sólo nos pertenece. Entrambos ejemplos nos enseñan a  despreciar las injurias y contumelias, a quien podemos llamar sombras y  apariencias de injurias; para cuyo desprecio no es necesario que el varón  sea sabio, basta que sea advertido, y que pueda hacer examen,  preguntándose si lo que le sucede es por culpa suya o sin ella; porque si  tiene culpa, no es agravio sino castigo; y si no la tiene, la vergüenza  queda en quien hace la injuria. ¿Qué cosa es ésta a que llamamos  contumelia? Que te burlaste de mi calva, de mis ojos, de mis piernas o mi  estatura. ¿Qué agravio es decirme lo que está manifiesto? De muchas cosas  que nos dicen delante de una persona nos reímos; y si nos la dicen delante  de muchas, nos indignamos, quitando la libertad a que otros nos digan lo  que nosotros mismos nos decimos muchas veces. Con los donaires moderados  nos entretenemos, y con los que no tienen moderación nos airamos.

Capítulo XVII

Refiere Crisipo que se indignó uno contra otro porque le llamó  carnero marino. Y en el Senado vimos llorar a Fido Cornelio, yerno de  Ovidio, porque Corvulo le llamó avestruz pelado: había tenido valor contra  otras malas razones que le infamaban las costumbres y la vida, y con ésta  es le cayeron feamente las lágrimas; tan grande es la flaqueza del ánimo  en apartándose de la razón. ¿Qué diremos de que nos damos por ofendidos si  alguno remeda nuestra habla y nuestros pasos o si declara algún vicio  nuestro en la lengua o en el cuerpo? Como si estos defectos se  manifestaran más con remedarlos otros, que con tenerlos nosotros. Muchos  oyen con sentimiento la vejez y las canas a que llegaron con deseos; otros  se ofendieron de que les notaron su pobreza, escondiéndola de los otros  cuando entre sí se lamentan de ella. Según lo cual, a los licenciosos que  con decir pesadumbres tratan de hacerse graciosos, se les quitará la  materia si tú, voluntaria y anticipadamente, te adelantares a decirte lo  que ellos te podrán decir: porque el que comienza a reírse de sí, no da  lugar a que otros lo hagan. Hay memoria de que Vatinio, hombre nacido para  risa y aborrecimiento, fue un truhán, donairoso y decidor, y solía él  decir mucho mal de sus pies, y de su garganta llena de lamparones, con lo  cual se libró de la fisga de sus émulos, aunque tenía más que  enfermedades; y entre otros, se escapó de los donaires de Cicerón. Si  aquél con la desvergüenza, y con los continuos oprobios con que se habituó  a no avergonzarse, pudo conseguirlo, ¿por qué no lo ha de alcanzar el que  con estudios nobles y con el adorno de la sabiduría hubiere llegado a  alguna perfección? Añade que es un cierto género de venganza quitar al que  quiso hacer la injuria el deleite de ella: suelen los que las hacen decir:  «Desdichado de mí, pienso que no lo entendió»; porque el fruto de la  injuria consiste en que se sienta y en la indignación del ofendido; y  demás de esto, no hayas miedo que falte otro igual que te vengue.

Capítulo XVIII

Entre los muchos vicios de que abundaba Cayo César, era  admirablemente notado en ser insigne en picar a todos con alguna nota,  siendo él materia tan dispuesta para la risa; porque era tal su pálida  fealdad, que daba indicios de locura, teniendo los torcidos ojos  escondidos debajo de la arrugada frente, con grande deformidad de una  cabeza calva destituida de cabellos, y una cerviz llena de cerdas, las  piernas muy flacas, con mala hechura de pies; y con todas estas faltas  sería proceder en infinito si quisiese contar las cosas en que fue  desvergonzado para sus padres y abuelos y para todos estados; referiré  sólo lo que fue causa de su muerte. Tenía por íntimo amigo a Asiático  Valerio, varón feroz y que apenas sabía sufrir ajenos agravios. A éste,  pues, le objetó en alta voz en un convite y una conversación pública, cuál  era su mujer en el acto venéreo. ¡Oh, santos dioses, que esto oiga un  varón! ¡Y que esto sepa un príncipe! ¡Y que llegase su licencia a tanto,  que no digo a un varón consular, no a un amigo, sino a cualquier marido,  se atreviese un príncipe a contar su adulterio y su fastidio! De Querea,  tribuno de los soldados, se decía que por ser el tono de la voz lánguido y  débil, se hacía sospechoso: a éste, siempre que pedía el nombre, se le  daba Cayo, unas veces el de Venus, y otras el de Príapo, notando de  afeminado al que manejaba las armas. Y esto lo decía andando él cargado de  galas y joyas, así en los vestidos como en el calzado. Forzóle con esto a  disponer con el hierro el no llegar más a pedirle el nombre. Éste fue el  primero que levantó la mano entre los conjurados; él le derribó de un  golpe la media cerviz, y luego llegaron infinitas espadas a vengar las  públicas y particulares injurias; pero el que primero mostró ser varón,  fue el que no se lo parecía. Y siendo Cayo tan amigo de decir injurias,  era impaciente en sufrirlas, juzgándolo todo por injuria. Enojóse con  Herenio Macro, porque saludándolo le llamó solamente Cayo. Y no se quedó  sin castigo un soldado aventajado porque le llamó Calígula: siendo éste el  nombre que se le solía llamar, por haber nacido en los ejércitos y ser  alumno en las legiones. Y él, que con este apellido se había hecho  familiar a los soldados, puesto ya en los coturnos de la grandeza, juzgaba  por oprobio y afrenta que le llamasen Calígula. Seános, pues, de consuelo  cuando nuestra mansedumbre dejare la venganza, que no faltará quien  castigue al desvergonzado, soberbio e injurioso: vicios que no se  ejercitan en solo uno ni en sola una afrenta. Pongamos los ojos en los  ejemplos de aquellos cuya paciencia alabamos, como fue Sócrates, que tomó  en buena parte los dicterios contra él esperados y publicados en las  comedias: y se rió de ellos, no menos que cuando su mujer Xantipa le roció  con agua sucia, e Iphicrates cuando se le objetó que su madre Tresa era  bárbara respondió que también la madre de los dioses era de Frigia.

Capítulo XIX

No hemos de venir a las manos, lejos hemos de sacar los pies,  despreciando todo aquello que los imprudentes hacen, porque tales cosas no  las pueden hacer sino los que lo son. Hemos de recibir con indiferencia  los honores y las afrentas del vulgo, sin alegrarnos con aquéllos ni  entristecernos con éstas: porque de esta suerte dejaremos de hacer muchas  cosas necesarias por el temor o fastidio de las injurias, y no acudiremos  a los públicos o particulares ministerios y tal vez a los importantes a la  salud, mientras nos congoja un afeminado temor de oír algo contra nuestro  ánimo. Y otras veces, estando airados contra los poderosos, descubriremos  este afecto con destemplada desenvoltura. Y si pensamos que es libertad el  no padecer algo, estamos engañados, que antes lo es el oponer el ánimo a  las injurias, y hacerse tal que espere de sí solo las cosas dignas de  gozo, apartando las exteriores por no pasar vida inquieta, temiendo la  fisga y las lenguas de todos. Porque ¿cuál persona hay que no pueda hacer  una afrenta, si la puede hacer cada uno? Pero el sabio y el amador de la  sabiduría usaran de diferentes remedios. A los imperfectos, y que todavía  se encaminan a los tribunales públicos, se les debe proponer que su vida  ha de ser siempre entre injurias y afrentas; los que las han esperado,  todas las cosas les parecen más tolerables. Cuanto más aventajado es uno  en nobleza, en fama y en hacienda, tanto con mayor valor se ha de mostrar,  trayendo a la memoria que las más esforzadas legiones toman la  avanguardia. Las afrentas, las malas palabras, las ignominias y los demás  denuestos súfralos como vocería de los enemigos, y como armas y piedras  remotas, que sin hacer herida hacen estruendo cerca de los morriones;  súfrelas sin mostrar flaqueza y sin perder el puesto, las unas como  heridas dadas en las armas y las otras en el pecho; y aunque te aprieten,  y con molesta violencia te compelan, es torpeza el rendirte: defiende,  pues, el puesto que te señaló la naturaleza. Y si me preguntas qué puesto  es éste, te responderé que el de varón. El sabio tiene otro socorro  diverso del vuestro, porque vosotros estáis en la pelea, y para él está ya  ganada la victoria; no hagáis repugnancia a vuestro bien, y mientras  llegáis al que es verdadero, alentad en vuestros ánimos esta esperanza, y  recibid con gusto lo que es mejor, y confesad con opinión y con deseos el  decir que en la república del linaje humano hay alguno invencible y en  quien no tiene imperio la fortuna.