La Coronación de Carlomagno

El Sacro imperio romano

Carlomagno había cumplido cincuenta y ocho años, muchos para aquellos tiempos; era un hombre de cabeza rotunda y cabellera cana, la nariz afilada y de grandes ojos llenos de vida. Inteligente y capaz de conversar en latín, fundador de universidades, nunca pudo leer de corrido, ni tampoco, pese a haber dispuesto de excelentes maestros, escribir su nombre.

Durante cincuenta y tres años, desde el pontificado de Esteban III, los requerimientos de ayuda militar del papado habían ido en aumento. Las relaciones entre Roma y Constantinopla, debido a la distancia y las diferentes perspectivas, se hallaban prácticamente en un punto de ruptura. Carlomagno, rey de los francos, tenía la suficiente personalidad como para intervenir.

En el año 782 había hecho prisioneros a cuatro mil quinientos sajones decapitándolos a orillas del río Aller. Estaba perfectamente capacitado para emprender una campaña contra los longobardos, que seguían amenazando al papado.

El nuevo defensor de la Iglesia no era más santo que Constantino. Se había divorciado de su primera mujer y tuvo seis hijos de la segunda. Cuando prescindió de los servicios de la última, engendró dos hijas de una tercera esposa y otra hija de una concubina. De su cuarta esposa no tuvo hijos; al morir ésta, mantuvo cuatro concubinas -se le conocen doce amantes a lo largo de su vida- que le dieron, como mínimo, un vástago cada una de ellas. Eginhardo, su biógrafo franco, que nos facilita estos detalles, subraya que siempre fue un padre considerado.

Alcuino, de origen inglés, el monje más letrado de su tiempo, había insistido sin cesar para que Carlomagno aceptase la corona de Occidente. Sólo existían tres grandes hombres en el mundo, le dijo a su amo; dos de ellos son el papa y el emperador de Constantinopla. «El tercero es la dignidad real, que por disposición de Nuestro Señor Jesucristo, os es conferida como gobernador del pueblo cristiano; y ésta es de mayor excelencia que las otras dignidades en el poder, más poderosa, más vigorosa en sabiduría, más sublime en rango.»

El papa reinante, León III, desesperaba Carlomagno viniera a Roma. Necesitaba protegerse de los intrusos; también necesitaba limpiar su nombre, ante la más elevada autoridad, del peso de un adulterio. Poco antes de que llegase Carlomagno, León fue atacado por la chusma hostil, que le sacó los ojos y le cortó la lengua. Por esta razón, la coronación de 800 no revistió el esplendor y el fasto de la ceremonia de Napoleón, en 1804, que se coronó a sí mismo como emperador de los franceses en Notre Dame de París.

Carlomagno se encontraba arrodillado frente a la tumba de Pedro mientras León, buscando a tientas la cabeza sobre la cual colocar la corona, farfulló que Carlomagno era emperador y augusto y se postró para reverenciarle. Según Eginhardo, su señor estaba rojo de ira. Más tarde, Carlomagno le diría al oído «que no hubiese acudido a la iglesia aquel día, aun siendo como era una festividad solemne (Navidad), de haber sospechado las intenciones del pontífice». Evidentemente, quería que se le rindieran honores, pero no a expensas de ser enaltecido por un vasallo. Habiéndose tomado la molestia de ir a Roma para exculpar a un miserable súbdito, no quería aparecer como recipiendario de sus bendiciones.

Carlomagno se dio cuenta de lo que los historiadores verían con toda claridad. Llevando a cabo una maniobra maestra, León III estaba cimentando una reivindicación del poder que, en manos de sus sucesores, supondría el triunfo sobre los mayores soberanos temporales de la tierra.

Carlomagno mostró una extraordinaria energía como supremo gobernante de la Iglesia, legislando, eligiendo obispos, arzobispos y abades entre los miembros de su nobleza. Trató de detener la fornicación de los monjes y, lo que era peor, la práctica de la sodomía. Castigó con la pena de muerte a todo sajón que, pretendiendo ser cristiano, se escapase del bautismo. En todos los aspectos, Carlomagno colmó las esperanzas de Alcuino y actuó como cabeza de la comunidad cristiana. Existía una lógica en estos actos; el predecesor de León, Adriano I, ya le había conferido; como recompensa por haber ampliado los Estados Pontificios, el considerable privilegio de elegir al romano pontífice.

En definitiva, el futuro de Europa venía a esbozarse en unos momentos de sorprendente ambigüedad en los que un papa, creado por Carlomagno, le coronaba como emperador. ¿Cuál de ambos era el más grande? De momento no había duda, Carlomagno. Pero años más tarde, merced a -este coup de théátre, León había provisto al papado de una intrépida oportunidad de supremacía.

Fue así como la vetusta San Pedro presenció los inicios del Sacro imperio romano que, como todo colegial sabe, no fue ni sacro, ni romano ni un imperio. Duraría un millar de años hasta que, en 1806, Napoleón derribó a un monarca de la casa de Habsburgo y lo disolvió. Para entonces, habían transcurrido mil quinientos años durante los cuales el papado, no satisfecho con contar solamente con el poder de Dios, confió en príncipes armados para defenderse contra las puertas del infierno.

Pero los ataques más violentos que recibiría la Iglesia no procederían del exterior; llegaron de su interior; más exactamente, del pontificado mismo.