Capítulo IDe los tres bandos en que estaba dividida Jerusalén, y de los finales que por ello se hacían.Habiendo Tito pasado la soledad de Egipto hasta Siria, y llegado a Cesárea, venía determinado de ordenar allí su ejército; pero estando él aun con su padre Vespasiano, a quien Dios poco antes había concedido el imperio, ordenando sus cosas, aconteció que la revuelta y levantamiento que había en Jerusalén se partió en tres parcialidades, de tal manera, que los unos venían contra los otros; lo cual alguno dirá ser lo mejor entre los malos, y ser hecho justamente. Arriba hemos declarado con diligencia de donde nació el principio de los zelotes y el señorío que sobre el pueblo tenían, lo cual era causa principal de la destrucción de la ciudad, también dijimos por quienes fué acrecentado: y ciertamente no erraría el que dijese haber nacido aquí una revuelta y levantamiento de otro, no menos que suele una fiera rabiosa mostrar su crueldad contra sus mismas entrañas, no hallando de fuera algo en que asir: así Eleazar, hijo de Simón, el cual desde el principio había apartado en el templo los zelotes, fingiendo que se enojaba por las cosas que Juan cada día atrevidamente cometía, no dejando él por su parte de causar v buscar a muchos la muerte, y no sufriendo, a la verdad, estar él sujeto al tirano que después de él se había levantado con el deseo de ser señor de todo, y con la codicia de su propio poder, faltó de los otros, habiendo tomado en su compañía a Judas, hijo de Chelcia, y a Simón, hijo de Ezron, ambos muy poderosos, además de los cuales también estaba con él Ezequías, hijo de Chobaro, varón noble: a cada uno de éstos seguían muchos de los zelotes, y más principales, y habiéndose apoderado de la parte del templo de dentro, pusieron encima de las puertas sagradas sus armas, y tenían confianza que no les había de faltar lo necesario, porque tenían abundancia de todas las cosas sagradas, los que no tenían por impío y contra toda religión cometer todo flagicio y maldad; pero temiendo, por verse pocos, los más se estaban ociosos en sus lugares y sin hacer algo. Cuanto Juan era más poderoso en la muchedumbre de gente que tenía, tanto era el lugar adonde estaba peor, y los enemigos lo vencían, porque teniendo éstos el lugar más alto, no podía acometer algo sin gran miedo, ni podía retirarse ni cesar con la ira grande que tenía; y padeciendo mucho mayor daño que no causaba ni hacía él a la parte de Eleazar, todavía se estaba firme, y no aflojaba en algo, porque había muchas arremetidas y escaramuzas, echábanse muchos dardos, de manera que el templo estaba lleno de hombres muertos. El hijo de Giora, llamado Simón, a quien el pueblo había llamado y hecho entrar dentro de la ciudad como tirano, viéndose ya todos desesperados, por la esperanza que en su socorro quedaba, teniendo la parte alta de la ciudad, y aun buena parte también de la baja, acometía a Juan y a su gente más animosamente, como combatido por la parte de arriba, y estaba sujeto a las manos de aquéllos, no menos que estaban ellos a los de arriba, que estaban en lo más alto; y de esta manera acontecía que Juan padecía dos guerras, y que dañaba y era dañado; y en cuanto era vencido por tener más ruin lugar, en esto mismo tanto más daño hacía, puesto en más alto lugar que Simón, defendiéndose de todas las acometidas que por abajo le hacían muy fácilmente y sin trabajo con su gente, y espantaba con sus máquinas a los que por arriba del templo le tiraban. Servíase de ballesteros y de lanzas también no pocas, y máquinas de piedras, con las cuales no sólo tomaba venganza de los que peleaban, pero aun mataban también a muchos de los que estaban ocupados en celebrar las cosas sagradas. Y aunque no dejaban de acometer como rabiosos toda maldad, por impía que fuese, todavía recibían pacíficamente a los que venían a sacrificar, remirando con diligencia, con sospecha y como guardas, todos los naturales y los huéspedes y extranjeros que alcanzaban licencia de ellos para entrar: cuando después querían salir, los acababan y consumían con sus levantamientos y sediciones ordinarias. Las saetas y dardos que tiraban, con la fuerza de las máquinas e ingenios que tenían, llegaban hasta el templo y hasta el altar, y daban en los que estaban allí celebrando sus sacrificios; y muchos que habían venido de las últimas partes del mundo con gran diligencia por ver el lugar santísimo, fueron muertos estando delante del altar y de los sacrificios: y llenáronlo de su sangre, como debiese ser muy adorado por todos los griegos y los bárbaros. Con los naturales que había muertos, había también muchos extranjeros mezclados, y con los sacerdotes, muchos también de la gente profana; y lo que solía ser antes lugar divino, era hecho con la sangre que de los muertos había, estanque de diversos cuerpos muertos. ¡Oh ciudad desdichada y miserable! ¿Qué sufriste de los romanos para comparar con esto? los cuales entraron por limpiarte de tus cubiertas maldades con fuego y con llamas. No era ya templo ni lugar donde Dios habitase, ni podías tampoco permanecer siendo hecha sepulcro de sus domésticos y naturales, habiendo hecho tu templo sepultura para la guerra civil de tus propios ciudadanos: bien podrás volver otra vez nuevamente a tu estado; podrás, ciertamente, si primero procuras aplacar la ira de Dios que te destruye; pero la ley del historiador manda que calle el dolor, pues no es tiempo éste de llorar el daño de los míos, sino de contar la cosa como pasa: por tamo, pues, proseguiré mi historia refiriendo todas las otras maldades que en estas revueltas y sediciones se cometían. Repartidos, como dije, en tres bandos estos traidores, Eleazar y sus compañeros, que guardaban las cosas sagradas y ofrendas, venían beodos contra Juan: los que seguían la parcialidad de éste, robando al pueblo, levantábanse contra Simón, que tenía en su ayuda toda la ciudad contra todos los que eran contrarios. Si algunas veces venían entrambas partes contra Juan, poníales delante sus compañeros; y saliendo de la ciudad, con lo que tiraban de los portales y del templo, con sus máquinas e ingenios que para ello tenían, se vengaba. Y cuando los que por arriba lo podían apretar no le dañaban, porque muchas veces, de cansados y beodos, no hacían algo, entrábase por la gente de Simón más libremente con muchos de los suyos. Y siempre, cuanto ganaba en la ciudad, haciendo huir a sus enemigos, y las casas llenas de trigo, poníalas fuego, con todas las otras cosas que hallaba destinadas para el servicio: y volviéndose después, seguíalo Simón y hacía lo mismo, quemando y gastándolo todo; parecía que aparejaban todos camino y daban plaza a los romanos, destruyendo todo cuanto estaba preparado y proveído contra el cerco de éstos y cortando todas las fuerzas que contra ellos tenían aparejadas. Aconteció, pues, a la postre, que todo lo que había alrededor del templo fué quemado, y fué hecha la ciudad plaza o campo para pelear los mismos naturales y ciudadanos de ella; y fué quemado casi todo el trigo, que pudiera haber bastado para muchos años a los cercados: fueron finalmente vencidos y presos por hambre, lo que no fueran, si ellos mismos no se lo causaran y hubieran buscado. El pueblo estaba dividido en partes, no menos que si fuera un cuerpo grande, siendo combatida la ciudad, parte por los bellacos y traidores que entre ellos había, y parte también por los vecinos y gente que cerca moraban. Los viejos y las mujeres espantadas y atónitas con tantos males como dentro padecían, hacían solemnes votos por la victoria de los romanos, y deseaban la guerra de los de fuera, por verse libres del daño que en sus casas de sus naturales recibían. Estaban con gran miedo y con terrible espanto, y no tenían ya tiempo para tomar consejo sobre lo que debían hacer, por mudar el parecer y voluntad, ni tenían esperanza de algún concierto, ni de poder huir de alguna manera: porque todo lo tenían muy guardado; y estando discordes aquellos príncipes de los ladrones, a cuantos hallaban que tenían paz con los romanos, o entendían que se querían pasar a ellos, los mataban, no menos que si fueran enemigos de todos; pero todos éstos estaban muy concordes en matar a cuantos buenos y dignos de la vida había. La grita y voces de los que peleaban eran continuas de día y de noche; mas eran más amargas las quejas y más tristeza causaban los que lloraban por el miedo grande que tenían: daban por causa de tantos llantos y lamentaciones, las continuas destrucciones que padecían; pero el temor grande detenía el llanto y los gritos que todos daban, y enmudeciendo con el dolor, eran afligidos y atormentados con gemidos callados dentro de su corazón. No respetaban ya los vivos a sus naturales y domésticos, ni se ponía diligencia en sepultar a los muertos: la causa de estas cosas era la desesperación que cada uno de sí y de sus cosas tenía. Los que no estaban con los revolvedores y sediciosos, habían ya perdido todo el ánimo y esfuerzo, como si ya les fuese imposible dejar de morir. Los sediciosos y revolvedores de la ciudad, allegados los cuerpos muertos en uno, pisándolos peleaban; y tomando mayor atrevimiento por ver tantos muertos y todos debajo de sus pies, mostraban mayor crueldad: pensando siempre algo contra sí que fuese dañoso, y haciendo todo cuanto les parecía sin alguna misericordia ni piedad, no dejaron de ejecutar toda crueldad y muerte; en tanta manera, que aun de las cosas que estaban consagradas al templo, Juan abusaba y se servía de ellas para hacer máquinas e ingenios para la guerra. Porque queriendo los pontífices y pueblo antiguamente fortalecer el templo y alzarlo veinte codos más de lo que ya estaba, el rey Agripa trajo del monte Líbano la materia y aparejo para ello con grandes gastos; es a saber, la madera, digna de ver por ser tan grande y tan derecha como se requería para tal obra; pero cesando la obra por haber intervenido la guerra, Juan cortó lo que le pareció que le bastaba, y edificó de ello torres, y púsolas contra los que peleaban contra él, por lo alto del templo, fuera del muro hacia la parte occidental, adonde solamente las podían asentar, porque las otras partes estaban ocupadas a la larga con las gradas. Habiendo, pues, éste hecho estas máquinas impíamente, confió que había de vencer y sujetar a sus enemigos con ellas; pero Dios mostró haber sido su trabajo en balde y perdido; y antes de poner en ellas algo, trajo a los romanos que lo echasen a perder, porque después que Tito hubo juntado y recogido parte de su ejército consigo, escribió a toda la otra gente que llegase a Jerusalén, y él partió para Cesárea. Había tres legiones, las cuales, debajo del regimiento de su padre Vespasiano, habían ya destruido y arruinado a Judea; y la duodécima, cuyos sucesos antiguamente con Cestio, capitán de ella, había probado en las peleas; la cual, aunque por esto más se señalaba en esfuerzo, también acordándose de lo que antes había padecido, venía con mejor ánimo y más esforzadamente contra ellos. Mandó que la quinta legión le saliese al encuentro por Amaunta, y que la décima subiese por Hierichunta; y él con todas las otras salió, trayendo en compañía de ellas socorros de reyes mayores que antes, y con ellos también le acompañaban muchos de los de Siria por el mismo efecto. De esta manera se hizo cumplimiento, y se llenaron las cuatro legiones de los que con Tito vinieron, por aquellos que Vespasiano había escogido para enviar a Italia. Dos mil hombres escogidos del ejército de Alejandría, y tres mil de la gente del Eufrates, seguían a Tito, y con ellos venía también su grande amigo Tiberio Alejandro, varón muy prudente, el cual había tenido antes la administración y regimiento de Egipto; y fué juzgado por digno que rigiese y gobernase el ejército, por la grande amistad que con Vespasiano había tenido el primero en el tiempo que su imperio comenzaba, y se juntó con muy entera fe, siéndole aún la fortuna y suceso muy incierto: y así éste mismo era el principal hombre de consejo en las cosas de la guerra, por la mucha edad, saber y experiencia que de ellas tenía. *** |
Usted está leyendo el Libro VI de La Guerra de los Judíos
|
|||