Capítulo VII 

En el cual se cuenta cómo los judíos rehusaron rendirse a los romanos, y cómo los acometieron.

La gente más de guerra y más esforzada estaba con Simón, y eran hasta diez mil hombres, sin los idumeos: estos diez mil tenían cincuenta capitanes, a todos los cuales mandaba y era Simón superior. Los idumeos tenían diez capitanes de su misma gente, y eran hasta cinco mil: mostrábanse principales entre éstos, Diego, hijo de Sosa, y Simón, el hijo de Cathla. Juan, que se había apoderado del templo, tenía seis mil hombres armados; y éstos eran regidos por veinte capitanes, y habíanse también entonces juntado con él dos mil cuatrocientos de los zelotes, dejadas aparte las discordias que tenían, con los capitanes que antes solían tener Eleazar y Simón, hijo de Atino.

Estando, pues, estos puestos en guerras y discordias, como dijimos, por dominar el pueblo, a los que no hacían lo mismo que ellos, ambas parcialidades los robaban. Simón tenía toda la parte alta de la ciudad y el muro mayor hasta Cedrón, y tenía también del antiguo muro toda la parte de Siloa hasta el Oriente, y todo lo que baja hasta el palacio de Monobazo: éste era un rey y señor extraño de gente Diabena, el que habitaba de la otra parte del Eufrates. Tenía también en su sujeción el monte de Acra, que es la parte de la ciudad inferior, hasta el palacio de Elena, la que fué madre de Monobazo.

Estaba Juan apoderado del templo, y de alguna parte de allí alrededor, tenía también a Ophla y el valle que se llama Cedrón; y puesto fuego a todos los lugares que había en medio, hicieron plaza en medio con sus armas y guerras que entre sí tenían: porque no cesaba la sedición y revuelta dentro de la ciudad, aunque veían el campo de los romanos estar muy cerca de los muros. Al primer asalto e ímpetu que los romanos quisieron hacer, ellos se reposaron algún poco; mas luego volvieron a su antigua enfermedad, y dividiéndose en partes otra vez, cada uno por sí peleaba, haciendo todo lo que los romanos, que los tenían cercados, deseaban.

Porque no mostraron tanto rigor ni usaron los romanos de tanta crueldad con ellos, cuanta ellos mismos unos contra otros ejecutaban, ni experimentó en su daño algo de nuevo de los romanos la ciudad: porque padeció ciertamente más graves casos antes de ser destruida, y los que la ganaron hicieron algo más y de más nombre, porque juzgo haber sido destruidas por las sediciones y revueltas que dentro había, las cuales fueron combatidas y deshechas por los romanos; y eran mucho más fuertes, cierto, que los muros, de lo cual se puede harto claramente conocer que la adversidad y destrucción se debe atribuir a ellos y la justicia a los romanos, de donde se entenderá claramente que el tiempo mostró y pagó a cada uno según lo que merecía.

Pero pasando estas cosas de dentro, Tito iba mirando el cerco y rondando toda la ciudad con sus principales caballeros, por descubrir por qué parte le vendría mejor dar el asalto y combatir el muro. Estando, pues, en gran duda, por ver que no podía pasar por aquella parte por donde los valles estaban; y por el otro lado el primer muro parecía más fuerte que eran las máquinas que Tito tenía, parecióle bien acometerlo por el sepulcro de Juan, pontífice: porque esta parte sola era más baja, y era la primera y no estaba junto con el segundo muro, no habiendo tenido cuenta con guarnecerla; porque como era la nueva ciudad, no era tan frecuentada.

De esta manera, pues, tenían por aquí más fácil entrada en el tercer muro, por el cual pensaba poder tomar la parte superior y más alta de la ciudad, y por la torre Antonia el templo.

Mirando Tito estas cosas con diligencia, fué herido en el hombro izquierdo con una saeta uno de sus amigos, llamado por nombre Nicanor; hombre hábil y elocuente, habiéndose llegado juntamente con Josefo, por persuadirles la paz a los que estaban en los muros. Por lo cual conoció el emperador lo que ellos trabajaban, viendo que aún no perdonaron a los que los amonestaban y buscaban su salud, y determinó de cercarlos de hecho. Dió juntamente licencia a sus soldados que diesen saco a los arrabales que la ciudad tenía; y juntando para ello el aparejo, mandó edificar un montezuelo. Partiendo su ejército en tres partes, para acabar aquella obra, puso los tiradores y flecheros en medio; delante de éstos, en la vanguardia, puso muchos ballesteros, y todas las otras máquinas e ingenios de guerra, con los cuales pudiese defender su gente de los enemigos, si por ventura salían a estorbarles a los muros e impedirlos mientras estaban ocupados en poner en orden sus obras.

Habiendo, pues, cortado todos los árboles, mostráronse descubiertos todos los arrabales, y traídos aquéllos para acabar sus obras, estaba todo el ejército de los romanos muy contento y muy puesto en acabarlas.

Los judíos no eran menos diligentes en este mismo tiempo. El pueblo, que estaba puesto entre tales ladrones y matadores, tenía grande esperanza que había algún tiempo de alcanzar algún poco de sosiego estando aquéllos entretenidos contra los enemigos, y confiando que habían de alcanzar tiempo que pudiesen pedir venganza de tanto daño como les era hecho por sus mismos naturales, si los romanos salían con la victoria.

Juan, con todo, estábase quedo sin moverse, temiendo a Simón, aunque su gente quería salir contra los enemigos extranjeros; pero con todo, Simón no reposaba, porque estaba muy cerca de los enemigos, antes con sus dardos en orden por los muros (los cuales había poco antes quitado a los romanos) y aquellos que habían sido también tomados en la torre Antonia, les hacía guerra. No era provechoso a muchos usar de éstos, porque siendo mal diestros en tirarlos, antes se dañaban a sí mismos, y pocos había que, habiéndolo aprendido de los enemigos que habían huido, no se lastimasen. Mas con piedras y con saetas daban encima de los que trabajaban en hacer el monte; y saliendo también por algunas callejas, peleaban con ellos. Cubríanse los que entendían en la obra como con unas mantas puestas contra el valle, y tenían todas las legiones unas máquinas y obras para su defensa muy maravillosas: los ballesteros de la décima legión eran principalmente mayores, y de mayor vehemencia y fuerza los ingenios también, con que echaban las piedras, con las cuales eran derribados, no sólo los que osaban salir al encuentro, pero aun también aquellos que estaban sobre el muro, porque cada piedra pesaba un talento largamente, y tiraban más lejos y más largo de un estadio de camino, y el golpe que con estos ingenios y máquinas daban, era insufrible, no sólo a los primeros en quienes daban, sino aun alguna vez también era intolerable a los postreros.

Guardábanse los judíos de las piedras, porque eran claras y blancas; y no sólo se conocían con el ruido o sonido que hacían, sino aun también se veían con el color que tenían. Los que estaban, pues, de guarda y por centinelas en las torres, les avisaban cuando echaban sus golpes con las máquinas que para ello tenían; y cuando movían o echaban el hierro, gritaban en lengua de la patria ciertas palabras, diciendo: "El hijo viene"; y de esta manera sabían antes contra cuáles aquellas armas viniesen, y así se guardaban de ellos; y de esto sucedía que, guardándose ellos, caían las piedras sin provecho y sin hacer algo.

Por tanto, pensaron los romanos hacer las piedras con tintas negras; y echadas de esta manera, no daban tan en vano como solían antes, y derribaban a muchos juntamente; pero por más maltratados que los judíos aquí eran, no por eso daban más licencia ni libertad a los romanos que edificasen sus fuertes, antes les prohibían toda obra y todo atrevimiento, no menos de noche que de día.

Acabadas, en fin, las obras que los romanos hacían, habiendo echado el plomo y la cuerda, midieron el espacio y distancia que había de donde ellos estaban hasta el muro, porque no podía esto hacerse de otra manera, por la resistencia que por arriba les hacían. Y habiendo hallado unos que llamaremos arietes, iguales, llegáronlos en parte cómoda; y ordenadas sus máquinas según quiso, mandó Tito que combatiesen por tres partes el muro, por que no pudiesen impedirle ni causar algún estorbo a sus arietes. Era tan grande el ruido que se sentía con esto por toda la ciudad, que levantaron grandes voces todos los ciudadanos, y los sediciosos y revolvedores fueron muy amedrentados. Y porque pensaban que este peligro había de ser a todos común, determinaban todos ya resistirlo juntamente, aunque los que eran discordes y enemigos gritaban entre sí que cuanto hacían era en provecho de los romanos, y que ya que Dios no les quiera conceder perpetua concordia, por lo menos al presente tiempo les convenía a todos concordar y hacer generalmente resistencia a los romanos.

Envió también Simón un trompeta, y dió licencia y facultad a los que quisiesen para salir del templo y venir al muro: lo mismo hizo Juan, aunque éste menos se fiaba. Olvidando ellos sus enemistades y discordias, júntanse en uno;.y repartidos por el muro, echaban mucho fuego contra las máquinas de los romanos y contra los que movían aquellos ingenios que los romanos tenían hechos, y tirábanles sin cesar.

Saliendo también los más atrevidos a manadas, deshacían las cubiertas de las máquinas e ingenios de los enemigos; y poniéndose contra ellas, hacían mucho con el gran atrevimiento que tenían; pero poco con saber y destreza.

Estaba siempre Tito ocupado en ayudar a los que por él trabajaban; y habiendo ordenado la gente de a caballo cerca de aquellas máquinas e ingenios que había puesto, y sus flecheros, defendía y combatía a los que echaban el fuego, y hacía recoger de las torres a los que tiraban, dando espacio y tiempo a los que tenían puestos sus ingenios y máquinas, para que les hiciesen daño y efectuasen su intento: con todo esto no podían derribar el muro, sino que el ingenio de la quinta legión movió algún tanto la una esquina de la torre; y el muro permanecía siempre muy entero, porque no sintió luego su peligro, como hizo la torre, que era mucho más alta; y aunque ella cayese, no podía hacer daño alguno al muro.

Reposándose ya algún tanto, y dejando de salir contra los romanos, tuvieron ojo a que estaban atentos y distraídos en sus obras y en su campo, porque pensaban que los judíos se habían ido por el trabajo y miedo que tenían: salieron todos secretamente por la puerta adonde está la torre de Hípico, y echaron fuego a todas las obras que los romanos habían hecho. Salían armados contra los romanos, hasta llegarse a los fuertes que tenían éstos hechos delante de su campo; pero fueron movidos para mal de los judíos, tanto los que allí estaban cerca, como los de más lejos. La disciplina y uso de las armas que los romanos tenían, vencía el atrevimiento y audacia de los judíos; y habiendo hecho huir los primeros que hallaron, hacían fuerza contra los otros que se recogían. Trabóse una fiera pelea cerca de las máquinas e ingenios de los romanos, procurando los judíos ponerles fuego en sus ingenios y máquinas, resistiendo y trabajando los romanos por defenderlos, y así se levantaban las voces hasta el cielo de ambas partes; y muchos de los que estaban en la vanguardia y delantera, murieron.

El atrevimiento de los judíos era mayor, por lo cual eran superiores, y había ya tomado el fuego en las obras de los romanos; y fuera ciertamente todo abrasado, si los más escogidos de Alejandría no hubieran resistido, peleando muchos de ellos más esforzadamente que lo que de ellos se esperaba; porque ciertamente se adelantaron en esta guerra a los más valerosos, hasta tanto que, el capitán y emperador Tito, acompañado con los más esforzados caballeros de los suyos, dio en los enemigos, y él por su parte mató doce hombres de la parte contraria que le vinieron delante; y por temor de la matanza que se hacía en los judíos, forzados todos a huir, hízolos recoger dentro de la ciudad, y de esta manera libró sus máquinas e ingenios del fuego.

Aconteció que en esta pelea fué preso un judío vivo, y mandó Tito crucificarlo delante del muro, por ver si por ventura los otros que dentro estaban, espantados con esto se rendirían.

Después de haber partido de aquí el capitán de los idumeos, llamado Juan, estando hablando delante de los muros con un soldado conocido, fué herido en el pecho por un árabe con una saeta, y luego en la misma hora murió, y dejó por cierto gran dolor y llanto a los judíos, y mucha tristeza a los revolvedores, porque era hombre pronto en sus manos, y esforzado y muy sabio.

***

Usted está leyendo el Libro VI de La Guerra de los Judíos