Sixto V, el papa que rescribió la Biblia

En 1572, cuando Gregorio XIII se convirtió en papa, el franciscano cardenal Montalto se retiraba de la vida pública. Sus colaboradores difundieron que su eminencia ya tenía un pie en la sepultura y sólo deseaba prepararse para una buena muerte. En las raras reuniones del colegio cardenalicio a las que se veía obligado a acudir, exteriorizaba continuos accesos de tos como si se hallara en la fase final de la tisis. Ante cualquier asunto que se propusiera, se limitaba a inclinar con sumisión la cabeza ampliamente tonsurada en señal de asentimiento. Se encontraba demasiado débil para discutir. Cuando sus colegas hacían protestas de que era demasiado joven para morir. Felice Peretti da Montalto alzaba tristemente sus hombros y se añadía ocho años más a la edad que tenía, en un esfuerzo para convencerles de lo inminente de su próximo fin. Un visitante inglés llegado a Roma, que tuvo la rara oportunidad de poder observar a su eminencia inclinado sobre el hogar, lo describió a sus compatriotas como «el más postrado y humilde cardenal que jamás se había alojado en un horno».

El papa Gregorio falleció en 1585. Montalto apareció en el cónclave, mejillas hundidas, mirada mortecina, arrugas perfectamente visibles. Andaba a paso de tortuga, su voz apenas era audible. Se apoyaba en unas muletas y estaba tan encorvado que su cabeza casi rozaba el suelo. Para los cuarenta y dos cardenales electores, era evidente que Montalto era perfecto para el pontificado. Su desilusión fue inmediata. En cuanto Montalto ganó la votación, según su biógrafo Leti, se enderezó y arrojó las muletas con un grito: «Ahora soy César», antes de entonar el Te Deum con voz atronadora.

En cinco años, Sixto V llevó a cabo un trabajo de cincuenta años. Organizó equipos de obreros que se afanaron día y noche para colocar el cimborio de San Pedro. Para el desplazamiento del obelisco, palmo a palmo, empleó centenares de hombres y muías, colocándolo en el centro de la plaza en donde hoy se encuentra. Construyó la Biblioteca Vaticana. Erigió un acueducto a través de valles y montañas para traer agua a Roma desde una distancia de treinta y dos kilómetros. Con justicia, mereció el sobrenombre de «El torbellino consagrado».

A su titánica energía se aliaba una tumultuosa egolatría. Afirmó su jurisdicción temporal sobre todos los reyes y príncipes. Cuando el jesuíta Roberto Bellarmino, el más intrépido paladín del papado desde santo Tomás, insinuó, en su obra Controversias, que el papa solamente tenía jurisdicción indirecta sobre los gobernantes temporales, Sixto resolvió censurarle. Alegó que, por cualquier motivo y cuando le placiera, podía nombrar o destituir a quienquiera, incluido emperadores. Asimismo, descalificó al teólogo Vittorio por atreverse a escribir que era legal desobedecer los mandatos injustos del papa. Sí, él, Sixto pontífice, proscribiría las obras de estos dos apóstatas.

Los cardenales de la Congregación del Índice estaban demasiado aterrorizados para decir a Su Santidad que estos dos eminentes autores basaban sus opiniones en trabajos de innumerables santos y eruditos. El conde de Olivares, embajador español en Roma, escribió a Felipe II que los cardenales guardaban silencio «por temor a que Sixto les diera pruebas de su irascibilidad y acaso incluyese a los mismos santos en el índice».

Sixto fue particularmente displicente con Bellarmino. De forma desinteresada, el jesuíta había cooperado con él en la edición de las obras de san Ambrosio. No debió resultar fácil. En cada cuestión, Sixto denegó su juicio. Posteriormente, el papa ordenó que su versión quedaba establecida como texto oficial a partir de ese momento. Fue y sigue siendo lo más indigno de confianza que pueda imaginarse.

Respecto a la Biblia adoptó la misma tesitura arbitraria. Sus consecuencias fueron ruinosas.

La versión latina de la Biblia, la Vulgata, fue obra de san Jerónimo en el siglo IV. Durante la Edad Media ya se había mostrado como inadecuada. Se habían introducido muchas falsas interpretaciones por causa de los copistas desatentos. Con la llegada de la imprenta, las ediciones se multiplicaron y con ellas los errores. Con la Reforma, los protestantes hicieron sus propias versiones; para los católicos era un imperativo poseer un texto digno de confianza de la Vulgata que zanjase todas las incertidumbres.

En 1546, el Concilio de Trento había señalado la Vulgata como la auténtica versión de la Biblia. Es la única que debía ser utilizada para la lectura, controversias, sermones. Por «auténtica» querían decir que los católicos podían estar seguros de que se hallaba exenta de todo error moral y doctrinal y era sustancialmente fidedigna a sus orígenes. Cuando los padres conciliares trentinos encargaron una nueva edición de la Vulgata, no se dieron cuenta de la magnitud de la empresa. Se sucedieron once papas y no se había hecho nada. Hasta Sixto V.

A los tres años de su pontificado, a finales de 1508, los especialistas que había nombrado para la edición de la Vulgata le presentaron su texto definitivo. Era demasiado erudita para el gusto del papa; y habían incluido en ella demasiadas variantes interpretativas. Intemperante, expulsó del local al presidente de la comisión, el cardenal Carafa, y a voz en grito exclamó que él podría haberlo hecho mucho mejor. Despampanante pretensión que quiso demostrar. Con trescientas palabras definitorias, declaró en una bula que él, el papa, era la única persona apropiada para decidir la cuestión de una Biblia auténtica para la Iglesia.

Estuvo trabajando hora tras hora, una noche tras otra, ya que padecía de insomnio. Disponía a todas horas de un solo secretario, a quien estuvo a punto de llevarlo a la sepultura. En lo principal, Sixto se mantuvo fiel al texto de Lovaina con el que estaba familiarizado. No era particularmente erudito. Donde aparecían puntos oscuros, no le dolieron prendas en añadir párrafos y frases clarificadores. A menudo, traducía con arreglo a su antojo. Otro rasgo de su idiosincrasia era alterar las referencias. En 1555, Robert Stephanus había redactado un sistema de capítulos y versículos. No era perfecto, pero resultaba apropiado y se utilizaba en toda la cristiandad. Sixto lo desechó reemplazándolo por un esquema propio. Todas las Biblias anteriores se convirtieron inmediatamente en obsoletas; todos los libros escolares con sus arsenales de textos tuvieron que reimprimirse. Aparte de cambiar los títulos de los salmos, considerados por muchos como inspirados, omitió, probablemente por descuido, versos enteros.

En sólo dieciocho meses su trabajo había concluido. En 1590 apareció el primer ejemplar. «Espléndido», musitó, admirando su preciosa encuadernación, hasta que una ojeada al texto le revelaría los muchos errores tipográficos. Seguidamente, fue hallando más y más. También esperaba de los impresores que trabajaran día y noche, como un torbellino.

A fin de ganar tiempo, Sixto comenzó a hacer enmiendas según su estilo. Escribió correcciones en tinta sobre pequeños pedazos de papel —cuadrados, oblongos, triangulares— y los fue pegando sobre las erratas de imprenta. Estuvo ocupado durante seis meses e incurrió en multitud de chapuzas. La publicación iba posponiéndose a medida que seguía la pesadilla papal. Su bula, Aeternus ille, ya estaba preparada. Nunca se dio documento más autoritario:

En la plenitud de nuestro poder apostólico. Nos decretamos y declaramos esta edición... aprobada por la autoridad que el Señor nos ha conferido, sea recibida y tenida como verdadera, legítima, auténtica e indiscutible en todas las controversias, lecturas, prédicas y elucidaciones públicas y privadas.

A ningún impresor, editor, librero le estuvo permitido desviarse una jota de esta auténtica y definitiva versión de la Biblia latina. Cualquiera que contraviniese la bula sería excomulgado y solamente el papa podría absolverle. También se preveían penas temporales.

A mediados de abril se remitieron algunos ejemplares a cardenales y embajadores. La inspeccionaron con mirada titubeante. Cuatro meses después, el 27 de agosto, las campanas del Capitolio notificaban el fallecimiento del papa. Esa noche se desató una tormenta de tal envergadura que pareció como si el espíritu del difunto Sixto hubiera extraviado a los elementos. Roma lo celebró con júbilo, pero nadie superó el gozo de sus adversarios en el Colegio Cardenalicio.

El siguiente papa murió tras doce días de pontificado. Gregorio XIV (1590-1591) tuvo que asumir la tarea de limitar el perjuicio. Pero ¿cómo? En la plenitud del poder pontificio, se había impuesto una Biblia, acompañada por una orla de excomuniones, a toda la Iglesia, y resultaba que estaba llena de errores. Los ámbitos académicos estaban sumidos en una barahúnda; los protestantes se lo pasaban en grande ante el trance por el que pasaba la Iglesia católica.

El 11 de noviembre de 1590, Bellarmino regresaba a Roma de una misión por el extranjero. Personalmente, se sentía aliviado de que Sixto, que quería incluirle en el índice, hubiera fallecido, pero temía por el prestigio del papado. Sugirió al nuevo papa la manera de afrontar el dilema. En su Autobiografía lo contaría todo.

Algunas personalidades, cuyas opiniones eran de gran peso, sostenían que debiera ser públicamente prohibida. No compartí esta manera de sentir y mostré al santo padre como, en lugar de prohibir la edición de la Biblia en cuestión, sería preferible corregirla de tal modo que pudiera publicarse sin menoscabar el honor del papa Sixto. Esto podía alcanzarse eliminando rápidamente las alteraciones más inconvenientes y publicando seguidamente el volumen presidido por el nombre de Sixto, con un prefacio indicando que, debido a las prisas, se habían deslizado algunos errores en la primera edición achacables a los impresores y otras personas

Resumiendo, Bellarmino aconsejaba al papa que no dijera la verdad. Algunos de sus admiradores han discutido esta cuestión. Su empresa fue formidable.

Las opciones eran evidentes: admitir públicamente que el papa había errado en cuestiones críticas de la Biblia o comprometerse en un encubrimiento de consecuencias impredecibles. Bellarmino propuso lo segundo.

Pudo haberle tentado esta alternativa porque era la más honorable para él; defendía el honor de alguien que había impugnado el suyo. También puede que su intención fuese incluir a Sixto en esa vaga alusión a la culpa de impresores «y otras personas». Aun así, ¿podía cualquier lector sospechar que el papa fuera una de las otras personas? Además, los únicos errores perjudiciales eran los del papa, no los de los impresores

La impostura no terminaba aquí.

Un completo recorrido de la Biblia de Sixto requería años. Años de los que no disponía. Un pequeño grupo de especialistas, incluyendo a Bellarmino, se trasladó a una casa de campo, sita en la ladera de los montes Sabinos, a veintinueve kilómetros de Roma, para trabajar. Realizaron una labor encomiable, completando su revisión a mediados de junio de 1591. El problema radicó entonces en cómo presentarla al mundo. Bellarmino, preguntado por el nuevo pontífice, desarrolló la simulación.

La nueva versión debía imprimirse en el acto. La versión de Sixto estaba expuesta a caer en manos de los herejes. Éstos irían a la caza de las alteraciones, omisiones, traducciones equívocas y dirían: «Fijaos, a los papas nos les importa tergiversar los textos bíblicos con tal de lograr sus propósitos». Con el nuevo texto iría un prefacio diciendo que Sixto había publicado una Biblia revisada con arreglo a sus órdenes, pero que, al revisarla, había descubierto que se había deslizado un gran número de errores debido a un apresuramiento injustificado. Ello no era tan inhabitual tratándose de primeras ediciones.

Por lo tanto, Sixto decidió que había de volver a revisarse todo el texto. A su muerte, sus sucesores estaban ansiosos por llevar a cabo sus deseos. De ahí, la nueva edición.

Exposición muy alejada de la verdad. Los únicos errores realmente perturbadores eran aquellos de los que Sixto no se había percatado: los suyos. Nunca tuvo la más leve intención de revisar sus propias conclusiones, tan sólo las erratas de los impresores. La determinación de revisar y hacer una nueva edición se tomó después de su muerte.

La idea de Bellarmino era la siguiente: cuidar que los papas nunca se
vieran en el trance de tener que condenar decretos solemnes de sus antecesores. Esto repercutiría negativamente en la misma autoridad pontificia. Por otra parte, también a la Biblia se le debía un respeto; como el papado, era una cuestión infalible. Por exigencia de conciliar lo inconciliable, se derivó la simulación.

Bellarmino sugirió que la nueva versión no fuese la única autorizada. Había sido confeccionada con prisas y, sin duda, había errores en ella que el tiempo iría revelando. Además, añadió, «aunque el papa nos haya conferido el encargo, no podía transferirnos la asistencia del Espíritu Santo que es de su exclusiva prerrogativa». Existía en la mente de Bellarmino, pese a toda su grandeza y sutileza, un indicio casi infantil cuando se trataba del pontificado. No se tomó la molestia de explicar qué había ocurrido con la asistencia del Espíritu Santo mientras Sixto trabajaba en la Vulgata.

A finales de 1592, la Biblia estuvo lista para publicarse y Clemente VIII dio su asentimiento de que saliese bajo el único nombre de Sixto.

En The Church and the Papacy (1944), Jalland escribe con ironía que este contencioso

sirve para proporcionar una prueba documental incomparable sobre la posibilidad de que incluso la sede romana puede variar su modo de pensar. Aun así, este hecho fue posteriormente enturbiado; cuando apareció la nueva edición en 1592, fue denodada y simuladamente presentada al mundo como la Biblia «sixtina». Si el nombre de Clemente fue introducido posteriormente, apenas serviría para propiciar una hazaña singular de picardía literaria, no para esconder la verdad de que la sede romana pudiera haber cedido al clamor popular hasta el punto de considerar una decisión previa como reversible.

Tras la ficción, aún quedaba un problema pendiente: cómo recuperar los ejemplares de la verdadera Biblia de Sixto. Bellarmino aconsejó al papa que los recomprara, sin reparar en el coste, que tenía visos de ser elevado. No solamente estaban magníficamente editados, sino que un semientendido vería en ellos una rareza valiosa.

Se enviaron instrucciones a la Inquisición de Venecia y al superior general de los jesuítas para que se rastrearan las empresas impresoras y los domicilios particulares, especialmente en Alemania, para poner a salvo el honor del pontificado. La búsqueda presentó rasgos de farsa. Cuando los protestantes distribuían Biblias librepensadoras, la Iglesia católica intentó desesperadamente hacerse con ellas.

Se ignora la cantidad de ejemplares que pudieron recuperarse, pero todo lo más serían diez. Uno de los ejemplares fue a parar a la Bodleian Library, de Oxford. Su primer bibliotecario, el doctor Thomas James, la trató como maná caído del cielo. En 1611 escribió un libro contrastando las Biblias de Sixto y de Sixto-Clemente. Halló «que ambos papas diferían notoriamente entre sí, no solamente en el número de versículos [la última versión se retrotrajo al sistema de referencias de Stephanus], sino en el armazón textual, en los prefacios y en las mismas bulas».

James afirmó que había observado algo extraordinario: dos papas lidiando entre sí en abierta contradicción. «En esta lidia, su cabeza quedó tan empañada y su Iglesia herida de muerte de tal modo que todo el terebinto de Judea sería incapaz de sanarlas. He aquí a un papa contra otro, Sixto contra Clemente, Clemente contra Sixto, polemizando, escribiendo y luchando sobre la Biblia de Jerónimo.» Por lo que respecta a los católicos, dijo James, la Biblia era una nariz de cera que los papas configuraban de la manera que mejor les convenía. «Si el papa decía que lo blanco era negro y lo negro blanco, ningún católico osaría discrepar.»

Fue una buena controversia y Sixto se la merecía plenamente. Pero ni siquiera el doctor James descubrió más de una o dos diferencias fundamentales entre ambos papas, ni tampoco una intención manifiesta de embaucar al lector por parte de los dos pontífices. Había una gran estupidez, pero poca malicia.

Lo que el contencioso revelaría fue algo muy distinto.

En cualquier otra institución, los equívocos en los que incurrió Sixto no hubieran pasado de ser meros tropiezos irrisorios rápidamente olvidados. Sólo en la Iglesia católica podían llegar a provocar lo que, desde el punto de vista de Bellarmino, sería la mayor crisis de la Reforma. A fin de reaccionar contra ella, una personalidad de la integridad de Bellarmino se vio compelido a engarzar mentiras y verdades a medias que más de un papa se creyó a ciegas con alivio. Si una santa persona como Bellarmino se hallaba dispuesta a mentir en favor del papado, ¿qué no harían los demás? ¿Qué han hecho los demás? ¿Qué están dejando de hacer los demás?

Bellarmino, desinteresado y pobre, emerge como triste víctima del papado por el que dio la vida en su defensa. Se involucró de tal manera en el tema que se le pueden aplicar las palabras dichas por el doctor James. Para complacer al papa, declaró que lo negro era blanco y lo blanco negro en uno de los ámbitos más peligrosos: la ética. Enuncia en su obra sobre el pontífice romano que cualquier cosa que ordene el papa, por malo o ridículo que sea, debe ser obedecida, como si fuera una virtud por sí misma. Cualquier cosa que haga el papa, incluso cuando depone un emperador por el más frívolo de los pretextos, ha de ser aceptada por los católicos que, a partir de ese momento, deben obedecer al papa y no al emperador.

El contencioso del papa que volvió a escribir la Biblia demuestra una vez más que la doctrina según la cual el papa no puede errar crea su propia versión histórica e incluso conduce a santos varones a mentir en su favor. Pero a Bellarmino se le recuerda principalmente no porque encubriera a un papa, sino porque contribuyó a arruinar la carrera de un laico, uno de los más afamados que han existido. Galileo Galilei.