Pío IX, el primer papa infalible El viejecito de cabellos blancos y de redondo rostro rubicundo despertó con el rumor del cañoneo. Los ventanales temblaban ruidosamente, su lecho de hierro se bamboleaba ligeramente sobre el suelo de mármol. Aunque las persianas no estuviesen bajadas, ya que era una oscura mañana de finales de septiembre, no le fue posible distinguir la hora en su reloj. Respirando con dificultad y reculando, el anciano se debatió para incorporarse sobre su almohada. El lumbago le atormentaba cada vez que intentaba moverse; sus miembros le dolían especialmente. Una vez pudo apoyarse en la almohada, hizo el signo de la cruz. En aquel instante, la puerta se abrió de súbito. Una alta figura delgada, enfundada en una bata, llevando un candil encendido, se inclinó antes de entrar y cayó de rodillas. El hombre en la cama refunfuñó: «Che ora?». «Las cinco tocadas, Santidad.» «Así que ya han comenzado, ¿verdad, Leonardo?» El cardenal Antonelli, Secretario de Estado de Pío IX, inclinó la cabeza. «¿Y Kanzler?», preguntó el pontífice. «El general está actuando según vuestras órdenes. Santidad. Ofrecerá una gran resistencia para mostrar al enemigo que aquí no es bienvenido. Pero...» Los afilados y huesudos dedos de Antonelli mariposearon como para indicar que la ciudad estaba sentenciada y que caería muy pronto. Una vez vestido con ayuda de un sirviente, Pío caminó con ayuda de sus muletas hacia su pequeña capilla para celebrar la misa. Sus fervientes intenciones no podían ponerse en duda. Dios preservaría la Ciudad Eterna de estos vándalos piamonteses que se habían aliado con Satanás. El estallido y el clamor de los obuses eran claramente audibles mientras Su Santidad atendía a sus devociones. Los obuses caían a menos de dos kilómetros. Era evidente que realizaban un ataque en tenaza. Mientras estaba ofreciendo su acción de gracias, se le informó que la fuerza principal al mando del general Cadorna se había concentrado en la Puerta Pía. Habían muerto veinte defensores y cincuenta habían caído heridos. «Requiescant in pace», murmuró el pontífice mientras hacía el signo de la cruz. Esos jóvenes, fútilmente segados en la flor de la vida, fueron las últimas víctimas de las ambiciones temporales del pontificado. Pío solicitó al cardenal Antonelli que concertase una reunión con el cuerpo diplomático lo más rápido posible. Los embajadores se encontraron a media mañana en la cámara de audiencias; desde allí podían contemplar Castel Sant’Angelo. El papa, haciendo una señal, nada dijo. Miraron hacia el castillo, donde ondeaba una bandera blanca. Rendición. Corría el año 1870. Tres siglos exactos después de la Regnans in Excelsis, el papa era derribado de su trono por un monarca terrenal. Las grandes instituciones se convertían en las víctimas de las grandes ironías. En los mil quinientos años de poder temporal del papado no hubo momento más irritante como el presente. Aun así, era previsible; en realidad, durante más de veinte años se había hecho inevitable. Sin embargo, Pío IX estaba convencido que el futuro sería siempre idéntico al pasado. Había sido papa durante veintidós años. Metternich, el canciller austríaco que dominó Europa durante cuarenta años, hizo una concisa descripción del papa que no se alejaba demasiado de la realidad: «De corazón fogoso, mente débil y carente por completo de sentido común». Se estrenó en 1846 con una reputación de liberal. En su lugar de nacimiento, se decía, hasta los gatos eran nacionalistas. Tan pronto como ascendió al solio pontificio concedió la amnistía a los prisioneros políticos. A lo largo de toda la península, toda suerte de personas intuyeron que, quizá al final, el Todopoderoso se había apiadado de ellos. ¿Había obrado un milagro enviándoles un pontífice liberal, a alguien que guiaría las ocho desesperadas regiones italianas hacia la unidad que todos anhelaban? Gracias a Dios, comentó alguien, el papa no defraudará a su familia de gatos. Desde hacía tiempo, los italianos se lamentaban de que Dios no había favorecido a su por otra parte precioso país bañado por el mar: montañas infranqueables en el norte, dos volcanes en el sur y, la mayor amenaza, un papa en el centro. Bastaron dos años de pontificado para que Pío se convirtiera en otra persona. En Roma, un levantamiento republicano le obligó a huir, disfrazado con una sotana negra y unas gafas ahumadas, a Gaeta en el reino de Nápoles. Se convirtió en un reaccionario. Dos años de exilio le hicieron arrepentirse de todas sus simpatías liberales para convertirse en el más duro de la tendencia dura. Su único consejero en aquellos años decisivos fue Antonelli, hijo de un bandido napolitano, y conocido por sus amoríos. Este prelado que antes se dejaría abatir que humillarse, matar que olvidar, moriría cargado de riquezas de las que, hasta el momento , nadie conoce su origen. Cuando pocos años después de su amarga experiencia, se le pidió que se pusiera al frente de una Italia federada, rehusó lisa y llanamente. Se oponía a toda forma de libertad y a todo cambio constitucional. Su único objetivo era conservar los Estados que gobernaba como monarca absoluto, sin interferencia de nadie. Estos Estados, que los papas atesoraban como el dogma de la Trinidad, en aquellos años tenían el doble de extensión que Tierra Santa, con una población de casi tres millones de habitantes. Desde que la Iglesia empezó a actuar como propietaria, a partir del momento en que Constantino se trasladó a Bizancio, fueron una fuente de corrupción y relajación en su misión espiritual. En el siglo XIV, Giovanni dei Mussi escribió: «Desde los tiempos de Silvestre, las consecuencias del poder temporal han sido las innumerables guerras... ¿Cómo es posible que no haya habido nunca un buen papa para remediar tales prejuicios y se hayan emprendido tantas guerras por causa de estas posesiones temporales?». Nadie luchó con tanto tesón por ellas como Julio II. En conjunto, se hallaban más o menos intactas cuando Clemente VII, trastornado por el saqueo de Roma en 1527, se entrevistó con el embajador veneciano, Contarini, que pronto llegaría a cardenal. Contarini trató de consolar al papa. No ha de imaginar Su Santidad que la prosperidad de la Iglesia de Cristo se cifra en este pequeño Estado de la Iglesia; al contrario, la Iglesia ya existía antes que poseyera el Estado y era mejor así. La Iglesia es la comunidad de cristianos; el Estado temporal es como otra provincia cualquiera de Italia; en consecuencia, Su Santidad ha de conseguir por encima de todo promocionar la prosperidad de la verdadera Iglesia, la cual estriba en la paz de la cristiandad. Hacia 1870 solamente la Rusia zarista poseía un gobierno más nefasto que el de los Estados Pontificios. No existía libertad de pensamiento ni de expresión, ni elecciones. Los libros y las publicaciones estaban censurados. Los judíos eran marginados en las juderías. La justicia venía a ser un león ciego y hambriento. Era un Estado policíaco donde ondeaba la bandera papal, con espías, inquisidores, represalias, policía secreta, y donde las ejecuciones por delitos menores eran corrientes. Una bien ensamblada y reducida oligarquía clerical, corrompida y torpe, llevaba las riendas, en nombre de Su Santidad, con una severidad de hierro. La situación acabó de deteriorarse cuando lord Macauley visitó Italia en 1838. Trató de imaginar entonces lo que sería Inglaterra si todos los miembros del Parlamento, ministros, jueces, embajadores, comandantes jefes y lores del almirantazgo fuesen obispos o sacerdotes. Peor, obispos y sacerdotes célibes. La consecuencia, según señaló Macauley en sus Cartas, sería «que la corrupción infectaría todos los servicios públicos... Los Estados Pontificios son, tengo que suponer, los peor gobernados en el mundo civilizado; y la imbecilidad de la policía, la banalidad de sus funcionarios, la desolación del país, les obliga a investigar al más incauto de los viajeros». Más o menos treinta años después, los Estados Pontificios se hallaban maduros para la rebelión. Se hicieron insinuaciones a Pío, rogándole que salvase a Italia y el pontificado. Respetuosamente, se le indicó que Herodes era el rey de Judea, no Jesús; que en los Evangelios, no se mencionaba el «poder temporal». Por el contrario. Jesús había dicho con firmeza: «Mi reino no es de este mundo». Pese a la donación de Constantino, los papas nunca poseyeron una ciudad, excepto Roma, hasta que el rey de los longobardos les cedió Sutria en 728. Se recordó al papa que cuando el pontificado se encontraba en su apogeo, durante el Renacimiento, fue tan poco edificante que perdió la fidelidad de la mitad de la cristiandad. Le garantizaron completa independencia como cabeza de la Iglesia. En verdad, su liderazgo moral y religioso refulgiría con mayor esplendor. El papa hizo oídos sordos a todos estos alegatos. Consideraba que la civilización moderna era cosa del diablo; se negaba a discutir con el príncipe de las tinieblas. En aquel momento, el movimiento unificador se encontraba en pleno auge en el Piamonte con el rey Víctor Manuel. Cavour, su arquitecto, proclamaba el ideal de una Iglesia libre dentro de un Estado libre. Como Moisés, no llegaría a la Tierra Prometida, pero incluso en su lecho de muerte gritó al sacerdote: «¡Fraile, fraile, una Iglesia libre dentro de un Estado libre!». Pío IX marcó este testamento de fe con el sello de la herejía. En 1862 recibió una petición firmada por doce mil sacerdotes. Imploraban a Su Santidad que interpretase los signos de los tiempos. Roma tenía que ser la capital de la nueva Italia. ¿No pronunciaría una palabra de paz? La reacción de Pío fue castigar a los rebeldes, a todos. Incluso en el aciago año de 1870, cuando las tropas francesas que le defendieron durante tanto tiempo se retiraron para luchar contra los prusianos, dejándole con un ejército de pacotilla. Pío se mantuvo firme. Tal como comunicó al cuerpo diplomático la mañana del 20 de septiembre, no podía tomarse la libertad de desprenderse de una herencia de sesenta y cuatro mil metros cuadrados que eran vitales para su autonomía espiritual. De modo que, cuando los cañones de Cadorrna abrieron brecha en la muralla aureliana, los emplumados bersaglieri, una sección de su ejército de 60.000 hombres, se precipitaron por la Puerta Pía hacia el interior de la ciudad. Arriaron la bandera blanca y gualda pontificia de todos los edificios e izaron en su lugar la tricolor. Por las calles, las muchedumbres se encontraban enardecidas. Para ellas, el papa no era tanto la cabeza de la Iglesia como un tirano civil. Fue un día de liberación. Un plebiscito demostró que eran mil a uno contra el papa y favorables al rey. Cadorna había dado instrucciones estrictas para que no se bombardeara el Vaticano. Pío no fue molestado. Pero cuando Víctor Manuel solicitó una audiencia, Su Santidad no la concedió. La única palabra que tenía para el rey era la de la excomunión, aplicando mal una vez más un arma espiritual. El papa renovó su censura a modo bienal, de modo que el rey fue excomulgado en cuatro ocasiones antes de que muriera en 1878; antes de morir se le permitió hacer las paces con Dios aunque no con su principal representante en la Tierra. Siguiendo la misma línea, Pío prohibió a los católicos intervenir en el proceso democrático de la nueva Italia, fuese como electores o como candidatos. Durante los ocho años que siguieron a la invasión, el pontífice no salió del Vaticano; se autodenominó, en tono melodramático, «el prisionero del Vaticano». Circularon imágenes religiosas por todas partes, especialmente por Irlanda y Alemania, en las que se mostraba a Pío sobre un lecho de paja sumido en una fétida mazmorra. Como consecuencia, fluyeron las limosnas a San Pedro y dádivas de los pobres. Su prisión era bastante cómoda y no recordaba en nada a la de san Pedro en la Mamertína. A decir verdad, disponía de mayor espacio vital del que tuvieron todos los judíos en Roma durante siglos. Poseía un jardín espléndido en innumerables habitaciones en las que reposar o jugar una circunstancial partida de billar con el cardenal Antonelli. Un poeta jacobino comentaría, más prosaicamente, de Pío: «El papa es un prisionero de sí mismo». Por la Ley de Garantías de 1870, el rey de Italia hizo una propuesta generosa. A cada oferta, incluso financiera, Pío replicó «non possums» («no es posible»), como si le hubiera convidado a comer rosbif en Viernes Santo. Hasta el último momento, tal como el Vaticano hiciera durante siglos, consideró que un acto político se subordinaba a una cuestión clave de índole religiosa. Aunque afirmase servir a un maestro que no tenía nada, insistía en no poder servirle si no era como soberano. Pío VII había dicho lo mismo de Napoleón, cuando ése se apropió de sus territorios pontificios. «Exigimos la restauración de nuestros Estados, puesto que no son herencia personal nuestra, sino herencia de san Pedro que los recibió de Cristo.» Dar por supuesto que Pedro —un pescador galileo que, probablemente, no poseyó otra cosa que una vieja barca de madera— recibió de Cristo una buena porción de Italia central, sin la cual no hubiera podido predicar el Evangelio de Cristo crucificado, no carecía de una cierta audacia. Sin embargo, Pío IX no se apartaba de esta creencia. Por ello, el papado tuvo que ser penosamente arrastrado por un estado secular, pataleando y gritando, hacia el Nuevo Testamento. Los no católicos se alegraron de que por fin el papado hubiera sido reducido a algo semejante a las dimensiones del Nuevo Testamento. Los más necios profetizaban su desaparición. Infravaloraban la función y el hombre. La teología no era el punto fuerte de Pío. Su secretario particular, monseñor Talbot, admitía en una carta a W. G. Ward: «Teniendo en cuenta que el papa no es un gran teólogo, estoy convencido que cuando escribe [sus encíclicas] se halla inspirado por Dios». La completa ignorancia no es una barrera para la infalibilidad, declaró, desde el momento en que Dios puede indicar el camino adecuado incluso por boca de un asno parlante. Sin quererlo, Talbot había llegado a las cimas de Voltaire. Pío suplió esta falta de cultura con su astucia. Ya había hecho los preparativos para otro desventurado proyecto cuya osadía el mismo Gregorio VII hubiera aplaudido. Dos meses antes de la invasión de Roma, Pío había presidido la sesión de clausura del Concilio Vaticano. En contraste con la apertura un año antes. San Pedro estaba casi desierto. En el palco regio había dos damas, una de ellas la infanta de Portugal, y un oficial decrépito con la medalla de la orden de San Genaro colgando del pecho. También en el palco diplomático había muchos asientos vacíos. Las grandes potencias habían cursado instrucciones para boicotear unos actos en los que no había cabida para ellas. El tiempo andaba revuelto. Durante la noche, una tormenta había amenazado con anegar la ciudad. Para una mañana romana de mitad de julio, el ambiente era excesivamente sombrío. Se hallaban presentes 532 obispos, ancianos encastillados y coronados de blancas mitras, sentados en el crucero septentrional de la basílica. Para muchos, entre ellos Manning de Westminster, el único converso del concilio, éste era el día más grande de sus vidas. Solamente a través de la puerta principal del crucero las personas ajenas podían entrever la sesión. El papa hizo su entrada renqueando, pasó casi inadvertido; revestido de pontifical entonó el Veni Creator Spiritus. Seguidamente, en la cálida humedad, un obispo con una voz de bajo de ópera de Verdi leyó la nueva Constitución, Pastor aeternus (Eterno pastor). Después se pasó lista Entonces la más célebre tormenta que jamás se recordase estalló como la cólera de Dios sobre San Pedro. En los intervalos de cada placet de los padres conciliares, no dejaba de retronar. El ritmo del cronometraje era litúrgicamente preciso. El relampagueo refulgía en cada uno de los ventanales revoloteando alrededor del cimborio y de cada una de las cúpulas menores, transformando el bronce del baldacchino de Bernini en reluciente oro. Durante hora y media la tormenta no cejó de relampaguear hasta que la nómina quedó completa. Sólo dos obispos votaron non placet. Riccio de Cajazzo, de Napóles, y Fitzgerald de Little Rock, de Arkansas. Pero no asistieron ciento cuarenta obispos. Votar placet hubiese ofendido a sus conciencias; votar non placet habría ofendido al santo padre ante el mundo. El análisis de la votación es significativo. Trescientos de los quinientos obispos que apoyaron al papa eran obispos titulares o bien eran funcionarios del Vaticano que vivían en Roma a expensas de Pío. La mayoría de los disidentes eran obispos que representaban en el concilio las creencias y sentimientos de sus diocesanos. Al menos dos tercios del obispado norteamericano, liderado por Kenrick de Saint Louis, se oponía a la definición, convencido de que dificultaría las conversiones. La compacta dimensión de la oposición demostraría que la Iglesia no estaba preparada para tan trascendental decisión; fue aprobada, mas no reflejaría correctamente el pensamiento de la Iglesia occidental. Se hallaba en juego una muy importante verdad y muchos consideraban defectuoso el procedimiento. Como manifestó con franqueza el obispo Strossmayer en una sesión: Este concilio carece tanto de libertad como de veracidad. ... Un concilio que desatiende la vieja norma que requiere la unanimidad moral y aprueba propuestas de fe y moral por mayoría, según mi más íntima convicción, pierde el derecho de gobernar sobre la conciencia del mundo católico como condición de vida y muerte eternas. Pío IX rehusó escuchar a la oposición, alegando que él era «un mero portavoz del Espíritu Santo». Al aprobar dicho decreto sin tener en cuenta a la Iglesia ortodoxa o a los protestantes, parecía como si Pío tratase de perpetuar la hendidura secular entre Roma y las otras grandes comunidades cristianas. La división del concilio de Pío contrastaba con el Concilio de Constanza del siglo XV, en el que se decretó que toda la Iglesia, incluido el papa, estaba sujeta al concilio general. En Constanza, como se recordará, este extremo fue aprobado por unanimidad. Ni la curia, ni el futuro papa Martín V esgrimieron la menor objeción. El Concilio Vaticano evidenciaría otra victoria pírrica en favor del papado, cuyas consecuencias serían más terribles que las de Gregorio VII en Canossa. Una vez más se demostró que no eran los papas impíos, como Benedicto IX y Alejandro VI, los que habían causado perjuicios duraderos a la Iglesia, sino los que eran santos, como Gregorio VII, Pío V y Pío IX. En este sentido, la frase de Acton de que el poder absoluto corrompe de forma absoluta cabe aplicarla, sin paliativos, tanto a los pecadores como a los santos. En este caso, Pío IX triunfó, pero sembró vientos de tempestad. Cuando le entregaron el resultado de las votaciones en San Pedro, la oscuridad era tan intensa que no pudo verlo. Se encendió una vela para que pudiese dar su aprobación a la Constitución con su leve voz musical:«Nosque sacro approbante Concilio» («Con el asentimiento del sagrado concilio, Nos decretamos, decidimos y sancionamos lo siguiente»). Los padres conciliares aplaudieron, la multitud presente en la nave de la basílica agitó los pañuelos como alas de palomas fantasmales. ¿Qué era lo que Su Santidad acababa de sancionar? Los chillidos de la multitud nos facilitan la respuesta: «Viva il papa infallibile». Pío, a quien Montalambert llamó «el ídolo del Vaticano», se había investido con los poderes de un dios; infaliblemente, había decretado su propia infalibilidad. Los dos valerosos obispos que, hacía un momento, lo habían rechazado, ahora, arrodillados ante Pío IX, confesaban: «Modo credo. Sancte Pater». Es decir, creían en él con la misma sinceridad y sin reservas con que creían en Dios y en la divinidad de Jesús. Su conversión fue la más rápida de la historia. Los obispos que abandonaron Roma por temor a herir al santo padre votando según sus conciencias también se sometieron, con mayor o menor prontitud, aceptando la Pastor aeternus. La acataban o abandonaban la Iglesia; sin duda, esta decisión también hubiese herido al santo padre. Regresaron a sus sedes de origen para explicar a los creyentes que los decretos del Vaticano habían sido unánimes, que era algo menos que toda la verdad. Algunos incluso tuvieron arrestos para emprendérselas y excomulgar a doctos profesores de teología, letrados de reputación internacional, como Döllinger de Munich, por seguir defendiendo lo que ellos mismos habían defendido antes y durante el concilio. A partir de ahora, la autoridad trataría sin miramientos a la razón y la conciencia, ya que el Vaticano I había sentado un precedente. Cualquier letrado católico que promueva la democracia, la libertad religiosa o la investigación científica sobre el origen del hombre ha de estar preparado para recibir un martillazo o, por lo menos, ocultar su cabeza en un rincón. Y todo ello porque el concilio había sancionado lo siguiente: cuando un papa en la plenitud de su cargo define una doctrina para toda la Iglesia, sus definiciones son infalibles por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia. La diferencia estaba en que, lejos de ser el papa el que recibía la fe de la Iglesia, era la Iglesia la que recibía la fe del papa. El pontífice es independiente, no está sometido a controles ni a contraposiciones; no tiene gabinete ni una oposición parlamentaria. El mundo puede profundizar en los mecanismos democráticos: un hombre (o mujer), un voto; la Iglesia, nunca. En el catolicismo, la idea de «un hombre, un voto» tiene efectos muy distintos. La curia estaba exultante. Temía los concilios y, tres siglos después de Trento, estaba sinceramente convencida de que eran innecesarios. Aun así, ahora los obispos hacían entrega con toda generosidad y de una vez para siempre la dirección de la Iglesia a la curia. Habían dado su consentimiento al papa, quien ya no lo volvería a necesitar en adelante. Finalmente, el episcopado católico era la fuerza extinta como deseaba Gregorio VII. Los obispos habían abdicado ante el mundo. Mediante una maravillosa metamorfosis, los pastores se habían convertido en ovejas. El concilio hizo una pausa en una atmósfera internacional muy agitada. Pocos creyeron que volviera a reemprenderse, pero ¿por qué preocuparse? Muchos miembros de la curia preconizaron en voz baja que éste sería el último concilio de la Iglesia. El papa tendría que ser muy necio para convocar otro. O, con perdón de la curia, tendría que ser un santo. Los no católicos que simpatizaban con la Iglesia estaban asombrados. Para muchos de ellos, como el primer ministro británico Gladstone, fue un gigantesco paso hacia atrás para la humanidad, un retorno al oscurantismo. Muchos estaban genuinamente desconcertados. ¿Cómo podía ser, dieciocho siglos después de san Pedro, que se invirtieran semanas de agonizante debate para decidir, por mayoría de votos de un sector de la Iglesia, que esta doctrina, acaloradamente impugnada hasta el último minuto, era evangélica y vital para la salvación? Los más proclives a la teología, no sin cierta ironía, se complacieron al considerar que al menos había un protestante que tenía su propio criterio dentro de la Iglesia católica: el papa. No dejaba de ser un criticismo astuto. El Vaticano I convertía al papa, «el católico de los católicos», en el único protestante de la Iglesia. Los críticos más filosóficos se preguntaban cómo puede el pontífice hablar infaliblemente acerca de Dios, cuando éste es inefable y mora en la luz inaccesible. Pero los observadores más astutos insinuaron: no se trata tanto de una declaración religiosa como política. Ante la coyuntura de perder sus Estados, el papa estaba determinado a ser un monarca absoluto en un país que no pudiera arrebatárselo el más poderoso monarca de la tierra. La búsqueda del poder absoluto no había concluido; continuaría en el ámbito de la verdad. Ay, al igual que con el poder, el expediente del papado sobre la verdad no era irreprochable. |