Sixto IV
Estalla la tormenta
Durante el siglo XV no se alzó ninguna voz en defensa del papado. Con personas como Francesco della Rovere en el solio pontificio no es difícil entender este silencio.
Francesco se convirtió en Sixto IV en 1471. Tenía varios hijos, denominados, según costumbre de la época, «sobrinos del papa». Sixto otorgó el capelo cardenalicio a tres sobrinos y a otros seis familiares. Entre los beneficiados se encontraba Giuliano della Rovere, futuro Julio II.
El predilecto de Sixto era Pietro Riaro, al que el historiador Theodor Griesinger señalaba como hijo del papa y su propia hermana. Sin duda, el nuevo papa manifestaba una alarmante debilidad hacia el muchacho. Le hizo obispo de Treviso, cardenal arzobispo de Sevilla, patriarca de Constantinopla. arzobispo de Valencia y arzobispo de Florencia. Hasta ese momento, Pietro no había abandonado su hábito de fraile franciscano. Todos los años se había hecho desinfectar los hábitos para sacarse de encima la miseria. Al convertirse en cardenal, cambió. Se volvió un manirrotro a gran escala, manteniendo a damas que acudían a visitarle y a las que regalaba bacinillas de oro. Los cronistas de la época se lamentaron por la miserable utilización de los tesoros de la Iglesia. Riaro moriría joven, completamente consumido.
Sixto IV edificó la capilla que lleva su nombre y que, en la actualidad, es utilizada para la elección de los papas. Ha visto boato e ignominia. En ella, los cardenales organizaron refrigerios, vivaquearon, la usaron como dormitorio y a menudo provocaron algaradas. Bajo su bóveda, Napoleón cobijó a sus caballos. La Capilla Sixtina no es más que un adorno del Vaticano, que se hermoseó espléndida y rápidamente en tanto en cuanto hubo corrupción en su interior.
Sixto fue el primer papa que autorizó los burdeles en Roma; aportaban a sus arcas treinta mil ducados al año. También sacó un buen beneficio de una contribución impuesta a los curas que mantenían concubinas. Otra fuente de ingresos fue el otorgamiento de privilegios a los adinerados, «para ofrecerles la posibilidad de solazarse con ciertas matronas en ausencia de sus esposos».
Pero Sixto demostró sus dotes de genio en el apartado de las indulgencias. Fue el primer papa a quien se le ocurrió que podían aplicarse a los difuntos. Incluso se vio abrumado por su popularidad. Representaban una fuente infinita de ingresos que ni siquiera sus codiciosos antecesores hubiesen soñado. Sus implicaciones cortaban la respiración; el papa, criatura de carne y hueso, extendía su poder hasta las regiones de los muertos. Almas atormentadas por sus crímenes podían liberarse gracias a su palabra, con tal que sus devotos familiares se hurgaran los bolsillos. Y ¿quién no lo haría, si todavía conservaba un gramo de decencia cristiana? Viudos y viudas, padres acongojados lo gastaban todo tratando de sacar del purgatorio, descrito en sus colores más espeluznantes, a sus seres queridos.
Rezar por los difuntos era una cosa, pagar por ellos, otra. A las gentes sencillas se les hacía creer que el papa, o los que venían a su aldea para venderles el perdón del papa, les confería la garantía de que sus difuntos volarían al cielo con las alas de las indulgencias. El abuso potencial era considerable. Desde el siglo X, la venta de reliquias había sido suficientemente negativa. Así, durante bastante tiempo, el mayor comercio de exportación de Roma habían sido los cadáveres completos o fraccionados. Eran vendidos a los peregrinos por sumas elevadas. T. H. Dyer escribió: «El dedo de un pie o de una mano de un mártir podía resultar una buena compra para un hombre de modestas posibilidades, pero los príncipes y los obispos podían costearse todo un esqueleto». Recurriendo a las catacumbas a modo de un El Dorado papal, muchos pontífices donaron osamentas de mártires a aquellas ciudades con las que querían congraciarse. La habilidad de Sixto consistía en lo siguiente: no daba nada salvo valores intangibles. Los huesos de los mártires, como el aceite, no eran artículos renovables, pero las indulgencias no tenían límites y podían justipreciarse con arreglo a cada bolsillo. No se exigía nada al donante o al destinatario, ni amor o piedad, ni oración o arrepentimiento. Solamente dinero. Ninguna práctica fue tan irreligiosa como ésta. El papa se enriqueció en la medida en que los pobres eran engañados.
El purgatorio no tenía justificación, ni en las Sagradas Escrituras ni en la lógica. Su fundamento real se encontraba en la avaricia del papa. Un inglés, Simón Fish, en A Supplicacyon for the Beggars, escrito en el año 1529, lo indicaría de forma irrefutable.
No hay ni una sola palabra en las Santas Escrituras que aluda a ello y, por otra parte, si el papa con sus perdones pudiese liberar un alma desde aquí, podría hacerlo sin necesidad de dinero: de poder liberar a una sola, podría liberar a mil; y si puede liberar a mil, podría liberarlas todas; y, por lo tanto, aniquilar el purgatorio: Entonces, resulta ser un cruel tirano, carente de toda caridad, si las mantiene en cautiverio atormentadas, hasta que los hombres le den dinero.
En 1478, Sixto publicó una bula que aún perjudicó más a la Iglesia. Sancionó la Inquisición de Castilla. Prácticamente, se difundiría como el fuego. Sólo en Andalucía, en 1482, fueron quemados dos mil herejes.
De Sixto se ha dicho que «sumergió profundamente la mitra en el crimen y el derramamiento de la sangre», precipitando a Italia en contiendas interminables. Cuando falleció, en un momento relativamente pacífico, un comentarista ocurrente indicó que este señor de la guerra había sido «muerto por la paz». Fue considerado como «la encarnación de la máxima concentración posible de la maldad humana». Con palabras del obispo Creighton: «Rebajó el tono moral de Europa».
Al morir, fue lavado por su meticuloso capellán alemán, John Burchard. Sus habitaciones habían sido saqueadas, de modo que el capellán no halló nada con qué secar el cadáver. Le quitó el camisón y lo utilizó a modo de toalla. Finalmente, lo arropó con una sotana corta y un par de zapatillas prestadas.
Ocho años más tarde, en 1492, Burchard ya no se dejaba impresionar al tener que practicar las mismas obligaciones con el sucesor de Sixto, el sexagenario Inocencio VIII. Enjuto y anémico, el pontífice se hallaba en la cama, afianzado entre cojines. De la comisura de sus labios resbalaban hilillos de leche, su único alimento durante semanas. Mirando hacia atrás, se daba cuenta de que había cosas de las que sentirse orgulloso.
Había desposado a su hijo predilecto, Franceschetto, con una Médicis. la familia más poderosa de Florencia, ofreciéndoles de este modo la posibilidad de sucederle en el papado, algo que acabó con resultados desastrosos.
También promulgó un edicto contra los judíos en España. Aquellos que rehusaron abrazar el cristianismo fueron desterrados de la península. Se produjo una oleada de emigrantes que no tendría igual hasta el año 1930, en la Alemania nazi. Huyeron unos cien mil, una cifra similar se quedó con la pretensión de convertirse. «Ello —señala The Catholic Dictionary sin ironía— mantuvo ocupada a la Inquisición durante siglos.»
Una o dos cosas perjudicaron su expediente. Por ejemplo, no hizo nada por sanear la ciudad. Un vicario que le pidió audiencia le dijo: «En verdad, deberíamos terminar con el hecho de que los curas retengan a sus mujeres junto a ellos, santidad». Inocencio replicó, textualmente:
«Es una pérdida de tiempo. Es una práctica tan común entre los sacerdotes, incluso entre la curia, que difícilmente hallaríamos uno sin concubina». Cuando trascendió esta respuesta, alguien comentó: «Su santidad se levanta del lecho de las rameras para cerrar y abrir las puertas del purgatorio y del cielo».
En plena agonía, en la habitación contigua, su médico estaba reconociendo a tres apuestos jóvenes. Les estaba diciendo que podían realizar un gran servicio al vicario de Cristo. La sangre del papa era vieja y estaba cansada; si pudiesen dispensarle algo de la suya, quizá podría continuar inspirando a la Iglesia. Burchard complementó esta petición con un ducado por cabeza.
El médico era judío. Inocencio tenía el convencimiento de que la gran perversidad de los judíos les confería acceso a una sabiduría arcana de la que carecían los médicos cristianos.
El doctor informó a Burchard que estaba listo para comenzar. Se inclinó, arrastrando los pies se dirigió al dormitorio pontificio y, con las manos temblorosas, sangró al papa.
Se hizo pasar al primer joven y, mediante una transfusión directa, se hizo fluir la sangre de él al papa. No era una ciencia exacta. La habitación se llenó con el vaho de su olor; la sangre se derramaba por las sábanas cayendo sobre los felpudos del suelo. El joven fue trasladado semiinconsciente fuera de la estancia. Llamaron al segundo joven, luego al tercero. Pronto, los tres fallecieron en la antecámara. Burchard abrió sus pegajosas manos y recuperó el dinero.
El sacrificio de los muchachos fue inútil. Inocencio confesó sus pecados y, con la mente serena, falleció con un juego de palabras en los labios: «Voy hacia ti. Señor, con la inocencia de Inocencio». Fue enterrado en su tumba; alguien comentó que era «inmundo, glotón, avaricioso y dejado».
Una vez más, parecía que el papado no podía caer más bajo. Y entonces llegó Borgia.
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