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LIBRO VIGÉSIMO SEXTO CAPÍTULO PRIMERO El pretor de los aqueos, Hiperbato, puso a discusión en el Consejo si se atendería a las cartas del Senado de Roma solicitando levantar al destierro a los proscritos de Lacedemonia, y Licortas opinó que no se debía modificar lo llevado a cabo. «Al escuchar los romanos, dijo, las quejas de los desgraciados que únicamente les piden lo justo y razonable, hacen lo que les conviene; pero si entre las gracias solicitadas traspasan unas sus facultades y otras deshonran y perjudican considerablemente a sus aliados, no muestran tenaz empeño en ser obedecidos. CAPÍTULO III «En el libro XXVI manifiesta Polibio que Tiberio Graco había destruido trescientas ciudades en la Celtiberia. Pasidonos se mofa de este hecho, diciendo que Tiberio calificó de ciudades a fortificaciones insignificantes para exagerar su triunfo; y acaso tuviera razón, porque los generales son tan aficionados como sus historiadores al género de fraudes que consiste en tomar las bellas frases por bellas acciones.» CAPÍTULO III Renovada su alianza can los romanos aplicóse Perseo a conquistar la amistad de los griegos. Para conseguirlo ordenó fijar edictos en Delos, en Delfos y en el templo de Minerva, llamando a Macedonia a todos los que habían huido de la persecución de sus acreedores, o por librarse de sentencias judiciales o por delitos políticos. En estos edictos prohibía además que se les molestara en el camino, y se les permitía no sólo recobrar los bienes de que habían sido despojados, sino asimismo las rentas producidas durante el destierro. Perdonó a los macedonios las deudas al Tesoro, y puso en libertad a los reos políticos. Esta templanza y magnanimidad inspiraron a los griegos gran estimación a dicho príncipe, que además mantenía su rango con notable dignidad. Era de buena presencia, vigoroso para toda clase de trabajos; su aspecto y facciones demostraban juventud, y no se advertía en él vestigio alguno de la desenfrenada pasión a las mujeres que dominó a su padre Filipo. Tal fue Perseo al principio de su reinado. CAPÍTULO IV Una ocasión tan brusca y terrible hizo a Farnaces más asequible a las condiciones que quisieran imponerle. Envió embajadores a Eumeno y Ariarates, y los recibió también de ellos, y tras muchas negociaciones, se concertó el tratado en estos términos: «Paz perpetua entre Eumeno, Prusias, Ariarates, Farnaces y Mitridates. Farnaces no invadirá jamás la Galacia, y serán nulos cuantos tratados ha llevado a cabo con los galos. Saldrá de la Paflagonia, donde regresarán los habitantes expulsados, entregando las armas y demás efectos que de allí sacó. Devolverá a Ariarates las tierras que le ha tomado, cuantos efectos en ellas había, y los rehenes recibidos. Devolverá asimismo Tegé, ciudad del Ponto.» Poco tiempo después dio Eumeno esta ciudad a Prusias, que agradeció mucho el regalo. Proseguía diciendo el tratado: «Entregará todos los prisioneros y tránsfugas sin rescate. Además del dinero y riquezas que arrebató a Morzias y a Ariarates, dará novecientos talentos a estos dos príncipes, trescientos a Eumeno para indemnizarle de los gastos de la guerra, y trescientos a Mitridates, gobernador de la Acarnania, por haber tomado las armas contra Ariarates a pesar del tratado con Eumeno.» En este tratado fueron comprendidos, de los príncipes de Asia, Artaxias, que reinaba en la mayor parte de Armenia, y Acusíloco; entre los de Europa, Gatales, príncipe sármata, y de los Estados libres, los heracleotos, los quersonesitas y los cisenienses. También se determinó en el tratado el número y condición de los rehenes que Farnaces daría, y cuando éstos llegaron, retiráronse los ejércitos. Así acabó la guerra que Eumeno y Ariarates mantenían con Farnaces. CAPÍTULO V Cuando los cónsules Tiberio y Claudio emprendieron la expedición contra istrianos y agrienos, el Senado, al final del verano, dio audiencia a los embajadores de los licios, llegados después de la victoria sobre esta nación, aunque de su patria habían salido hacía largo tiempo, porque antes de que se declarara la guerra, los xantianos enviaron a Nicostrato a la Acaia y a Roma. Hizo a esta ciudad una descripción tan conmovedora de los males y de la crueldad que los rodios hacían sufrir a los licios, que compadecido el Senado, despachó embajadores a Rodas para declarar que conforme a las Memorias de los diez comisarios que arreglaron los asuntos de Antíoco, no fueron dados los licios a los rodios como un regalo, sino como amigos y aliados. Esta determinación desagradó a los rodios, creyendo que los romanos, al saber los enormes gastos hechos para construir la flota en la que llevaron a Perseo su esposa Laodice, deseaban, comprometiéndoles con los licios, agotar los recursos de su tesoro. Efectivamente, poco tiempo antes habían equipado los rodios cuantos buques poseían, para que la reina fuese en la flota más brillante y magnífica. Perseo dio los materiales, y a todos, hasta a los soldados y marineros que condujeron a Laodice, una cinta de oro. CAPÍTULO VI Cuando llegaron a Rodas los embajadores romanos, publicaron el decreto del Senado. Este decreto sobreexcitó la opinión, indignada porque los romanos dijeran que los licios habían sido dados a la república de Rodas no como regalo sino como amigos y aliados. Creyendo haber ordenado suficientemente bien los negocios de Licia, era para ellos triste verse amenazados de nuevas dificultades, porque al saber los licios la llegada de los embajadores y el decreto que traían, empezaron a amotinarse, dispuestos a reivindicar su libertad a toda costa. Por su parte se persuadieron los rodios de que los licios habían engañado a los romanos, y enviaron a Licofrón a Roma para informar al Senado de lo que ignoraba. Tal era en Rodas el estado de los negocios, siendo de temer que los licios se sublevasen. CAPÍTULO VII Llega Licofrón a Roma, defiende la causa de los rodios, y el Senado difiere contestarle. Al mismo tiempo que él llegaron embajadores de los dardanios, para informar al Senado de que su provincia se hallaba inundada de multitud de bastarnos, pueblo de gigantesca talla y de extraordinario valor, con el cual, así como con los galos, había llevado a cabo Perseo un tratado de alianza; que temían aún más a este príncipe que a los bastarnos, y que habían sido enviados para implorar auxilio de la República contra tantos enemigos. Los representantes de Tesalia atestiguaban también las quejas de los dardanios, solicitando asimismo ayuda para sí. En vista de la relación de los embajadores, envió el Senado a aquellos parajes a Aulo Póstumo, acompañado de algunos jóvenes, para examinar si los informes eran ciertos. CAPÍTULO VIII En el lib. XXVI de su Historia llama Polibio a este príncipe Epimanes en vez de Epifanes, a causa de lo que hacía. Cuenta de él los siguientes hechos: De vez en cuando, y sin saberlo sus ministros, veíasele pasear por las calles de la ciudad acompañado de una o dos personas. Le agradaba especialmente visitar las tiendas de escultores y fundidores de oro y plata, conversando familiarmente con los obreros acerca de su arte. Aficionado a hablar con hombres del pueblo, discutía con el primero que encontraba y bebía con extranjeros de ínfima clase. Al saber que en algún lugar ofrecían los jóvenes un festín, sin prevenir a nadie de su llegada presentábase en él acompañado de flautistas y sinfonistas, entregándose a los excesos de la comida de tal forma, que muchas veces los comensales, amedrentados por su inesperada presencia, se levantaban y huían. Frecuentemente, despojándose del regio manto, se paseaba por el Foro vestido con toga como un candidato ante los comicios, dando la mano a unos, abrazando a otros y solicitando los sufragios para ser elegido edil o tribuno del pueblo, y cuando conseguía la solicitada magistratura, sentado en silla curul de marfil, a usanza romana, entendía de los actos judiciales, de las causas comerciales y de los negocios en litigio, pronunciando sentencias con la atención más escrupulosa. En vista de tal proceder, no sabían las personas prudentes qué opinión formar de él, juzgándole unos, hombre sencillo y fácil, y otros insensato. Con igual rareza distribuía las mercedes: a unos regalaba dados, a otros oro, ocurriendo a veces que los que por acaso hallaba, y a quienes jamás había visto, recibían inesperados obsequios. En las ofrendas a los dioses de las diferentes ciudades sobrepujó a todos sus antepasados: testigos el templo de Júpiter Olímpico en Atenas, y las estatuas colocadas en torno al altar de Delos. Habitualmente iba a los baños públicos cuando mayor era la concurrencia en ellos, y hacía llevar ante él vasos llenos de los perfumes más preciosos. Díjole uno cierto día en este momento: «Vosotros los reyes, que podéis emplear perfumes tan agradables al olfato, sois felices.» No le contestó, pero al día siguiente llegó al lugar donde aquel hombre se bañaba y ordenó que le derramaran sobre la cabeza una gran vasija llena del perfume más precioso, que se llama stacta o mirra líquida. Al ver esto acudieron en tumulto todos los bañistas para lavarse con los restos de aquel precioso perfume. Siguióles el rey, pero resbaló en los viscosos rastros de la mirra, y cayó al suelo con gran divertimiento de todo el mundo. |
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