Capítulo XIDe los sacerdotes y destrucción del Gazofilacio o tesoro del templo.Ardiendo el templo, cuanto a las manos les venía a los soldados y podían haber, todo lo robaban, y la gente que mataban era infinita de cuantos hallaban. No hubo misericordia de edad, por vieja que fuese, ni hubo reverencia alguna a la castidad, antes niños y viejos, sacerdotes y gente profana todos eran muertos y puestos a cuchillo, igualmente eran todos perseguidos de una misma manera, así los que les suplicaban, como los que les resistían: y el ruido del fuego con los gemidos y llantos de los que morían hacíase siempre mayor; pues por ser aquel collado muy alto, y la obra que se quemaba ser muy grande, parecía ciertamente que toda la ciudad ardía y estaba llena de fuego, y no hay clamor ni voces tan horribles y espantosas como aquí se oían; porque las legiones de los romanos levantaban ruido grande, y las voces de los sediciosos que estaban cercados de fuego y de armas, subían al cielo. Huía el pueblo que de fuera hallaba a los enemigos con miedo grande, y las quejas que daban por tal destrucción pasaban al cielo. Los que estaban en el collado hacían retumbar el ruido por toda la ciudad: muchos que estaban marchitos y medio muertos, por fa grande hambre que padecían, cerrados ya sus ojos por estar muy cerca de la muerte, viendo el fuego del templo y las quejas que por todas partes daban, cobraron fuerzas, recobraban el habla y comenzaron a dar grandes voces. Resonaba con el ruido toda la región que estaba de la otra parte del río, y los montes que alrededor había hacían retumbar más los alaridos y los hacían más graves y todavía eran, cierto, las muertes que dentro se hacían mayores que no eran las voces y el ruido: porque quien lo viera pensara que el collado, en el cual estaba edificado el templo, se abrasaba de raíz: tan lleno estaba por todas partes de fuego. Pues la sangre que manaba se mostraba aún mucho más que no el fuego, y fueron muchos más los muertos que los matadores; estaba toda la tierra cubierta de muertos y los soldados perseguían a los que huían corriendo por encima de los cuerpos muertos. Eran en fin, los ladrones en tanto número, que hicieron recoger a los romanos en la parte de fuera del templo, y ellos acometieron para entrar en la ciudad, porque todo el pueblo que había quedado había huido a la puerta que estaba en la parte exterior. Había también algunos sacerdotes, que al principio con unas puntas de hierro y después con sus propias sillas, adonde se asentaban, las cuales siendo de plomo las atrancaban y tirábanlas a los romanos, pero viendo a la postre que nada aprovechaba y que el fuego ya llegaba a ellos, apartábanse a una pared ancha de ocho codos, por que el fuego no pudiese tomarlos y estábanse allí. Dos de los nobles, como pudiesen librarse, y guardarse de todo peligro huyendo a los romanos o permanecer en el mismo estado y fortuna de los otros, ellos mismos se echaron en el fuego y fueron quemados juntamente con el templo: el uno era Meyro, hijo de Belga; el otro Josefo, hijo de Daleo. Los romanos viendo que vanamente y por demás les era querer conservar los edificios que alrededor del templo estaban, ardiendo el templo, pusieron fuego a todo juntamente y a cuanto quedaba aún de los portales y puertas, excepto una que había por la parte de Oriente, y otra por la parte de Mediodía, las cuales después del todo derribaron y destruyeron. Dieron fuego también a las arcas donde estaba el tesoro, llamadas con propio nombre Gazofilacio, las cuales estaban llenas de dinero, de ropas y de muchos otros bienes; y concluyendo con esto brevemente, estaban dentro de ellas todos los bienes y riquezas de los judíos: porque todos los ricos habían vaciado sus casas en ellas y habían recogido allí sus tesoros. Vinieron también contra un solo portal que quedaba entero fuera del templo, adonde se habían recogido todas las mujeres y los muchachos y otra muchedumbre a la revuelta, hasta seis mil personas. Pero antes que Tito determinase algo sobre las cosas que convenían hacerse de esa gente y antes de mandar algo a sus capitanes, los soldados que ardían con la ira grande que tenían, pusiéronle fuego. De aquí sucedió que los unos murieron queriendo echarse de allí abajo y otros fueron con el fuego quemado, .de manera que de número tan grande ninguno se libró con la vida. Causa de la muerte de éstos había sido un falso profeta, el cual había predicado el mismo día en la ciudad, que Dios los mandaba subir al templo por darles señal y respuesta de su salud y salvación, porque muchos profetas sobornados entonces por los tiranos, denunciaban al pueblo que esperasen el socorro de Dios y no tuviesen cuidado de guardarse y menos de huir de ellos, y los que no temían, ni se guardaban, se detuviesen también mucho mejor con la esperanza que les daban estos falsos profetas. Porque cuando un hombre está en adversidad fácilmente se le persuade de toda cosa, y si el que quiere engañar promete haber de ser librado del mal que al presente padece, necesariamente el que lo padece es forzado a tener esperanza. *** |
Usted está leyendo el Libro VII de La Guerra de los Judíos
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