Pío V


Pablo IV sabía lo que hacía cuando escogió un dominico escrupuloso en exceso, Michele Ghislieri, para el cargo de gran inquisidor. Tras su elección como Pío V, siguió llevando una existencia monástica en una celda dentro del Vaticano. Comía frugalmente y amenazó a su cocinero con la excomunión si introducía en su sopa ingredientes prohibidos durante los días de abstinencia. Su principal preocupación era convertir a Roma en un monasterio. Sólo hablaba con Dios y sólo a Él escuchaba.

Observándole, no era más que un saco de piel amarillenta llena de huesos trémulos. Calvo y con una gran barba blanca, tenía una cérea frente elevada y estrecha presidida por una nariz aquilina. Tenía unos ojos como cabezas de alfiler y sus labios se combaban como cimitarras.

Su primer acto como pontífice fue expulsar a todas las prostitutas de Roma. La cantidad de mujeres disolutas que vivían en su diócesis le turbaba. El Senado romano se resistía ya que, decía, el libertinaje siempre había florecido ahí donde había célibes.

Pío prohibió a los residentes de Roma entrar en las tabernas. Introdujo una novedad doctrinal: considerar el adulterio como ofensa capital. ¿Acaso desconoce por completo la historia del papado, se lamentaba un miembro de la curia? Seguidamente, Pío hizo pública lo que la comunidad inglesa llamó la última bula; abolía las corridas de toros en toda la cristiandad. Se publicó por todas partes salvo en la península ibérica, lo que disminuyó en parte su impacto. La jerarquía española se excusó basándose en que no querían provocar un desgarramiento en la Iglesia.

Pío no tardó mucho en centrar su atención en Inglaterra. Entre bastidores, alentaba la desobediencia civil contra Isabel. Contribuyó con doce mil coronas a una sublevación en el norte. Si era preciso, deseaba personarse para apoyarla «y comprometer en ese servicio todos los bienes de la sede apostólica». La sublevación fracasó. Entonces, Pío incurrió en un desatino fatal, aunque previsible.

En la primera semana de Cuaresma de 1570, en Roma, una comisión investigadora condenó a Isabel rea de infidelidad por diecisiete cargos. El veredicto del papa fue incorporado en la bula Regnans in Excelsis el 25 de febrero. Aludía a Isabel como servidora del vicio y pretendida reina de Inglaterra. «Esta mujer, habiéndose apoderado del reino y habiendo usurpado para sí la dignidad de cabeza suprema de la Iglesia en toda Inglaterra», ha de ser castigada.

Este último intento de un papa para derrocar a un soberano fue el de mayor alcance y el más perjudicial de todos.

Declaramos la susodicha Isabel herética y cómplice de herejes y declaramos que ella y sus seguidores han incurrido en sentencia de excomunión... Declaramos que sea desposeída de su pretendido derecho sobre el susodicho reino y de todo señorío, dignidad y cualquier privilegio. Asimismo, declaramos que los lores, subditos y personas del antedicho reino y todos los demás que le hayan rendido pleito de homenaje están perpetuamente redimidos de cualquier prestación de fidelidad y obediencia. Por tanto, les absolvemos y desposeemos a la misma Isabel de su presunto derecho sobre el reino... Y ordenamos y prohibimos a los lores, subditos y personas obedecerla... Y Nos involucraremos a todos aquellos que hagan lo contrario en una sentencia similar de excomunión.

El papa que escribió estas líneas moriría en su lecho al cabo de dos años. Otros pagarían en el patíbulo sus equivocaciones.

En el curso de los doce años anteriores a la Regnans in Excelsis, bajo Isabel, los católicos ingleses fueron multados por no ingresar en la Iglesia anglicana. Nadie fue ejecutado. La consecuencia de la bula fue convertir a los católicos ingleses en traidores. Entre 1577 y 1603, ciento veinte sacerdotes fueron condenados a muerte junto a sesenta laicos que los encubrieron. Estos hombres y mujeres valerosos tuvieron que esperar doscientos cincuenta años más para que los canonizasen.

Años después de su pontificado, los católicos se encontraron atrapados entre su lealtad a la Iglesia y a su país. El papa decidiría «desde la plenitud de su poder apostólico» que una lealtad por igual era imposible. Era un juego peligroso intentar socavar el patriotismo de los ingleses.

El arma forjada por Gregorio VII, que le proporcionó gran satisfacción en Canossa, fue afilada a la perfección por Inocencio III. Ahora estaba recabando sus últimas víctimas.

Gregorio había hecho de la excomunión una espada política para derribar emperadores y reyes. Este error fue el responsable de que los católicos fuesen detestados y proscritos de una nación a otra.

Los cristianos, desde el momento en que su religión se basa en la creencia y no en la raza, deberían ser ciudadanos del mundo. Pertenecen al Cristo que afirmó sufrir en todos los que sufren. A un cristiano, dondequiera que estuviese, se le consideraba el signo de ese amor católico que todo lo abraza. Pero Roma, por su proclive tendencia al absolutismo, su incontinencia hacia el poder, convirtió el catolicismo en romanismo. Papas heréticos de ascetismo personal heroico exigían de los católicos una obediencia no sólo espiritual, sino también política. En consecuencia, parecía que los católicos estuvieran obligados, y en ocasiones así era, a mostrar una lealtad política a una potencia extranjera que enmascaraban los vicarios de Cristo. Lejos de ser personas universales, se les veía como patriotas de segunda categoría.

En Inglaterra, Roma absolvió a los católicos por haber tratado de derrocar a Isabel. Sin embargo, se les advirtió que, si Inglaterra era atacada, deberían ayudar al invasor de la depuesta reina. A partir de entonces, los católicos se convirtieron durante siglos en ingleses sospechosos.

Como escribiera Treveiyan en A Shortened History of England:

«Hasta que la Iglesia romana cesase de emplear los métodos de la Inquisición, la matanza de San Bartolomé, la deposición y asesinato de príncipes, los Estados que situó bajo su formidable coerción no se aventuraron a garantizar la tolerancia a sus misioneros».

Durante el siglo XVI la cristiandad se desintegró. El protestantismo se consolidó. La Reforma arraigó tan sólidamente en Europa que países indiscutiblemente católicos durante siglos, como Inglaterra, se encontraron bajo el gobierno de monarcas «heréticos». Incluso en Francia el protestantismo constituía una fuerza destinada a perdurar a través de las feroces persecuciones.

La Iglesia católica se encerró en sí misma a lo largo de un período que se conocería con el nombre de Contrarreforma. Fue tan sectaria como el calvinismo y el luteranismo que se le oponían. Las polémicas enturbiaron todo su pensamiento. La originalidad estaba anatemizada. Era tiempo de cerrar filas. La supervivencia era lo mejor que cabía esperar; y el papado fue el mayor superviviente de la historia.

La Revolución francesa de 1789 aturdió aún más la serenidad mental de la Iglesia. Se estaba propagando un nuevo espíritu, el espíritu de «la libertad sin restricciones». Parecía dirigido a destruir no solamente las viejas monarquías absolutas, los anciens régimes, sino también la religión y la decencia moral en su conjunto. A los ojos de los papas, aquello era obra del diablo. Para una institución cuyo principal interés era el orden, esto era la anarquía. Era inevitable que la Iglesia católica se encerrara aún más en ella misma y se nutriera de su antigua herencia. ¿Cómo podía imaginarse que se adecuaría a la «libertad» sin caer en brazos del ateísmo?

Pocos años después, Napoleón propinaría a la Iglesia un golpe tremendo. Humilló a dos pontífices sucesivamente. Pío VI fue depuesto y forzado a exiliarse en Valence, donde fallecería en el último año del siglo XVIII. En su partida de defunción del registro de la localidad podía leerse: «Nombre: ciudadano Juan Braschi. Oficio: pontífice». También Pío VII, después de un concordato desventurado en 1801, fue enviado al exilio y obligado a oficiar en la coronación de Napoleón en Notre Dame. En el momento cumbre, Napoleón desairó al papa coronándose a sí mismo y a Josefina, luego se anexionaría los Estados Pontificios. Ahora bien. Pío IX (1846-1878) debió preguntarse: ¿no fueron devueltas estas preciadas tierras a su legítimo propietario, Dios, por el Congreso de Viena (1814-1815)? Lo mismo volverá a suceder cuando Dios lo disponga así. ¿O era el rey Víctor Manuel más importante que Napoleón? Simplemente, era una cuestión de paciencia.

Pío IX, persona de entereza, se dio cuenta de lo que era evidente.