Libro tercero:  De la tranquilidad del ánimo

A Sereno

Capítulo I

Haciendo de mí examen, en mí, oh amigo Sereno, se manifestaron unos  vicios tan descubiertos que casi se podían cortar con la mano, y otros más  escondidos y no continuados, sino que a ciertos intervalos volvían; y a  éstos los tengo por molestísimos, porque, como enemigos vagos, asaltan en  las ocasiones, sin dar lugar a estar prevenidos como en tiempo de guerra,  ni descuidados como en la paz. Hállome en estado (justo es confesarte la  verdad, como a médico) que ni me veo libre de estas culpas que temía y  aborrecía, ni me hallo de todo punto rendido a ellas. Véome en tal  disposición, que si no es la peor, es por lo menos lamentable y  fastidiosa. Ni estoy enfermo ni tengo salud, y no quiero que me digas que  los principios de todas las virtudes son tiernos, y que con el tiempo  cobran fuerza; porque no ignoro que aun las cosas en que se trabaja por la  estimación, como son las dignidades y la fama de elocuentes, con todo lo  demás que pende de parecer ajeno, se fortifica con el tiempo, y que así  las cosas que tienen verdaderas fuerzas como las que se dejan sobornar con  alguna vanidad, esperan a que poco a poco las dé color la duración. Tras  esto recelo que la misma costumbre que suele dar constancia a las cosas,  no me introduzca más en lo interior los vicios. La conversación larga, así  de bienes como de males, engendra amor. Cuál sea esta enfermedad del ánimo  perplejo en lo uno y en lo otro, sin ir con fortaleza a lo bueno ni a lo  malo, no lo podré mostrar tan bien diciéndolo junto, cuanto dividiéndolo  en partes. Diréte lo que a mí me sucede; tú puedes dar nombre a la  enfermedad. Estoy poseído de un grande amor a la templanza; así lo  confieso. Agrádame la cama no adornada con ambición; no me agrada la  vestidura sacada del cofre y prensada con mil tormentos que la fuercen a  hacer diferentes visos, sino la casera y común, en que ni hubo cuidado de  guardarla ni le ha de haber en ponerla. Agrádame el manjar que no costó  desvelo a mis criados, ni causó admiración a los convidados; y no me  agrada el prevenido de muchos días, ni el que pasó por muchas manos, sino  el ordinario y fácil de hallar, sin que en mi mesa se ponga cosa alguna de  las que el precio subido atrae, sino las que en cualquier lugar se hallan,  sin ser molestas a la hacienda y al cuerpo, y sin que sean tales y tantas  que hayan de salir por la parte por donde entraron. Agrádame el criado  poco culto y el tosco esclavo, y la pesada plata de mi rústico padre, sin  que en ella haya considerable hechura y sin que esté grabado el nombre del  artífice. Agrádame la mesa no celebrada por la variedad de colores, ni la  conocida en la ciudad por diferentes sucesiones de curiosos dueños, sino  aquella que baste para el uso, sin que el deleite ocupe ni la envidia  encienda los ojos de los convidados. Pero después de estar agradado de  estas cosas, me aprieta el ánimo el ver en otros gran cantidad de pajes y  esclavos relumbrantes con el oro de las libreas, más bizarras que las de  los míos. También me acongoja el entrar en una casa llena de riquezas y  adornada con artesones dorados; y apriétame el lisonjero pueblo que de  continuo corteja a los que disipan sus haciendas. ¿Qué diré de las fuentes  que, transparentes hasta lo hondo, se ven en los cenáculos? ¿Qué de los  manjares exquisitos dignos del teatro? Lo que puedo decir es que viniendo  yo de las remotas provincias de la frugalidad, me cercó con grande  esplendor la demasía, haciéndome por todas partes una dulce armonía, con  que titubeó algún tanto el escuadrón; pero contra él levanté con más  facilidad el ánimo que los ojos, y con esto me retiré, no peor, pero más  triste, no hallándome tan gustoso entre mis deslucidas alhajas, donde me  acometió un tácito remordimiento, dudando si eran mejores las más  costosas; y aunque ninguna de ellas me rindió, ninguna dejó de combatirme.  Agrádame seguir la fuerza de los preceptos, entrándome en medio de la  república; y aunque me da gusto ponerme las insignias y honores de juez,  no es por andar vestido de púrpura ni cercado de doradas varas, sino por  estar más dispuesto para el socorro de mis amigos y allegados y al de  todos los mortales. Puesto más cerca, sigo a Zenón, Cleantes y Crisipo,  ninguno de los cuales se arrimó a la república, aunque ninguno de ellos  dejó de encaminar a otros a ella; a la cual, cuando permito se acerque mi  ánimo no acostumbrado, si acaso ocurre alguna cosa indigna o poco  corriente (como es ordinario en la vida humana) o cuando las cosas a que  se debe poca estimación me piden mucho tiempo, luego me vuelvo al ocio; y  como es más veloz la carrera a los cansados ganados cuando tornan a su  casa, así a mi ánimo le agrada más el encerrar la vida entre las propias  paredes. Nadie, pues, me usurpe un solo día, ya que no pueda darme  recompensa equivalente a tal pérdida. El ánimo estribe en sí mismo,  estímese y no se embarace en ajenas cosas, ni haga aquellas en que pueda  intervenir el juez. Ame la tranquilidad que no se embaraza en cuidados  públicos ni particulares; mas donde la importante lección levantó el  espíritu, y donde los nobles ejemplos pusieron espuelas, luego se desea  acudir a los tribunales para ayudar a unos con la abogacía y a otros con  el favor; y aunque parezca que éste no haya de ser de provecho, se intente  que lo sea, para enfrenar la soberbia de quien sin razón se engríe por  verse próspero. Yo tengo por más acertado en los estudios poner los ojos  en la sustancia de las cosas, y que el lenguaje se acomode a ellas,  proporcionándoles las palabras, de modo que a la parte donde ellas nos  guiaren, siga la oración sin demasiado cuidado. ¿Qué necesidad hay de  adornar lo que no ha de durar muchos siglos? ¿Pretendes que los venideros  no te pasen en silencio? Advierte, pues, que naciste para la muerte, y que  el entierro con silencio tiene menos de molesto. Escribe alguna materia en  estilo sencillo, y sea para ocupar el tiempo en beneficio tuyo y no para  ostentación: menor trabajo hasta a los que escriben para el tiempo  presente. Cuando el espíritu se levanta de nuevo con la grandeza de algún  pensamiento, luego se hace altivo en las palabras; porque al modo que  aspira a cosas altas, procura hablar con altivez; y entonces, olvidado de  la ley del ajustado juicio, me dejo subir en alto, hablando con labios  ajenos. Y para no discurrir con singularidad en cada cosa, digo que en  todas me sigue esta enfermedad del entendimiento sano, y temo caer poco a  poco en ella, y lo que más cuidado me da es el estar siempre colgado, a  imitación del que va a caer, siendo esta indisposición mayor que la  solicitud que de curarla tengo. Porque a las cosas domésticas las miramos  amigablemente, siendo este favor perjudicial al juicio. Entiendo que  muchos llegarán a la sabiduría, a no persuadirse que ya la habían  conseguido, y si en sí mismos no hubieran disimulado muchas cosas, mirando  las de otros con ojos despabilados y atentos. No pienses que con la  adulación se destruyen solamente los negocios ajenos y no los propios.  ¿Quién hay que tenga valor para decirse la verdad a sí mismo? ¿Quién es el  que, metido entre la multitud de aduladores, no se lisonjeó? Suplícote que  si sabes algún remedio con que detener esta tormenta que padezco, me  juzgues digno de que te deba la tranquilidad. Bien sé que los movimientos  de mi ánimo no me son peligrosos, ni me acarrean cosas de inquietud; mas  para declararte con un verdadero símil aquello de que me lamento, te digo  que lo que me fatiga no es tempestad, sino fastidio. Líbrame, pues, de  esta indisposición, y socorre al que padece a vista de tierra.

Capítulo II

Cuando estoy en silencio conmigo solo, me pregunto a qué cosa me  parece semejante este afecto de ánimo, y con ningún ejemplo quedo más  propiamente advertido que con el de aquellos que, habiendo salido de  alguna grave y larga enfermedad, se ven todavía molestados de ligeros  accidentes, y aun después de haber de todo punto desechado las reliquias  de la indisposición, les inquietan sospechas, y estando ya sanos, dan el  pulso a los médicos, desacreditando cualquier calor que sienten. Los  cuerpos de estos no están enfermos, sino poco acostumbrados a la salud,  sucediéndoles lo que al mar y a las lagunas, que aun después de cesar las  tormentas y estar tranquilas y sosegadas, les quedan algunas mareas. Por  lo cual es necesario uses, no de aquellos duros preceptos que hemos ya  pasado, ni te resistas en algunas ocasiones, ni que en otras te hagas  eficaz instancia; basta lo último, que es el darte crédito a ti mismo,  persuadiéndote a que vas camino derecho, sin dejarte llevar por las  trasversales huellas de muchos que a cada paso van haciendo nuevos  discursos, y estando en el camino le yerran. Lo que deseas es una cosa  grande, alta y muy cercana a Dios, que es no mudarte. Los griegos llaman a  esta firmeza de ánimo estabilidad, de la cual Demetrio escribió un famoso  libro; y yo la llamo tranquilidad, porque ni tengo obligación de  imitarlos, ni de traducir las palabras a su estilo. La cosa de que se  trata se ha de significar con algún término, que tenga fuerza de la  palabra griega, aunque no tenga la misma cara. Lo que ahora preguntamos es  de qué modo estará siempre el ánimo con igualdad, y cómo caminará con  próspero curso, siéndose propicio y mirando sus cosas con tal alegría que  no se interrumpa, perseverando en un estado plácido, sin desvanecerse ni  abatirse. Esto es tranquilidad: busquemos, pues, el camino por donde  podemos llegar de todo punto a ella. Toma tú la parte que quisieres del  remedio público, y ante todas las cosas has de poner delante todo el  vicio, para que cada uno conozca lo que de él te toca; y con esto verás  cuánto menos embarazo tienes con el fastidio de ti mismo, que el que  tienen aquellos que, atados a ocupaciones honrosas y trabajando bajo el  yugo de magníficos títulos, los detiene en su simulación más la vergüenza  que la voluntad. En un mismo paraje están los molestados de liviandad como  los fatigados del fastidio y los que viven en continua mudanza de  intentos, agradándoles más los que dejaron, como los que hechos holgazanes  están voceando todo el día. Añade a éstos los que, imitando a los que  tienen dificultoso sueño, andan mudándose de un lado a otro, hasta que el  cansancio les acarrea la quietud, formando de tal modo el estado de su  vida, que paran últimamente, no en el que les puso el aborrecimiento de  mudanzas, sino en el que les acarreó la vejez, inhábil para nuevas  empresas. Añade también los que no desisten de ser livianos por dejar de  ser inconstantes, sino que por ser perezosos viven, no como desean, sino  como comenzaron. Innumerables son las calidades de las culpas; y uno solo  es el efecto del vicio, que es el de descontentarse de sí mismo. Y esto  nace de la destemplanza de ánimo, y de los cobardes o poco prósperos  deseos, que no se atreven a tanto como apetecen, o no lo consiguen; y  adelantándose en esperanzas, están siempre instables, accidente forzoso a  los que viven pendientes del querer ajeno. Pásaseles toda la vida en  industriarse a cosas poco honestas y muy dificultosas; y cuando su trabajo  queda sin premio, les atormenta la infructuosa indignidad, sin que el  arrepentimiento sea de haber pretendido lo malo, sino de que sus deseos  quedaron frustrados; y entonces se hallan poseídos del dolor que les causa  el arrepentimiento de lo comenzado y el que tienen de lo que han de  comenzar, entrando en ellos una inquietud de ánimo, que en ninguna cosa  halla salida, porque ni pueden sujetar a sus deseos, ni saben obedecerlos:  de que nace una irresolución de indeterminada vida, y un detenimiento de  ánimo entorpecido entre determinaciones; y estas cosas les son más  molestas cuando por odio de la trabajosa infelicidad se retiraron al ocio  y a los estudios quietos, que no los admite el ánimo levantado a negocios  civiles, ni el deseoso de trabajar, por ser de natural inquieto; y así,  cuando se ve careciendo del consuelo y deleites que le daban las  ocupaciones, no puede sufrir su casa, su soledad y el estar metido entre  paredes, doliéndose de verse dejado para sí solo: de que le nace el  fastidio y desagrado, y un desasosiego de ánimo poco firme. Cáusales la  vergüenza interiores tormentos, y los deseos que se ven encarcelados en  sitio estrecho y sin salida, se ahogan: de que resulta el entristecerse y  marchitarse, por estar contrastados de infinitas olas de la incierta  determinación que los aflige, en que les tienen suspensos las cosas  comenzadas, y tristes las lloradas. De aquí principalmente tiene origen el  afecto de aquellos que detestando su ocio se quejan en que les faltan  decentes ocupaciones; y de ello nace asimismo la envidia de los ajenos  acrecentamientos que se alimenta en la propia pereza; y así los que no  pudieron adelantarse desean la ruina de los otros. Y finalmente esta  aversión a las medras ajenas y la desesperación de las propias engendran  un ánimo airado contra la fortuna, y querelloso de los tiempos; y el que  se ve retirado en los rincones y reclinado en su misma pena, mientras  tiene cansancio de sí mismo, tiene también arrepentimiento. Porque el  ánimo es naturalmente activo e inclinado a movimientos, siéndole materia  agradable la que se le ofrece de levantarse y abstraerse; y esto es mucho  más en unos talentos pésimos, que voluntariamente se dejan consumir en las  ocupaciones. Diría yo que a éstos de quien se han apoderado los deseos  como llagas, teniendo por deleite el trabajo y fatiga, sucede lo que a  algunas heridas que apetecen las manos de quien han de recibir daño, y lo  que a la sarna del cuerpo, que se deleita con lo que la hace más penosa.  Porque muchas cosas con un cierto dolor dan gusto a nuestros cuerpos, como  es el mudarlos de una parte a otra, para refrescar el lado aún no cansado,  en la forma que Homero nos pintó a Aquiles, ya puesto boca abajo, ya  vuelto al cielo, mudándose en varias posturas, por ser muy propio de  enfermos no durar mucho en un estado, tomando por remedio las mudanzas. De  aquí nace el hacerse vagas peregrinaciones y el navegar remotos mares  haciendo, ya en el agua y ya en la tierra, experiencia de la enemiga  liviandad. Unas veces decimos que queremos ir a la provincia de Campania;  y cuando nos cansa lo deleitable, pasamos a los bosques Brucios y Lucanos;  y tras esto queremos que en la montaña se procure algún sitio de  recreación en que los lascivos ojos se eximan de la prolija inmundicia de  lugares hórridos; y para esto vamos a Taranto, y a su celebrado puerto y a  otros sitios de cielo más templado, para pasar el invierno en las casas  que fueron otro tiempo capaces y opulentas a su antigua población. Luego  decimos «Volvamos a la ciudad, porque ha muchos días que nuestras orejas  carecen del estruendo y aplauso, y tenemos gusto de ver en los  espectáculos derramar sangre humana, pasando de unas fiestas en otras.» Y  de este modo, como dijo Lucrecio, anda cada uno huyendo de sí: pero ¿de  qué le aprovecha, si nunca acaba de ejecutar la huida? Va siguiéndose a sí  mismo, con que le molesta un pesado compañero. Conviene, pues, que nos  desengañemos, confesando que la culpa no está en los lugares, sino en  nosotros, que somos flacos para sufrir mucho tiempo el trabajo o el  deleite, nuestras cosas o las ajenas. A muchos acarreó la muerte la  mudanza de intentos, recayendo en las mismas cosas sin dar lugar a la  novedad de que resultó causarles fastidio la vida y el mismo mundo,  diciendo con rabiosa queja: «¿Hasta cuándo han de ser unos mismos los  deleites?»

Capítulo III

Pregúntasme de qué remedio te has de valer contra este hastío. Y  según la opinión de Atenodoro, el mejor fuera ocuparte en las cosas  públicas, en su administración y en los oficios civiles. Porque al modo  que algunos hombres pasan los días curtiendo sus cuerpos al sol en  ocupaciones y ejercicios; y al modo que a los luchadores les es muy útil  el gastar mucho tiempo en fortalecer los brazos para el ministerio a que  se dedicaron, así a nosotros, que hemos de disponer los ánimos a la pelea  de los negocios civiles, nos es fuera de conveniencia asistir siempre en  la obra, porque con el intento de hacerse apto para ayudar a sus  ciudadanos y a todos, viene a un mismo tiempo a ejercitarse, y a ser  provechoso a otros, aquel que, puesto en medio de las ocupaciones,  administró conforme a su caudal las cosas particulares y las públicas.  Pero tras esto dice, que como en esta tan loca ambición de los hombres son  tantos los calumniadores que tuercen lo justo a la peor parte, viene a  estar poco segura la sencillez, siendo más lo que impide que lo que ayuda.  Conviene, pues, apartarnos de los tribunales y de los puestos públicos,  que el ánimo grande también tiene en los retiramientos donde poder  espaciarse; y como el ímpetu de los leones y de otras bestias fieras no me  acobarda estando metidos en sus cuevas, así tampoco dejan de ser grandes  las acciones de los hombres grandes, aunque estén apartados del concurso.  De tal manera se retiran éstos, que donde quiera que esconden su quietud,  lo hacen con intento de aprovechar a todos en común y a cada uno en  particular, ya con su ingenio, ya con sus palabras y ya con su consejo.  Porque no sólo sirven a la república los que apadrinan a los  pretendientes, y los que defienden a los reos, y los que tienen voto en  las cosas de la paz y de la guerra, sino también aquellos que exhortan a  la juventud y a los que, en tiempo que hay tanta falta de buenos  preceptos, instruyen con su virtud los ánimos, y los que detienen y  desvían a los que se precipitaban a las riquezas y demasías. Y si de todo  punto no lo consiguen, por lo menos los retardan. Los que esto hacen, aun  estando retirados, tratan el negocio público. ¿Por ventura hace más el  corregidor y juez, que entre los vecinos y forasteros pronuncia las  sentencias comunicadas con su asesor, que el que retirado enseña qué cosa  es justicia, piedad, paciencia, fortaleza, desprecio de la muerte,  conocimiento de los dioses y, finalmente, el gran bien que consiste en  tener buena conciencia? Luego si gastares el tiempo en los estudios,  aunque te apartes de los oficios, no será desampararlos ni faltar a tu  obligación, pues no sólo milita el que en la campaña está defendiendo el  lado derecho o siniestro, sino también el que guarda las puertas, y el que  asiste haciendo centinela en la plaza de armas, porque aunque este puesto  es menos peligroso, no es menos cuidadoso; y así, aunque estos cuidados  tienen menos de sangrientos, entran a gozar de los estipendios y sueldos.  Si te retirares a tus estudios y dejares todo el cansancio de la vida, no  vendrás a codiciar la noche por el fastidio del día, ni te cansarás de ti  mismo, ni a otros serás enfadoso. Llevarás muchos a tu amistad, y te irán  a buscar todos los hombres de bien: porque aunque la virtud esté en lugar  oscuro, jamás se esconde: antes siempre da señales de sí, y cualquiera que  fuere digno de ella, la hallará por las huellas. Pero si nos apartamos de  la comunicación, y renunciamos el trato de los hombres, viviendo solamente  para nosotros, sucederá a esa retirada una soledad, carecedora de todo  buen estudio, y una falta de ocupaciones, con que comenzaremos a plantar  unos edificios, y a derribar otros, a dividir el mar, a conducir sus aguas  contra la dificultad de los lugares, consumiendo mal el tiempo que nos dio  la naturaleza para que le empleásemos bien. Unos usamos de él con  templanza y otros con prodigalidad: unos le gastamos en tal forma que  podemos dar razón, otros sin que nos queden reliquias de él, por lo cual  no hay cosa más torpe que ver un viejo de mucha edad que, para probarlo,  no tiene otro testimonio más que los años y las canas. Paréceme a mí, oh  carísimo Sereno, que Artemidoro se rindió con demasía a los tiempos, y que  con demasiada presteza huyó de ellos, porque yo no niego que tal vez se ha  de hacer retirada, pero ha de ser a paso lento, sin que el enemigo lo  entienda, conservando las banderas y la reputación militar. Los que con  las armas se entregan al enemigo, están más seguros y estimados: lo mismo  juzgo convenir a la virtud y a los amadores de ella, que si prevaleciere  la fortuna, y les atajare la facultad y posibilidad de hacer bien, no  huyan luego, ni volviendo las espaldas desarmados busquen donde  esconderse, siendo cierto que no hay lugar seguro ni exento de las  persecuciones de la fortuna. En tal caso entren con mayor denuedo en los  negocios de la república, buscando con buena elección algún ministerio en  que puedan ser útiles a su ciudad. El que no puede militar, aspire a  honores civiles; si ha de pasar vida privada, sea orador; si le imponen  silencio, ayude a sus ciudadanos con abogacía; si tiene peligro en los  tribunales, muéstrese en las casas, espectáculos y convites buen vecino,  amigo fiel y templado convidado; y en caso que le falten los ministerios  de ciudadano, no le falten los de hombres; y por esta razón, teniendo  gallardía de ánimo, no nos hemos encerrado en las murallas de una ciudad,  antes hemos salido al comercio de todo el orbe, juzgando por patria a todo  el mundo, para dar con esto más ancho campo a la virtud. Si no has podido  llegar a ser consejero; si te está prohibido el púlpito, y no te llaman a  las juntas, pon los ojos en la grande latitud de provincias y pueblos, y  verás que nunca se te prohíbe tanta parte que no sea mucho mayor la que se  te deja. Pero advierte en que esta culpa no sea toda tuya, por no querer  servir a la república, si no te hacen oidor o uno de los cincuenta  magistrados, o sacerdote de Ceres, o Supremo dictador. ¿Será bueno que no  quieras militar si no te hacen general o tribuno? Si otros están en la  primera frente, y la fortuna te puso en retaguardia, pelea desde ella con  la voz, con la exhortación, con el ejemplo y con el ánimo. El que estando  a pie quedo esfuerza a los demás con vocería, hallará cómo ayudar en la  guerra, aun después de cortadas entrambas manos. Lo mismo harás tú, si la  fortuna te apartase de los primeros puestos de la república, si estuvieres  firme y la ayudares con voces; y si te cerraren los labios, no descaezcas,  ayúdala con silencio, que el cuidado del buen ciudadano jamás es inútil,  pues siempre hace fruto con el oído, con la vista, con el rostro, con la  voluntad y con una tácita obstinación y hasta con los mismos pasos; porque  al modo que muchas cosas salutíferas hacen provecho con sólo olerlas, sin  llegar a gustarlas ni tocarlas, así la virtud esparce mil utilidades,  aunque esté lejos y escondida, ora use de su derecho, ora tenga las  entradas precarias, hallándose obligada a recoger las velas, ora esté  ociosa y muda o encarcelada en angosto sitio, ora esté en público, porque  en cualquier traje será provechosa. ¿Piensas tú que es de poco fruto el  ejemplo del que retirado vive bien? Asegúrote que es cosa muy superior  mezclar el ocio en los negocios cuando se prohíbe la vida activa, o ya con  casuales impedimentos, o con el estado de la república. Porque nunca se  cierran tan de todo punto las cosas que no quede lugar para alguna acción  honesta. ¿Podrás por ventura hallar alguna ciudad más perdida de lo que  fue la de Atenas, cuando los treinta tiranos la despedazaban, habiendo  muerto a mil y trescientos ciudadanos de los mejores, sin poner esto fin a  la ciudad que consigo mismo se irritaba? En esta república, donde estaba  el rigurosísimo tribunal de los areopagitas y donde se juntaban el pueblo  y el Senado en forma de Senado, allí se juntaban también cada día un  colegio de homicidas y un infeliz tribunal angosto para tantos tiranos.  ¿Podía, por ventura, tener alguna quietud aquella ciudad, donde los  tiranos eran tantos cuantos los soldados de la guarda, sin que se pudiese  ofrecer a los ánimos esperanza alguna de libertad y sin descubrirse camino  para el remedio contra tan gran fuerza de infortunios? ¿De dónde, pues,  habían de salir para el reparo de tan mísera ciudad tantos Hermodios? De  que estaba Sócrates en ella, y consolaba a los senadores que lloraban, y  exhortaba a los que desconfiaban de la salud de la república, y baldonaba  a los ricos que temían perder las riquezas con el tardío arrepentimiento  de su peligrosa avaricia, y daba a los que le querían imitar un heroico  ejemplo, viéndole que andaba libre entre treinta dueños. A éste, pues, que  con valor se oponía al escuadrón de tiranos, mataron los atenienses, no  pudiendo aquella ciudad, cuando se vio libre, sufrir la libertad; y con  esto verás que en república afligida hay ocasión de que se manifieste el  varón sabio, y que, al contrario, en la floreciente y bien afortunada  reinan el dinero, la envidia y otros mil flacos vicios. En la forma, pues,  que estuviere la república, y en la que la fortuna nos permitiere, nos  hemos de desplegar o encoger; pero siempre ha de ser nuestro movimiento  sin entorpecernos por estar atados con temor. Antes aquel se podrá llamar  varón fuerte, que amenazado por todas partes de los peligros, y oyendo  cerca el ruido de las armas y el estruendo de las cadenas, no atropellare  ni escondiere la virtud, no siendo justo hacer ofensa a la que le  conserva. Entiendo que fue Curio Dentado el que decía, que quisiera más  ser muerto que dejar de vivir. El último de los males naturales es el  salir del número de los vivos antes de morir; pero con todo eso conviene  hacerlo cuando te trajere la suerte a tiempo menos tratable para la  república, para que con el ocio y las letras la ayudes más, y que, como  quien se halla en alguna peligrosa navegación, procures tomar puerto, no  esperando a que te dejen los negocios, sino dejándolos tú.

Capítulo IV

Ante todas cosas conviene pongamos los ojos en nosotros mismos, y  después en los negocios que emprendemos, por quién y con quién los  emprendemos. Y lo primero que cada uno ha de hacer es tantear su  capacidad; porque muchos nos persuadimos a que tenemos fuerzas para llevar  más carga de la que en efecto podemos. Hay unos que en confianza de su  elocuencia se despeñan; otros gravan su hacienda más de lo que puede  sufrir; otros con ocupación laboriosa oprimen su enfermizo cuerpo. A unos  impide la vergüenza para el manejo de negocios civiles, que requieren  osada frente, y en otros no es conveniente para palacio su terquedad: unos  saben enfrenar la ira; y a otros cualquier indignación los enfurece, y  algunos no saben poner límite a la graciosidad, ni abstenerse de  peligrosas chocarrerías. A todos éstos más seguro será el ocio que la  ocupación, siendo bien que la naturaleza impaciente y feroz evite las  ocasiones nocivas a su libertad.

Capítulo V

Débense después de esto pesar las cosas que emprendemos, cotejándolas  con nuestras fuerzas: porque siempre es conveniente sean mayores las del  que lleva que las de lo que ha de ser llevado, porque si éstas son  mayores, será forzoso opriman al llevador. Demás de esto, hay otros  negocios que no tienen tanto de grandes como de fecundos, porque encadenan  consigo otros muchos; y estos de quien se originan varias y nuevas  ocupaciones, son de los que debemos huir, sin entrar en parte donde no  tengamos libre la salida. Sólo has de poner mano en aquellas cosas que  esté en tu voluntad el hacer, o esperar que tengan fin, dejando las que se  extienden a mayor latitud, sin poder terminarse cuando propusiste.

Capítulo VI

Has de hacer, finalmente, examen de los hombres, para ver si son  dignos de que en ellos empleemos parte de nuestra vida, o si les alcanza  algo de la pérdida de nuestro tiempo. Hay algunos que nos hacen cargo de  las buenas obras que voluntariamente les hicimos. Atenodoro dijo que aun  no iría al convite de aquel que no se juzgase deudor en tenerlo por su  convidado. Persuádome que juzgarás que éste mucho menos iría a las casas  de aquellos que quieren con dar su mesa recompensar las amistades de sus  amigos, computando por dádivas los platos, y queriendo disculpar su  destemplanza diciendo va encaminada a honor de los convidados: quita tú a  éstos que no tengan testigos de sus convites y no tendrán gusto con el  regalo secreto. También debes considerar si tu naturaleza es más apta al  despacho de negocios, o a estudios retirados y a contemplación, y luego te  has de encaminar a la parte donde te guía la fuerza de tu ingenio.  Isócrates sacó del Tribunal a un consejero asiéndole por la mano, porque  juzgó ser más apto para escribir historias y anales: que los ingenios  forzados no responden bien; y si repugna la naturaleza, es bueno el  trabajo.

Capítulo VII

Ninguna cosa hay que tanto deleite el ánimo como la dulce y fiel  amistad, siendo gran bien estar dispuestos los pechos para que con  seguridad se deposite cualquier secreto en aquel cuya conciencia temas  menos que la tuya, cuya conservación mitigue tus cuidados, cuyo parecer  aclare tus dudas, cuya alegría destierre tu tristeza y, finalmente, cuya  presencia deleite tu vida. Hemos de elegir los amigos tales que, en cuanto  fuere posible, estén desnudos de deseos: porque los vicios entran  solapados y después se extienden a todo lo que hallan cercano, ofendiendo  con el contacto; por lo cual conviene (como se hace en tiempos de  pestilencia) que no nos sentemos junto a los cuerpos infectos y tocados de  la enfermedad, porque, atraeremos a nosotros los peligros, y con sola la  comunicación vendremos a enfermar. De tal manera debemos cuidar en elegir  los talentos de los amigos, que sean sin tener la menor falta, porque  suele ser origen de enfermedad mezclar lo sano con lo que no lo está. Pero  en esto no es mi intento decirte que a tu amistad no atraigas otros más  que al sabio: porque ¿dónde has de hallar a éste, a quien todos los siglos  hemos buscado? Por bueno has de tener al que no es muy malo, pues apenas  tuvieras comodidad de hacer mejor elección, aunque buscaras los buenos  entre los Platones y Xenofontes y en aquella fértil cosecha de los  discípulos de Sócrates, y aunque gozaras de la edad de Catón, que habiendo  producido muchos hombres dignos de haber nacido en su vida, produjo otros  muchos peores que en otro algún siglo, siendo maquinadores de grandes  maldades; y siendo los unos y los otros necesarios para que fuese conocido  Catón, convino hubiese buenos de quien fuese aprobado, y malos en quien se  experimentase su valor. Pero en este tiempo, en que hay tanta falta de  buenos, hágase elección menos fastidiosa, y en primer lugar no se elijan  hombres tristes, que todo lo lloran, sin que haya cosa alguna que no les  sirva de motivo para quejas; y aunque éstos tengan fe y amor, es contrario  a la tranquilidad el compañero que anda siempre inquieto y el que se  lamenta de todo.

Capítulo VIII

Pasemos a la hacienda, ocasión grande de las ruinas humanas; porque  si hacemos comparación de las demás cosas que nos congojan, como son la  muerte, las enfermedades, los temores, los deseos y el padecer dolores y  trabajos con los demás daños que nuestro dinero nos acarrea, hallarás que  la hacienda es la que nos pone mayor gravamen; y así debemos ponderar cuán  más ligero dolor es no tenerla, que el perderla después de tenida; y con  esto conocemos que, al paso que la pobreza es menor materia de tormento,  lo es de daño: porque te engañas si juzgas que los ricos sufren más  animosamente las pérdidas. El dolor de las heridas es igual a los pigmeos  y gigantes. Bien dijo con elegancia que el mismo dolor sentían los calvos  que los guedejudos, cuando les arrancaban algún cabello. Esto mismo has de  entender de los pobres y de los ricos que sienten un mismo tormento:  porque estando los unos y los otros asidos al dinero, no puede  arrancárseles sin dolor; pero como tengo dicho, más tolerable es el no  adquirir que el perder: y así verás que viven más contentos aquellos en  quien jamás puso los ojos la fortuna que los otros de quien los apartó.  Bien conoció esta verdad Diógenes, varón de grande ánimo, y dispúsose a no  poseer cosa que se le pudiese quitar. A esta que yo llamo tranquilidad,  llámala tú pobreza, necesidad o miseria, y ponle otro cualquier  ignominioso nombre, que cuando hallares alguno libre de pérfidas, juzgaré  que Diógenes no fue dichoso, o yo me engaño, o sólo el reino de la pobreza  no puede ser ofendido de los avarientos, de los engañadores, de los  ladrones y robadores; y si alguno duda de la felicidad de Diógenes, podrá  también dudar de la de los dioses inmortales, pareciéndole que no viven  felices porque no tienen adornados jardines ni preciosas quintas  cultivadas de ajenos caseros, y porque no tienen grandes juros en los  erarios. Tú, que con las riquezas te desvaneces, ¿no te avergüenzas de  ello? Vuelve los ojos al mundo, y verás que los dioses, que lo dan todo,  están desnudos y sin poseer cosa alguna: ¿juzgarás tú por pobre, o por  semejante a los dioses, al que se desnudó de todas las riquezas? ¿Tienes  por más dichosos a Demetrio y Pompeyano, que no hubieron vergüenza de ser  más ricos que Pompeyo, haciéndoseles cada día relación de los criados que  tenían, como la que al emperador se hace de los soldados de su ejército,  habiendo poco antes sido las riquezas de éstos, dos esclavos, que  sustituyendo servían por ellos, y un aposento algo más acomodado? Huyósele  a Diógenes un solo esclavo que tenía, llamado Manes, y habiendo sabido  dónde estaba, no hizo diligencia en recobrarle, diciendo parecería cosa  torpe que pudiendo Manes vivir sin Diógenes, no pudiese Diógenes vivir sin  Manes. Paréceme que en esto dijo a la fortuna, hiciese lo que quisiese,  que ya no tenía que ver con él: huyóseme mi esclavo o, por mejor decir,  fuese libre, pídenme de comer y vestir mis criados, siendo forzoso dar  sustento a los estómagos de tantos voraces animales, siéndolo asimismo el  vestirlos, y el vivir cuidadoso de sus arrebatadoras manos, siendo  inexcusable el servirnos de quien siempre vive con llantos y quejas. Más  dichoso es aquel que a nadie debe cosa alguna, sino es a quien con  facilidad puede negar la paga, que es a sí mismo. Pero ya que no nos  hallamos con suficientes fuerzas, conviene por lo menos estrechar nuestros  patrimonios para estar menos expuestos a las injurias de la fortuna. Los  cuerpos pequeños, que con facilidad se pueden cubrir con las armas están  más seguros que aquellos a quien su misma grandeza expone más descubiertos  a las heridas: de la misma suerte es más seguro aquel estado que ni llega  a la pobreza ni con demasía se aparta de ella.

Capítulo IX

Agradáranos esta moderación, si nos agradare primero la templanza,  sin la cual no hay riquezas que basten, y sin ella ningunas obedecen  bastantemente, estando tan en nuestra mano el remedio, pudiendo, con sólo  admitir la templanza, convertirse la pobreza en riqueza. Acostumbrémonos a  desechar el fausto, midiendo las alhajas con la necesidad que de ellas  tenemos: la comida sirva para dar satisfacción a la hambre, la bebida para  extinguir la sed, y camine el deseo por donde conviene. Aprendamos a  estribar en nuestros cuerpos: compongamos nuestro comer y vestir, no dando  nuevas formas, sino ajustándolo a las costumbres que nuestros pasados nos  enseñaron. Aprendamos a aumentar la continencia, a enfrenar la demasía, a  templar la gula, a mitigar la ira, a mirar con buenos ojos la pobreza, y a  reverenciar la templanza; y aunque nos cueste vergüenza el dar a nuestros  deseos remedios poco costosos, aprendamos a encarcelar las desenfrenadas  esperanzas y el ánimo, que se levanta a lo futuro: procuremos alcanzar las  riquezas de nosotros mismos, y no de la fortuna. Digo, pues, que tanta  variedad e iniquidad de sucesos no puede ser repelida sin que haya grandes  tormentos en los que han descubierto grandes aparatos. Conviene, pues,  estrechar las cosas, para que las flechas no acierten el tiro. De esto  resulta que muchas veces los destierros y las calamidades vienen a ser  remedios, separándose con pequeñas incomodidades otras más graves. El  ánimo que con rebeldía obedece a los preceptos, no puede ser curado con  blandura: ¿pues por qué no se enmienda, si de no hacerlo se le siguen  pobreza, infamia y ruina en todas las cosas? Un mal se opone a otro.  Acostumbrémonos a poder cenar sin asistencia de pueblo, y a servirnos de  menos criados, haciendo que los vestidos sean para el fin a que se  inventaron, y reduciéndonos a vivir en casas más estrechas. Y no sólo  hemos de volver atrás en la carrera y en la contienda pública del coso,  sino también lo hemos de hacer interiormente en estos términos de la vida.  Hasta el trabajo de los estudios, con ser tan ingenuo, en tanto se ajusta  a la razón, en cuanto se ajusta al modo. ¿De qué sirven innumerables  libros y librerías, cuyo dueño apenas leyó en toda su vida los índices? La  muchedumbre de libros carga, y no enseña; y así te será más seguro  entregarte a pocos autores, que errar siguiendo a muchos. Cuarenta mil  cuerpos de libros se abrasaron en la ciudad de Alejandría, hermoso  testimonio de la opulencia real: alguno habrá que la alabe, como lo hizo  Tito Livio, que la llamó obra egregia de la elegancia y cuidado de los  reyes. Pero ni aquello fue elegancia, ni fue cuidado, sino una estudiosa  demasía, o por decir mejor, no fue estudiosa, porque no los juntaron para  estudios, sino para sola la vista, como sucede a muchos ignorantes, aun de  las letras serviles, a quien los libros no les son instrumentos de  estudios, sino ornato de sus salas. Téngase, pues, la suficiente cantidad  de libros, sin que ninguno de ellos sirva para sola ostentación.  Responderásme que tienes por más honesto el gasto que en ellos haces, que  el de pinturas y vasos de Corinto. Advierte que dondequiera que hay  demasía hay vicio. ¿Qué razón hay para perdonar menos al que procura ganar  nombre con juntar estatuas de mármol o marfil, que al que anda buscando  las obras de autores ignotos, y quizá reprobados, estando ocioso entre  tantos millares de libros, agradándose solamente de las encuadernaciones y  rótulos? Hallarás en poder de personas ignorantísimas todo lo que está  escrito de oraciones y de historias, teniendo los estantes llenos de  libros hasta los techos; porque ya aun en los baños se hacen librerías,  como alhaja forzosa para las casas. Perdonáralo yo, si esto naciera de  deseos de los estudios; pero ahora estas exquisitas obras de sagrados  ingenios, entalladas con sus imágenes, se buscan para adorno y gala de las  paredes.

Capítulo X

Si entraste acaso en alguna difícil forma de vida y, sin saberlo tú,  te puso la pública o la particular fortuna en algún lazo que ni sabes  desatarle ni puedes romperle, considera que los presos a los principios  sufren mal las cadenas y grillos, que son impedimentos de sus pasos; pero  después que se determinan a traerlos sin indignarse con ellos, la misma  necesidad los anima a sufrirlos con fortaleza, y la costumbre los enseña a  llevarlos con facilidad. En cualquier estado de vida hallarás anchuras,  gustos y deleites, si te dispusieses primero a querer no juzgar por mala  la que tienes, no haciéndola sujeta la envidia. Con ninguna cosa nos  obligó más la naturaleza, como fue (conociendo que nacíamos para tantas  miserias) haber inventado para temperamento de ellas la costumbre de  sufrirlas, la cual con presteza se convierte en familiaridad. Nadie  perseverara en las cosas, si la continuación de las adversas tuviera la  misma fuerza que tuvo a los primeros acometimientos. Todos estamos atados  a la fortuna; pero la cadena de unos es de oro y floja, la de otros  estrecha y abatida. Pero ¿de qué importancia es esta diferencia, si es una  misma la cárcel en que estamos todos, estando también presos en ella los  mismos que hicieron la prisión?; sino es que asimismo juzgues que es más  ligera la cadena porque te la echaron al lado izquierdo. A unos enlazan y  encadenan las honras, a otros las riquezas, a otros la nobleza: a unos  oprime la humildad, y hay otros que tienen sobre su cabeza ajenos  imperios, y otros los suyos: a unos detiene en un lugar el destierro, a  otros el sacerdocio, siendo toda la vida una continuada servidumbre.  Conviene, pues, acostumbrarnos a vivir en nuestro estado, sin dar de él  una mínima queja, abrazando en él cualquier comodidad que tenga. No hay  caso tan acerbo en que no halle algún consuelo el ánimo ajustado. Muchas  veces el arte del buen arquitecto dispone pequeños sitios para varios  usos; y la buena distribución hace habitable el sitio, aunque sea angosto.  Arrima tú la razón a las dificultades, y verás cómo con ella se ablandan  las cosas ásperas, se ensanchan las angostas, oprimiendo menos las graves  a los que con valor las sufren. Demás de esto no se han de extender los  deseos a cosas remotas; y ya que de todo punto no los podemos estrechar,  les hemos de permitir sólo aquello que está cercano, desechando lo que, o  no puede conseguirse, o se ha de conseguir con dificultad. Sigamos lo que  está cerca, y lo que se ajusta y proporciona con nuestra esperanza.  Sepamos que todas las cosas son igualmente caducas, y que aunque en lo  exterior tienen diferentes visos, son en lo interior igualmente vanas. No  tengamos envidia a los que ocupan encumbrados lugares, porque lo que nos  parece altura es despeñadero; y al contrario, aquellos a quien la adversa  suerte puso en estado de medianía, estarán más seguros si quitaren la  soberbia a los ministerios que de suyo son soberbios, bajando, en cuanto  les fuere posible, su fortuna a lo llano. Hay muchos que se ven forzados a  estar asidos a la altura en que se hallan, por no poder bajar de ella sino  es cayendo; pero por la misma razón deben testificar que la carga que  tienen les es muy pesada, por haber de ser ellos pesados a otros; y  confiesen también que no están levantados, sino amarrados, y que prevengan  con mansedumbre, con humildad, y con mano benigna muchos socorros para los  sucesos venideros para que en esta confianza, aunque vivan pendientes,  estén con mayor seguridad; y ninguna cosa los librará de las tormentas del  ánimo como el poner algún punto fijo a los acrecentamientos, sin que quede  en albedrío de la fortuna el dejar de dar: exhórtense a sí mismos a parar  mucho antes de llegar a los extremos; y de esta forma, aunque habrá  algunos deseos que inciten el ánimo, no se extenderán a lo incierto y a lo  inmenso.

Capítulo XI

Esta mi doctrina habla con los imperfectos, con los mediocres y con  los malsanos, y no con el sabio, que ni vive temeroso ni anda atentado;  porque tiene de sí tanta confianza, que no recela salir al encuentro a la  fortuna, sin jamás rendírsele, y sin poseer cosa en que poder temerla:  porque tiene por prestados, no sólo los esclavos, las heredades y las  dignidades, sino su mismo cuerpo, sus ojos y sus manos, y todo aquello que  le puede hacer más amable la vida, viviendo como prestado a sí mismo, para  sin tristeza restituirse a los que le volvieron a pedir; y no se desestima  en saber que no es suyo, antes hace todas las cosas con tan gran  diligencia y circunspección, como el hombre religioso y santo, que guarda  lo que se entregó a su fe, y cada y cuando que se lo mandaren restituir lo  hará sin dar quejas de la fortuna, antes dirá: «Doyte gracias por el  tiempo que lo poseí. Yo estimó con veneración tus cosas, pero ya que me  las pides, te las restituyo con voluntad y agradecimiento: si gustares  dejarme alguna, te la guardaré también; pero ya que de ello tienes gusto,  te restituyo la plata labrada, la acuñada, la casa y la familia.» Si me  llamare la naturaleza, que fue la primera que me prestó a mí, le diré  también: «Tómate mi ánimo: mejorado te le vuelvo de lo que me le diste: no  ronceo, ni huyo: aprestado está por mí, que me hallo sin voluntad: recibe  lo que me diste cuando no tenía sentido.» El volver a la parte de donde  venimos, ¿qué tiene de molestia? Aquel vivirá mal que ignorare el útil de  morir bien. Lo primero, pues, a que se ha de quitar la estimación es a la  vida, contándola entre las demás cosas serviles. Dice Cicerón que  aborrecemos a los gladiadores que en pelea procuran salvar la vida y, al  contrario, favorecemos a los que la desprecian. Entiendo, pues, que lo  mismo nos sucede a nosotros, siendo muchas veces causa de morir el esperar  tímidamente a la muerte. La fortuna, que hace también sus regocijos y  espectáculos, dice: «¿Para qué te he de reservar, animal malo y cobarde?  Porque no sabes ofrecer el cuello has de ser más herido y maltratado; y,  al contrario, tú, que no con cerviz forzada ni cruzadas las manos esperas  el cuchillo, vivirás más tiempo y morirás con más despejo.» El que temiere  la muerte no hará hazaña de varón vivo; mas el que conoce que al tiempo de  su concepción capituló el morir, vivirá según lo capitulado, y juntamente  con la gallardía de ánimo hará que ninguna cosa de las que en la vida  suceden le sea repentina; porque teniendo por asentado que todo lo que  puede venir le ha de suceder, mitigará los ímpetus de los males, que éstos  nunca traen cosa de nuevo a los que estando prevenidos los esperan, y  solamente son graves y pesados a los que viven con descuido y esperan  solamente las cosas felices. Porque la enfermedad, la cautividad, la ruina  y el incendio no me son cosas repentinas, sabiendo yo en cuán revoltoso  hospedaje me encerró la naturaleza. Muchas veces sentí llantos en mi  vecindad; muchas vi pasar por mi puerta entierros no sazonados, con hachas  y cirios; muchas oí el estruendo de soberbios edificios que cayeron, y  muchos de aquellos a quienes el tribunal, la corte y la conversación  juntaron conmigo, se los llevó una noche, dividiendo las manos unidas en  amistad. ¿Tengo de admirarme de que se me hayan llegado los peligros que  siempre anduvieron cerca de mí? Muchos hombres hay que habiendo de navegar  no se acuerdan de que hay tormentas: yo no me avergüenzo en lo bueno de  tener por autor un malo. Publio, más vehemente que los ingenios trágicos y  cómicos, todas las veces que dejó los disparates mímicos y los dicterios y  donaires concernientes al vulgo, entre otras muchas cosas dignas de la  gravedad y escena trágica, dijo: «A cada cual puede suceder lo que puede  suceder a alguno» El que depositare en su corazón esta sentencia y  atendiere a los males ajenos (de que cada día hay tanta abundancia) y  conociere que tienen libre el camino para venir a él, este tal se  prevendrá antes de ser acometido. Tardamente se arma el ánimo a la  paciencia de los trabajos, después que ellos han llegado. Dirás: «No pensé  que esto sucediera, ni creí que esto pudiera venirme.» ¿Pues por qué no lo  pensaste? ¿Qué riquezas hay a quien no vayan siguiendo la pobreza, la  hambre y la mendicidad? ¿Qué dignidad hay a cuya garnacha, cuyo hábito  augural y cuyas insignias de nobleza no acompañen asquerosidades,  destierros, descréditos, mil anchas y últimamente el desprecio? ¿Qué reino  hay a quien no esté aparejada la ruina y la caída, teniendo ora un justo  dueño y ora un injusto tirano? Y estas cosas no están separadas con  grandes intervalos, pues sólo hay un instante de distancia del verse en el  trono al estar postrado ante ajenas rodillas. Persuádate, pues, que todo  estado es mudable, y que lo que ves en otros puede suceder en ti. Si te  precias de rico, ¿éreslo, por ventura, más que Pompeyo, al cual, cuando  Cayo, su antiguo pariente y huésped nuevo, abrió la casa de César por  cerrar la suya, le faltó pan y agua? Y el que poseía tantos ríos, que  nacían y morían en su Imperio, mendigó agua llovediza, muriendo de hambre  y de sed dentro del palacio de su deudo, mientras el heredero preparaba  entierro público al que moría de hambre. ¿Has tenido grandes honras? Dime  si han sido tantas, tan grandes y tan no esperadas como las que tuvo  Seyano. Pues advierte que el mismo día que le acompañó el Senado le  despedazó el pueblo; y habiendo puesto en él los dioses y los hombres todo  lo que se puede juntar, no quedó cosa que en el verdugo no hiciese presa.  ¿Eres rey? Pues no te enviaré a Creso, que entró mandando en la hoguera y  la vio extinguida, sobreviviendo no sólo al reino, sino a su misma muerte.  No te enviaré a Yugurta, a quien el pueblo romano vio preso dentro del año  en que le había temido. No a Tolomeo, rey de África, ni a Mitrídates, rey  de Armenia, a quienes vimos entre las guardas cayanas, siendo el uno  desterrado, y deseando el otro serlo con seguridad. Si en tan gran  mutabilidad de las cosas que suben y bajan no juzgares que te amenaza todo  lo que puede sucederte, darás contra ti fuerzas a las adversidades, las  cuales quebranta el que las antevé. Lo que a esto se sigue es que ni  trabajemos en lo necesario, ni para ello: quiero decir, que o no deseemos  lo que no podemos conseguir, o lo que se ha de conseguir tarde, y después  de haber pasado mucha vergüenza, conozcamos la vanidad de nuestros deseos,  no poniéndolos en aquello en que ha de salir vano, y sin efecto el  trabajo, a donde el efecto ha de ser indigno de lo que se trabajó: porque  casi siempre se sigue tristeza si no suceden, o si suceden vienen a causar  vergüenza.

Capítulo XII

Conviene reformar los paseos, que en muchos hombres son tan continuos  que andan siempre vagando por las casas y teatros, ofreciéndose a los  negocios ajenos, remedando a los que siempre están ocupados. Y si  preguntas a alguno de éstos cuando sale de casa, a dónde va o en qué  piensa, te responderá: «Por Dios que no lo sé; visitaré a algunos y haré  algún negocio.» Van sin determinación buscando ocupaciones; y sin hacer  aquello que habían determinado hacen lo que primero se les ofreció: su  paseo es vano y sin consejo, como el de las hormigas que suben por los  árboles, y después de haber llegado a la cima bajan vacías al tronco.  Muchos son los que pasan la vida semejante a éstas, pudiendo con razón  llamarla una inquieta pereza. De otros tendrás compasión, como de personas  que corren incendio, que atropellando a los que encuentran se despeñan y  los despeñan. Estos tales, después de haber corrido a saludar a quien no  les ha de pagar la cortesía, o para hallarse en las honras de persona con  quien no tuvieron conocimiento, o para asistir a la vista de algún pleito,  del que es siempre litigante, o a las bodas de quien muchas veces se casa,  siguiendo su litera y ayudando en muchas partes a llevarla, cuando vuelven  a sus casas con un vacío cansancio juran que ni saben a qué salieron, ni  dónde estuvieron, con haber de andar los mismos pasos el día siguiente.  Enderécese, pues, tu trabajo a algún fin, y mire a parte seguro. A los  inquietos y locos no los mueve la industria, muévenles las falsas imágenes  de las cosas, porque les obliga alguna vana esperanza; convídalos la  apariencia de aquello cuya vanidad no la comprende el entendimiento  cautivo. Del mismo modo sucede a los que salen de casa a sólo aumentar el  vulgo, llevándolos por la ciudad insustanciales y ligeras ocasiones, y sin  tener en qué trabajar los expele de sus casas a la salida del sol; y  después de haber sufrido mil encontrones para llegar a saludar a muchos,  siendo mal admitidos de algunos, a ningunos hallan más dificultosamente en  casa que a sí mismos. De esta ociosidad se origina el vicio de andar  siempre escuchando e inquiriendo los secretos de la república y el saber  muchas cosas que ni con seguridad se pueden contar, ni aun saberse con  ella. Pienso que, siguiendo esta doctrina Demócrito, comenzó diciendo: «El  que quisiere vivir en tranquilidad, ni haga muchas cosas en que se  singularice, ni se deje llevar con publicidad a las superfluas.» Porque de  las que son necesarias, no sólo se han de hacer muchas privadas y  públicamente, sino innumerables; pero donde no nos llama la obligación de  algún importante ministerio, conviene enfrenar nuestras acciones.

Capítulo XIII

Porque el que se ocupa de muchas cosas hace muchas veces entrega de  sí a la fortuna, siendo más seguro hacer de ella pocas experiencias; no  obstante que conviene pensar mucho en ella, sin prometerse seguridad  alguna de su fe. Dirá el sabio: «Haré mi navegación, si no hubiera algún  accidente; seré oidor, si no se ofreciere algún impedimento; y mis trazas  saldrán bien, si no interviene algún estorbo.» El decir esto es lo que  obliga a que afirmemos que al sabio no le suceda cosa alguna contra su  opinión. No le exceptuamos de los sucesos humanos, sino de los errores; ni  decimos le suceden todas las cosas como deseó, sino como pensó; porque  antes de emprenderlas se persuadió podía haber algo que impidiese la  ejecución de sus deseos; y así, es forzoso que al que no se prometió  seguridad en sus intentos, venga más templado el dolor de verlos  defraudados.

Capítulo XIV

Debemos también hacernos fáciles, sin entregarnos con pertinacia a  las determinaciones; pasemos a lo que nos llevare el suceso, y no temamos  las mudanzas de consejo o de estado, con tal que no seamos poseídos de la  liviandad, vicio encontradísimo con la quietud: porque es forzoso que la  pertinacia sea congojosa y miserable en aquel a quien diversas veces quita  alguna cosa la fortuna, y que sea más grave la liviandad de aquel que  jamás está en un ser. El ignorar hacer mudanza cuando conviene y el no  saber perseverar en cosa alguna, son cosas contrarias a la tranquilidad:  conviene, pues, que apartándose el ánimo de todas las externas, se reduzca  a sí, confíe de sí y se alegre consigo: abrace sus cosas en cuanto fuese  posible, abstrayéndose de las ajenas y aplicándose a sí mismo sin sentir  los daños, juzgando con benignidad aun de las cosas adversas. Habiendo  llegado nuevas a nuestro Zenón de que en un naufragio se había anegado  toda su hacienda, dijo: «Quiere la fortuna que yo filosofe más  desembarazadamente.» Amenazaba un tirano a Teodoro filósofo con la muerte  y con que no sería sepultado, y él respondió: «Tienes con que alegrarte,  pues mi sangre está en tu potestad; pero en lo que dices de la sepultura  eres ignorante, si piensas que importa el podrecerme encima o debajo de la  tierra.» Canio Julio, varón grande, a cuya estimación no daña el haber  nacido en nuestro siglo, habiendo altercado mucho tiempo con Cayo, le dijo  aquel Fálaris cuando se iba: «Para que no te lisonjees con vana esperanza,  he mandado te lleven al suplicio»; y él le respondió: «Doyte las gracias,  óptimo príncipe.» Estoy dudoso de lo que en esto quiso sentir, y ocúrrenme  muchas cosas. Quísole afrentar dándole a entender cuán grande era su  crueldad, pues tenía por beneficio la muerte; o quizá le dio en rostro con  la ordinaria locura de aquellos que le daban gracias cuando les había  muerto sus hijos y quitádoles sus haciendas; o por ventura recibió con  alegría la muerte juzgándola por libertad. Sea lo que fuere, la respuesta  fue de ánimo gallardo. Dirá alguno que pudo después de esto mandar Cayo  que Canio viviese. No temió esto Canio, que era conocida la estabilidad  que en semejantes crueles mandatos tenía Cayo. ¿Piensas tú que sin algún  fundamento pidió cinco días de dilación para el suplicio? No parece  verosímil lo que aquel varón dijo y lo que hizo, y en la tranquilidad que  estuvo. Jugando estaba al ajedrez cuando el alguacil que traía la caterva  de muchos condenados a muerte mandó que también le sacasen a él; y después  de haber sido llamado, contó los tantos y dijo al que jugaba con él:  «Advierte que después de mi muerte no mientas diciendo que me ganaste.» Y  llamando al alguacil, le dijo: «Serás testigo de que le gano un tanto.»  ¿Piensas tú que Canio jugaba en el tablero? Lo que hacía no era jugar,  sino burlarse del tirano, y viendo llorosos a sus amigos por la pérdida  que hacían de tal varón, les dijo: «¿De qué estáis tristes? Vosotros  andáis investigando si las almas son inmortales, y yo lo sabré ahora.» Y  hasta el último trance de su muerte, no desistió de inquirir la verdad y  disputar de la muerte, como lo tenía de costumbres. Íbale siguiendo un  discípulo suyo, y estando ya cerca del túmulo, adonde cada día se hacían  sacrificios a César que pretendía ser adorado por Dios, le dijo: «¿En qué  piensas, Canio? ¿Qué juicio es el tuyo? Sacrifica a César.» Respóndele  Canio: «Tengo propuesto averiguar si en aquel velocísimo instante de la  muerte siente el alma salir del cuerpo.» Y prometió que en averiguándolo,  visitaría a sus amigos y les avisaría qué estado es el de las almas.  Advertid esta tranquilidad en medio de las tormentas, y ved un ánimo digno  de la eternidad, que para averiguación de la verdad llama a la muerte, y  puesto en el último trance hace preguntas al alma cuando se despedía del  cuerpo, aprendiendo no sólo hasta la muerte, sino también de la misma  muerte. Ninguno ha habido que filosofase más tiempo; y así la memoria de  este gran varón no se borrará arrebatadamente, antes siempre se hablará de  él con estimación. Tendrémoste en todo tiempo, oh clarísima cabeza, por  una gran parte de la calamidad cayana.

Capítulo XV

Y no basta desechar las causas de la tristeza particular, que sin  ellas nos posee muchas veces un aborrecimiento de todo el género humano,  saliéndonos al encuentro la turba de tantas bien afortunadas maldades; y  cuando hacemos reflexión de cuán rara es la sencillez, cuán no conocida la  inocencia y cuán poco guardaba la fe, sino es en aquel a quien le está  bien guardarla; y cuando miramos las ganancias y los daños de la  sensualidad, igualmente aborrecidos; cuando vemos que la ambición, no  ajustada en sus debidos términos, resplandece con su misma torpeza,  escóndesele al ánimo la luz, y salen oscuras tinieblas, cuando por estar  abatidas las virtudes, ni es permitido esperarlas, ni aprovecha el  tenerlas. Debemos, pues, rendirnos a no tener por aborrecibles sino por  ridículos todos los vicios del vulgo, imitando antes a Demócrito que a  Heráclito. Éste siempre que salía en público lloraba, y el otro reía. Éste  juzgaba todas nuestras acciones por miserias, y aquél las tenía por  locuras. Súfranse todas las cosas con suavidad de ánimo, siendo más humana  acción reírnos de la vida que llorarla. Y añade que en mayor obligación  pone al género humano el que se ríe de él, que no el que le llora; porque  el primero deja alguna parte de esperanza, y estotro llora neciamente  aquello que desconfía poder remediarse. Y bien considerado todo, mayor  grandeza de ánimo es no poder enfrenar la risa que el no poder detener las  lágrimas; porque todas las cosas que nos obligan a estar alegres o  tristes, mueven el ligerísimo afecto del ánimo, sin que juzgue que en  tanto aparato de cosas hay alguna que sea grande, severa ni seria.  Propóngase cada uno todas aquellas cosas por las cuales venimos a estar  alegres o tristes, y sepa ser cierto lo que dijo Bión, que todos los  negocios de los hombres eran semejantes en sus principios, y que la  santidad y severidad de su vida no era más que unos intentos comenzados. Y  así es más cordura sufrir plácidamente las públicas costumbres y los  humanos vicios, sin pasar a reírlos o llorarlos, porque es una eterna  miseria atormentarse con males ajenos, y el alegrarse de ellos es un  deleite inhumano, al modo que es inútil tristeza el llorar y encapotar el  rostro porque alguno entierra su hijo; pues aun en tus propios males  conviene dar al dolor aquella sola parte que él pide y no la que pide la  costumbre: porque hay muchos que derraman lágrimas para que otros las  vean, teniendo secos los ojos mientras no hay quien les mire, y juzgan por  cosa fea no llorar cuando los otros lo hacen; y hase introducido de tal  manera este mal de estar pendientes de ajena opinión, que aun en cosas de  poquísima importancia viene el dolor fingido. Síguese tras esto una parte  que no sin causa suele entristecer y poner en cuidado, cuando los remates  de los buenos son malos, como son morir: Sócrates en una cárcel, y vivir  en destierro Rutilio, y entregar Pompeyo y Cicerón la cerviz a sus mismos  paniaguados, y que el gran Catón, única imagen de las virtudes, recostado  sobre la espada dé juntamente satisfacción de sí y de la República.  Conviene, pues, el dar quejas de que la fortuna pague con tan inicuos  premios; porque ¿qué puede esperar cada uno cuando ve que los buenos  padecen grandes males? ¿Pues qué hemos de hacer en tal caso? Poner los  ojos en el modo con que ellos sufrieron, y si fueron fuertes desear sus  ánimos; pero si murieron, mujeril y flacamente, no hay que hacer caso de  la pérdida. O fueron dignos de que su virtud te agrade, o indignos de que  se imite su flaqueza; porque ¿cuál cosa hay más torpe que aquellos a  quienes los grandes varones, muriendo varonilmente, hicieron tímidos?  Alabemos aquel que por tantas razones es digno de alabanza, y digamos de  él: «Cuanto más fuerte fuiste, fuiste más dichoso; escapaste ya de los  humanos acontecimientos, y de la envidia y enfermedad; saliste de la  prisión tú que no eras merecedor de mala fortuna; y los dioses te juzgarán  por cosa indigna que ella tuviese en ti algún dominio. A los que (cuando  llega la muerte) rehuyen y ponen los ojos en la vida, se han de echar las  manos. Yo no lloraré al que está alegre, ni lloraré al que llora; porque  el primero con la alegría me quitó las lágrimas, y éste con las suyas se  hizo indigno de las de otros. ¿He de llorar yo a Hércules quemado vivo? ¿A  Régulo clavado con muchos clavos? ¿A Catón, que con fortaleza sufrió  tantas heridas? Todos éstos, con corto gasto de tiempo breve, hallaron  modo de eternizarse, llegando a la inmortalidad por medio de la muerte. Es  asimismo no pequeña materia de cuidado el tenerle grande de componerte, no  mostrándote sencillo; culpa en que caen muchos, cuya vida es fingida y  ordenada a sola ostentación; y esta continua diligencia los martiriza,  recelando no los hallen en diferente figura de la que acostumbran: porque  este cuidado jamás afloja mientras juzgamos que todas las veces que nos  miran nos estiman; y hay muchos sucesos que contra su voluntad los  desnudan de la ficción; y dado caso que esta fingida compostura les suceda  bien, no es posible que los que siempre viven con máscara tengan vida  gustosa ni segura; y al contrario, la sencillez cándida, y adornada de sí  misma, sin echar velo a las costumbres, goza de infinitos deleites. Pero  también esta vida tiene peligro de desprecio: porque cuando todas las  cosas son patentes a todos, hay muchos que hacen desestimación de lo que  tratan más de cerca, aunque la virtud no tiene peligro de envilecerse por  acercarse a los ojos, y mucho mejor es ser despreciado por sencillo que  vivir atormentado con perpetua simulación. Mas con todo esto conviene  poner en ello límite, habiendo mucha diferencia del vivir con sencillez al  vivir con negligencia. Conviene mucho retirarnos en nosotros mismos,  porque la conversación que se tiene con los que no son nuestros semejantes  descompone todo lo bien compuesto, y renueva los afectos y las llagas de  todo aquello que en el ánimo está flaco y mal curado. Pero también,  conviene mezclar y alternar la soledad y la comunicación, porque aquélla  despertará en nosotros deseos de comunicar a los hombres, y estotra de  comunicarnos a nosotros mismos, siendo la una el antídoto de la otra. La  soledad curará el aborrecimiento que se tiene a la turba, y la turba  curará el fastidio de la soledad: que el entendimiento no ha de estar  perseverante siempre con igualdad en una misma intención, que tal vez ha  de pasar a los entretenimientos. Sócrates no se avergonzaba de jugar con  los niños, y Catón recreaba en convites el ánimo fatigado de cuidados  públicos. Scipión danzaba a compás con aquel su militar y triunfador  cuerpo; pero no haciendo mudanzas afeminadas de las que exceden a la  blandura mujeril, como las que ahora se usan, sino como lo solían hacer  aquellos antiguos varones que se entretenían entre el juego y los días  festivos, danzando varonilmente, sin que pudiesen perder crédito aunque  los viesen danzar sus enemigos. Darse tiene algún refrigerio a los ánimos,  porque descansados se levanten mejores y más valientes al trabajo; y como  los campos fértiles no se han de fatigar, porque el no dar alguna  intermisión a su fecundidad los enflaquecerá con presteza, así el trabajo  continuo quebranta los ímpetus del ánimo, que recreado tomará más fuerzas.  De la continuación en los cuidados nace una como inhabilidad y  descaecimiento de los ánimos; y el eficaz deseo de los hombres no se  inclinará a tanto, si en el entretenimiento y juego no hallara un casi  natural deleite, cuyo uso siendo frecuente quita a los ánimos todo el  vigor y fuerza. Necesario es el sueño para reparar las fuerzas; pero si le  continúas de día y de noche, vendrá a ser muerte: mucha diferencia hay en  aflojar o soltar una cosa. Los legisladores instituyeron días festivos  para que los hombres se juntasen públicamente, interponiendo con alegría  un casi necesario temperamento a los trabajos; y los grandes varones, como  tengo dicho, se tomaban cada mes ciertos días feriados; y otros no dejaron  día alguno sin dividirle entre los cuidados y el ocio, como lo sabemos de  Polión Asinio, gran orador a quien ningún negocio detuvo en pasando la  hora décima; y después, ni aun quería leer las cartas, porque de ellas no  le resultase algún cuidado, reparando en aquellas dos horas de descanso el  trabajo de todo el día. Otros dividieron el día reservando para las tardes  los negocios de menor cuidado, y nuestros pasados prohibieron el hacerse  en el Senado nuevas relaciones pasada la hora décima. El soldado divide  las velas, y el que viene de la campaña está libre de hacer la centinela.  Conviene ensanchar el ánimo dándole algún ocio que aliente y dé fuerzas; y  el paseo que se hiciere sea en campo abierto para que en cielo libre y con  mucho aliento se levante y aumente el ánimo; y tal vez dará vigor el andar  a caballo, haciendo algún viaje y mudando de sitio. Los banquetes y la  bebida algo más licenciosa, y aun llegando tal vez a la raya de la  embriaguez (no de modo que nos anegue, sino que nos divierta) nos  aligerarán los cuidados sacando el ánimo de su encerramiento; porque como  el vino cura algunas enfermedades, así también cura la tristeza. A Baco,  inventor del vino, le llamaron Liber, no por la libertad que da a la  lengua, sino porque libra el ánimo de la servidumbre de los cuidados,  fortaleciéndole y haciéndole más vigoroso y audaz para todos los intentos;  pero como en la libertad es saludable la moderación, lo es también el  vino. De Solón y Arquesilao se dice que fueron dados al vino; a Catón le  tacharon de embriaguez; pero el que a Catón opone esta culpa podrá con más  facilidad persuadir que ella sea honesta que no que Catón haya sido torpe.  Mas esta licencia del vino no se ha de tomar muchas veces, porque el ánimo  no se habitúe a malas costumbres, aunque tal vez ha de salir a regocijo y  libertad, desechando algún tanto la sobriedad triste: porque si damos  crédito al Poeta Griego, alguna vez da alegría el enloquecerse, y si a  Platón, en vano abre las puertas a la poesía el que está con entero  juicio, y si a Aristóteles, pocas veces hubo ingenio grande sin alguna  mezcla de locura. No puede decir cosa superior y que exceda a los demás,  si no es el entendimiento altivo, que despreciando lo vulgar y usado se  levanta más alto con un sagrado instinto, porque entonces con boca de  hombre canta alguna cosa superior. Mientras una persona está en sí, no se  le puede ofrecer pensamiento sublime, y puesto en altura, conviene que se  aparte de lo acostumbrado y que se levante, y que tascando el freno  arrebate al caballero que le guía, llevándole hasta donde él no se  atrevería a correr. Con esto tienes, oh carísimo Sereno, las cosas que  pueden defender la tranquilidad, las que la pueden restituir y las que  pueden resistir a los vicios que se quieren introducir. Pero conviene  sepas que ninguna de estas cosas es suficiente a los que han de guardar  una tan débil, si no es que al ánimo que va a caer le cerque un continuo y  asistente cuidado.