Capítulo X

De otro combate que los romanos dieron a los de Jotapata.

Venida la mañana, llegábase ya Vespasiano a tomar la ciudad con todo su ejército, después de haber descansado algún tanto del trabajo que habían pasado aquella noche. Y deseando echar a los que defendían el muro por la parte que de él había derribado, ordenó la gente más fuerte de a caballo de tres en tres, dejados atrás los caballos, haciendo que cercasen aquella parte que habían derribado, por todas partes, para que, comenzando a poner los puentes, entrasen ellos primero; y luego ordenó tras ellos la gente de a pie más esforzada y fuerte: extendió toda la otra caballería que tenía por el cerco del muro, en aquellos lugares montañosos, para que no pudiese alguno huir de la matanza pública. Puso después, para que los siguiesen, los flecheros, mandando a todos que estuviesen con las saetas aparejadas, y los que tiraban con honda también, y puso a éstos cerca de las máquinas e ingenios que para combatir tenía. Mandó llegar muchas escalas a los muros, para que acudiendo los judíos a defender éstos, desamparasen la parte que estaba derribada, y los demás fuesen forzados a recogerse con la fuerza de la gente que entrase.

Entendiendo este consejo Josefo, puso por la parte del muro que estaba entera, los más viejos y más cansados del trabajo, como casi seguros de no ser dañados; pero en la parte que estaba derribada, puso la gente más esforzada y poderosa, y eligió de todos principalmente a seis varones, entre los cuales se puso él mismo en la parte más peligrosa, y man­dóles que se tapasen las orejas, porque no fuesen amedrentados con la vocería y gritos de los escuadrones, se armasen con fuertes escudos contra los tiros de las saetas, y se fuesen recogiendo atrás hasta tanto que a los enemigos les faltasen las saetas; y que si los romanos querían ponerles puentes, les saliesen al encuentro para impedirlo, persuadiéndoles a resistir a los enemigos con sus mismos instrumentos de ellos, diciendo a todos que habían de pelear, no como por conservar la patria, pero como por cobrarla y sacarla de manos de los ene­migos: díjoles también que debían ponerse delante de los ojos, ver matar los viejos, padres, hijos y mujeres, y ser todos presos por los enemigos; y habían de mostrar sus fuerzas contra la fuerza de los enemigos, y contra las muertes hechas en los suyos; y de esta manera proveyó a entrambas partes.

El vulgo y gente del pueblo de la ciudad, los que no eran para las armas, las mujeres y muchachos, cuando vieron la ciudad cercada con tres escuadrones, sin ver alguno de los que estaban de guardia mudado de su lugar, y vieron los enemigos con los espadas desenvainadas, que hacían gran fuerza en aquella parte del muro que estaba derribada, cuando vieron también todos los montes que estaban cerca relucir con la gente armada, y a un árabe con diligencia proveer de saetas a todos los ballesteros, dieron todos muy grandes gritos, no menores que si fuera tomada la ciudad, de tal manera, que parecía estar ya todo el mal con ellos no cerca, pero dentro. Cuando Josefo sintió esto, encerró todas las mujeres dentro de las casas amenazándolas mucho, y mandándolas callar: porque siendo oídas por los suyos, no se moviesen a misericordia, y faltasen a lo que la razón les obligaba con los grandes clamores y gritos que todos daban, y él se pasó a la parte del muro que por suerte le cupo: no quiso ocuparse en resistir y rechazar a los que trabajaban en poner las escalas a los muros; tenía sólo cuenta de la muchedumbre de saetas que les tiraban.

Entonces comenzaron a tañer todas las trompetas de todas las legiones y escuadrones del campo: comienzan también a dar gran grita todos, y haciendo señal para dar el asalto a la villa, comenzaron a disparar las ballestas de tal manera por ambas partes, que obscurecían la luz; tantas echaban.

Acordábanse los compañeros de Josefo de lo que él les había aconsejado: y con los oídos tapados por no oír los clamores grandes que todos daban, y armados muy bien contra los golpes y heridas de las saetas, al llegar las máquinas que los romanos acercaban para hacer sus puentes, saltáronles ellos delante, y antes que los enemigos pusiesen los pies en ellas, ocupáronlas los judíos, y trabajando los romanos por subir, eran fácilmente echados con sus armas: mostraron estos judíos gran fuerza, así en sus brazos como fortaleza en sus ánimos, con muchas hazañas que hicieron, y trabajaban en no parecer menos valerosos en tan gran necesidad y aprieto como ellos estaban, que eran fuertes y esforzados sus enemigos, no estando en algún peligro, y no podían ser antes apartados de los romanos, que, o muriesen o los matasen a todos.

Peleaban, pues, continuamente los judíos, sin tener otra gente que pudiesen poner en su lugar, como hacían los romanos, que siempre quitaban la gente cansada y ponían luego otra; y a los que la fuerza de los judíos derribaba, luego les sucedían otros en su lugar, los cuales, esforzándose unos a otros, juntábanse todos, y cubiertos por encima con unos escudos algo largos, hízose como un montón de ellos; y haciéndose todo el escuadrón un cuerpo, venían contra los judíos, y ya casi ponían los pies en el muro. Entonces, viéndose tan apretado Josefo, puso consejo y trabajó en remediar aquella necesidad tan grande: dióse prisa en inventar algunas máquinas, desesperando ya de la vida: mandó tomar mucho aceite hirviendo, y echarlo por encima de todos los soldados, aunque estaban defendidos contra el aceite con los duros escudos con que tenían sus cuerpos muy bien armados. Muchos de los judíos, que tenían gran abundancia de aceite y muy aparejado, hicieron presto lo que Josefo mandaba, y echaron encima de los romanos las calderas del aceite hirviendo. Esto arredró y dispersó todo el escuadrón de los roma­nos, y con muy cruel dolor los echó del muro. Porque pasaba el aceite desde la cabeza por todo el cuerpo, y quemábales las carnes no menos que si fueran llamas de fuego: porque de su natural se calentaba fácilmente y se enfriaba tarde, según la gordura que de sí tiene. No podían huir el fuego, porque tenían las armas y cascos muy apretados, y saltando unas veces y otras encorvándose con el dolor que sentían, caían del puente. No podían, además de lo dicho, recogerse seguramente a los suyos que peleaban, porque los judíos, persiguiendo, los maltrataban.

Pero no faltó virtud ni esfuerzo a los romanos en sus adversidades, ni tampoco faltó prudencia a los judíos: porque aunque parecían y mostraban sufrir muy gran dolor los romanos con el aceite que les echaban encima, todavía movíanse con furor contra los que lo echaban, corrían contra los que les iban delante, como que aquellos detuviesen sus fuerzas.

Los judíos los engañaron con otro engaño que de nuevo hicieron, porque cubrieron los tablados de los puentes de heno griego muy cocido, y queriendo subir los enemigos, deslizaban resbalando, de manera que no había alguno, ni de los que venían de nuevo, ni de los que querían huir, que no cayese: unos morían pisados debajo de los pies encima de las mismas tablas de los puentes, y muchos eran derribados y echados encima de los montes que los romanos habían hecho; y los que allí caían eran heridos por los judíos, los cuales, viéndose ya libres de la batalla por huir los romanos y caer de los puentes, fácilmente les podían tirar y herirlos con sus armas.

Viendo el capitán Vespasiano que su gente padecía mucho mal en este asalto, mandóles recogerse a la tarde, de los cuales fueron no pocos los muertos, pero muchos más los heridos y maltratados.

De los vecinos de Jotapata fueron seis muertos y más de trescientos los heridos. Esta fué, pues, la pelea que tuvieron el 20 de junio.

Consoló a todo el ejército Vespasiano, excusando lo que había acontecido; y viendo la ira grande y furor que todos tenían, conociendo también que buscaban más pelear que no reposarse, levantó sus montes más de lo que ya estaban, y mandó alzar también tres torres, cada una de cincuenta pies, cubiertas de hierro por todas partes, por que estuviesen firmes, y fuesen de esta manera defendidas del fuego, y púsolas encima de los montes que había levantado, llenas de flecheros y ballesteros, y de todas las otras armas que ellos solían tirar. Como, pues, no pudiesen ser vistos los que dentro de ellas estaban, por ser tan altas y tan bien cubiertas estas torres, herían fácilmente y muy a su salvo a los que veían a estar encima de los muros con sus saetas.

No pudiendo los judíos guardarse, ni aun ver fácilmente por dónde les venían tantas saetas; y no pudiendo vengarse de los que no podían ver, ni descubrir la altura de ellas, les hacía dar en vano todo cuanto ellos les tiraban y la guarnición que tenían de hierro las defendía y resistía del fuego que les ponían, por lo cual hubieron de desamparar la defensa del muro; y vinieron a pelear contra los que trabajaban por entrar dentro de la ciudad.

De esta manera trabajaban por resistir los de Jotapata, aunque muchos morían cada día sin que hiciesen algún daño a sus  enemigos; porque no podían combatir sin peligro muy grande.

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Usted está leyendo el Libro III de La Guerra de los Judíos