Pedro no fue el primer papa

La iglesia católica ha elevado a dogma de fe que los papas son sucesores de Pedro como obispo de Roma. Sin embargo Pedro nunca ostentó dicho título. En las antiguas cronologías de obispos de Roma, el nombre de Pedro no aparece nunca. Irineo, obispo de Lyon desde el año 178 hasta el 200, enumera todos los obispos romanos hasta el duodécimo, Eleuterio. Según Irineo, el primer obispo de Roma no fue Pedro ni Pablo, sino Lino. La constitución Apostólica, en el año 270, también nombra a Lino como primer obispo de Roma, designado por Pablo. El sucesor de Lino fue Clemente, elegido por Pedro. En todos sus escritos, Eusebio de Cesarea, quien es conocido como el padre de la historia de la iglesia, nunca se refiere a Pedro como obispo de Roma.

Al parecer, según la concepción de los primeros comentaristas cristianos, los apóstoles no pertenecían a ninguna iglesia en particular, ni siquiera a aquellas que habían fundado. Los apóstoles pertenecían a toda la Iglesia, lo cual los excluía de ser obispos de un lugar determinado.

Tampoco resulta claro cuanto tiempo vivió Pedro en Roma. Un documento de finales del siglo IV afirma que permaneció en la ciudad durante 29 años. Sin embargo alrededor del año 58, el apóstol Pablo escribió otra de sus cartas, que en dicha ocasión estaba dirigida a los romanos. En ella saludaba a familias enteras, mencionando a veintinueve personas por su nombre. Pero no saludaba a Pedro, lo cual no deja de ser una omisión sorprendente si Pedro residía en la ciudad y era obispo de Roma. Por añadidura, Eusebio escribió hacia el año 300: " Se tiene noticia de que Pedro predicó a los judíos por todo el Ponto, Galatia, Bitinia, Capadocia y, al final de sus días, hallándose en Roma, fue crucificado". En la actualidad, los historiadores sugieren que Pedro vivió en Roma como máximo tres o cuatro años. No hay constancia de que se hiciese cargo de la comunidad romana. Ni siquiera fue obispo de Jerusalén, Santiago, el hermano de Jesús, si lo fue.

El incendio de Roma y la muerte de Pedro

El 19 de Julio del año 64, un violento incendio azotó a la ciudad de Roma. Durante seis días y siete noches las llamas se propagaron, destruyendo diez de los catorce barrios de la ciudad. Las circunstancias resultaron sospechosas. Nerón se encontraba en Anzio; los triumviri nocturni (vigilantes militares de incendios),  no se encontraban de servicio. Regresó Nerón, cuando supo que el fuego se acercaba al palacio y tomó algunas medidas para auxiliar a los afectados:  trajo de Ostia y de las tierras cercanas provisiones, y bajó el precio del trigo. No obstante el pueblo estaba furioso, pues se había divulgado el rumor de que al mismo tiempo que se estaba abrasando la ciudad había subido Nerón a un tablado que tenía en su casa y cantado en él el incendio y la destrucción de Troya. Se creía que Nerón había provocado el incendio con el objeto de reconstruir la ciudad a su gusto. Al respecto Suetonio relató:

"No respetó tampoco al pueblo romano ni los muros de su patria. Habiendo un familiar suyo citado en la conversación este verso griego:

                             que todo se abrase y perezca después de mí.

          No, le contestó, más bien viviendo yo, y cumplió su amenaza. Desagradándole, según decía, el mal gusto de los edificios antiguos, la estrechez e irregularidad de las calles, hizo poner fuego a la ciudad; lo hizo con tal desfachatez, que algunos consulares, sorprendiendo en sus casas esclavos de su camara, con estopas y antorchas en las manos, no se atrevieron a detenerlos. Los graneros contiguos a la Casa de Oro, cuyos terrenos deseaba, fueron incendiados y derribados con máquina de guerra, pues estaban construidos con piedras de sillería. Duraron tales estragos seis días y siete noches, y el pueblo no tuvo durante ellos otro refugio que los monumentos y las sepulturas. Además de gran número de casas particulares, el fuego consumió las moradas de los antiguos generales, adornadas todavía con los despojos del enemigo, los templos consagrados a los dioses por los reyes de Roma o levantados durante las Guerras Púnicas y las de la Galia; todo, en fin, lo que la antigüedad había dejado de curioso y digno de memoria. Nerón estuvo contemplando el incendio desde lo alto de la torre de Mecenas, encantado, según dijo, de la hermosura de la llama, y vestido en traje de teatro cantó al mismo tiempo la toma de Troya. Tampoco dejó escapar esta ocasión de pillaje y robo: se había comprometido a hacer retirar gratuitamente los cadáveres y escombros y a nadie permitió que se acercase a aquellos restos que había hecho suyos. Recibió y hasta exigió contribuciones por las reparaciones de Roma, hasta el punto de haber casi arruinado por este medio a los particulares y a las provincias. "

Para alejar de su persona las sospechas, Nerón culpó a los cristianos de la catástrofe. Fue la primer gran persecución de cristianos en Roma. El siguiente pasaje de Tacito describe los hechos:

"Hechas estas diligencias humanas, se acudió a las divinas con deseo de aplacar la ira de los dioses y purgarse del pecado que había sido causa de tan gran desdicha. Viéronse sobre esto los libros sibilinos, por cuyo consejo se hicieron súplicas a Vulcano, a Ceres y a Proserpina, y las matronas aplacaron con sacrificios a Juno, primero en el Capitolio y después en el mar cercano a la ciudad, y sacando de él agua, rociaron el templo y la estatua de la diosa: las mujeres casadas celebraron selisternios(1) y vigilias. Mas ni con socorros humanos, donativos y liberalidades del príncipe, ni con las diligencias que se hacían para aplacar la ira de los dioses era posible borrar la infamia de la opinión que se tenía de que el incendio había sido voluntario. Y así, Nerón, para acallar esta voz y descargarse, dio por culpados de él y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos a unos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de la Judea ; y aunque por entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición, tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma. donde llegan y se celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes. Fueron, pues, detenidos al principio los que profesaban públicamente esta religión, y después, por delaciones de aquellos, una multitud infinita, no tanto por el delito de incendio que se les imputaba, como por hallarles convictos de aborrecimiento al género humano. Añadióse a la justicia que se hizo a éstos la burla y escarnio con que se les daba muerte.  A unos vestían de pellejos de fieras, para que de esta manera los despedazasen los perros; a otros ponían en cruces; a otros echaban sobre grandes rimeros de leña, a los que en faltando el día, pegaban fuego, para que ardiendo con ellos sirviesen de alumbrar en las tinieblas de la noche. Había Nerón disputado para este espectáculo sus huertos, y él celebraba las fiestas circenses; y allí, en habito de cochero, se mezclaba unas veces con el vulgo a mirar el regocijo, otras se ponía a guiar su coche, como acostumbraba. Y así, aunque culpables estos y merecedores del último suplicio, movían con todo eso a compasión y lástima grande, como personas a quienes se quitaba tan miserablemente la vida, no por provecho público, sino para satisfacer la necesidad de uno solo."

Poco después del incendio, Pedro fue encarcelado. Cuando lo llevaron a sector norte del circo, Pedro solicitó ser crucificado cabeza abajo por respeto a Jesús. Los soldados no lo discutieron. De ser posible, debía respetarse el último deseo de un criminal. Pronto le llegó la muerte. Aquella noche, sus seguidores reclamaron el cuerpo y lo enterraron cerca del muro donde se acostumbraba sepultar a las víctimas del circo. El lugar escogido era próximo al primer hito de la Vía Cornelia. Treinta años después, Anacleto construiría un oratorio sobre este lugar. Ironicamente, los Papas se dicen sucesores de Pedro, pero, al igual que Nerón, visten la purpura y ostentan el título de Pontifex Maximus.


(1) Los selisternios eran procesiones que se hacían con las estatuas de los dioses colocados sobre sillas (sellae)