Los primeros pontífices

Según el historiador germano Gregorovio, «hasta León I, en el siglo v, la silla de San Pedro no fue ocupada por un solo obispo de importancia histórica». Hubo razones para ello. En los primeros tiempos, la comunidad cristiana estaba preocupada por la supervivencia en un medio hostil. Era aborrecida por los judíos y los romanos la consideraban sospechosa por negarse a rendir culto a las deidades locales. Los cristianos tampoco se brindaban a servir en el ejército, fomentando con ello más sospechas sobre la autenticidad de su civismo ciudadano. 

Cuando la Iglesia emergió de las sombras, cuando las persecuciones de Nerón y de Diocleciano ya no eran más que un mal recuerdo, las cosas no hicieron más que empeorar. Los indicios podían constatarse incluso antes de la conversión de Constantino.

Por ejemplo, después de la muerte de Marcelino, en 304, no hubo obispo en Roma durante cuatro años a causa de una polémica dentro de la comunidad cristiana sobre si los apóstatas retractados debían o no hacer penitencia. Pese a que era una época difícil para la fe, y las herejías eran cada día más numerosas, la elección de un nuevo obispo (papa) no se consideraba de capital importancia.

Tras la muerte de Constantino, y al adquirir prestigio la nueva religión, irrumpieron en la Iglesia las querellas perniciosas. Se le concedieron tierras y muchos privilegios. Aparecerían candidatos indeseables al diaconado y al sacerdocio. En el seno de la Iglesia, el espíritu de la codicia intervino en abierto conflicto con Dios.

A menudo, en ocasión del óbito de un papa, se hacían evidentes las violentas rivalidades. Por ejemplo, al fallecer Liberio en 366, dos facciones eligieron un sucesor. Ursino fue uno de los papas, Dámaso el otro. Después de gran número de enfrentamientos callejeros, los partidarios de Ursino se encerraron en la recién concluida basílica de Santa María la Mayor, conocida por «Nuestra Señora de las Nieves». Los elementos que apoyaban a Dámaso se encaramaron al tejado, hicieron un orificio en él y bombardearon a los ocupantes con tejas y piedras. Mientras, otro grupo asaltaba la puerta principal. Cuando ésta cedió. se entabló una refriega sangrienta que duró tres días. Al final, se rescataron 137 cadáveres, todos ellos seguidores de Ursino.

Ursino fue exiliado por el delegado imperial, si bien el crimen de Santa María la Mayor fue una mancha indeleble en el historial de Dámaso. Como compensación, Dámaso acentuó su autoridad espiritual como «sucesor de Pedro», un título que, como ya se ha indicado, los Padres de la Iglesia jamás formularon. «No fue hasta Dámaso, en 382 -escribe Henry Chadwick-, que aquel texto petrino ["Tú eres Pedro"] comenzaría a adquirir importancia como fundamento teológico y bíblico sobre el cual se han basado las reivindicaciones de la primacía».

En aquella época, el obispo de Roma era ya un gran propietario y un líder civil. La paradoja fue que los papas se convertían en pontífices sólo cuando asumían funciones totalmente seculares, complementando las religiosas. La combinación resultante, arguye Jeffrey Richards en su obra The Popes and the Papacy in the Early Middle Ages, «fue un papado cuyo poder quedó realzado por encima de sus más descabellados sueños».

El caso de Dámaso fue característico. Alcanzó el solio pontificio por un derramamiento de sangre. Gracias a ello, se halló en posesión de una gran riqueza y poder. Cuando pidió al prefecto de Roma, un pagano con muchos títulos sacerdotales, que se convirtiese, éste le respondió: «De buena gana, si me hacéis obispo de Roma». Ammiano Marcelino, escritor coetáneo, sugirió que debería implantarse un eficiente concurso para puesto tan lucrativo, «dado que una vez ganado ese puesto, una persona disfruta en paz de una fortuna asegurada por la generosidad de las matronas; puede desplazarse en carruaje, vestir magníficos atuendos; puede ofrecer banquetes, cuyo boato supera el de la mesa del emperador».

El secretario de Dámaso, el asceta san Jerónimo, describe la clase de clérigos que rodeaban al papa; parecen novios a punto de desposarse, escribe. Y el pontífice, que había conseguido el poder con la ayuda de la policía, necesitaba constantemente su protección para defenderse de los partidarios de Ursino.

Este detestable episodio no era algo aislado. En otras ocasiones hubo dos, incluso tres rivales para el episcopado. A veces, la dignidad se halló vacante durante meses y años, puesto que los romanos no llegaban a ponerse de acuerdo. En cierta ocasión, dos rivales fueron eliminados por un tercero que había entregado al exarca de Rávena, que actuaba en representación del emperador, cien libras de oro para obtener su apoyo.

La tradición de que el obispo de Roma fuese elegido por los habitantes romanos se remontaba a los tiempos apostólicos. Este hecho a menudo dio lugar a confusiones. En el siglo XI, esta cuestión se solucionó confiriendo a los cardenales, como representantes del clero local, el derecho a ser los únicos en intervenir en la elección. Los seglares no volvieron a recuperar su derecho a opinar respecto a la elección de .su obispo. Aun así, los cónclaves de cardenales no llegaron a solucionar por completo este problema, por cuanto durante la Edad Media y en épocas posteriores a menudo hubo más de «un papa». Pero en los primeros tiempos esta situación se reveló como crónica.

De modo que incluso las elecciones envueltas en la corrupción, la simonía y derramamientos de sangre, con mayor frecuencia de la deseable concluían por conferir el papado a ancianos desahuciados. Richards escribe: «La sal y pimienta de aquellos tiempos nos ha llegado a través de los documentos de dicho período que han sobrevivido... No es más que la cruda carne rojiza de la historia papal, y no las porciones deshidratadas y previamente envasadas que suelen servirse a guisa de historia del papado».

Pese a toda esta trapacería y corrupción, no habría que esperar demasiado tiempo para que se considerase esa primera etapa casi como una inocente Edad de Oro del papado.