Pablo IV
Los romanos decían de él que si su madre se hubiera imaginado cómo sería su futuro le hubiese estrangulado al nacer. La persona en cuestión era Giovanni Pietro Carafa, la encarnación de la cólera de Dios, que se convertiría en Pablo IV (1555-1559).
Alto, calvo, flaco, elegido a los setenta y nueve años de edad, atormentado por el reumatismo. Pablo IV era aún de zancada flexible. Sus gestos, repentinos e impetuosos, a menudo habían derribado al suelo a sus ayudantes más cercanos. El embajador florentino le describió como un hombre de hierro que levantaba chispas de las piedras que pisaba. La solidez de su cabeza tenía el aspecto del Vesubio a cuya sombra había nacido. También él eruptaba sin previo aviso, arrojando destrucción y muerte. Su velluda barba y fragosas cejas le conferían un aspecto feroz; sus ojos crateriformes, rojos y acijosos, centellaban como la lava ardiente. Su voz bronca, raramente libre de catarros, resonaba y retumbaba exigiendo instantánea y ciega obediencia.
Incluso Ludovico Pastor, el historiador pontificio, tuvo dificultades para decir algo caritativo acerca de Pablo IV. Como buen meridional deslenguado, «se dejaba llevar —observa Pastor—, de tal modo que usaba expresiones que resultarían increíbles si no hubiesen sido confirmadas por testimonios libres de toda sospecha».
Completamente católico en sus abominaciones, no tenía reparos en pegar a un cardenal como si fuera un lacayo. Hacía esperar a los embajadores de cuatro a siete horas, aunque éstos vinieran a presentar sus respetos al sucesor de san Pedro. Cuando les recibía, les gritaba al oído que él era superior a todos los príncipes. Como vicario de Cristo, afirmaba, estaba en su mano cambiar a todos los soberanos terrenales con sólo mover un dedo.
En el año 1557, Pablo publicó la bula Cum ex Apostolatus officio. Afirmaba ser Pontifex Maximus, representante de Dios sobre la Tierra. Como tal, disponía de poder ilimitado para deponer a todo monarca, para entregar cualquier país a la invasión extranjera, privar a todo el mundo de sus posesiones sin que mediase procedimiento legal. Cualquiera que brindase ayuda a alguien desposeído —incluso por bondad humana elemental— sería excomulgado.
Una nueva reina para Inglaterra
A principios de 1559, el embajador inglés Edward Carne se presentó ante el volcánico papa. Informó a su santidad que Isabel Tudor, hija de Enrique VIII y Ana Bolena, había sucedido a María Tudor en el trono.
Pablo odiaba a todas las mujeres con inflexible ferocidad teológica y nunca las permitió cerca de su entorno. Discrepaba violentamente de Platón, quien decía que las mujeres son iguales a los hombres. Santo Tomás tenía razón: las mujeres son hombres que no acaban de serlo. Sus almas eran insignificantes sin el poder suficiente para convertirse en figura viril o tener el intelecto superior de un hombre. Por todo ello, había sentido cierta admiración por María Tudor, sobre todo cuando supo cómo había tratado los restos mortales de Enrique, su padre. Había desenterrado su cadáver herético y lo había quemado. Más tarde, al cabo de unos años, también había arrojado a la hoguera a más de doscientos protestantes vivos.
Isabel era una cuestión distinta. ¿Sabía esta presuntuosa mujer, preguntó el pontífice a Carne, que Inglaterra era un feudo de la Santa Sede desde la época del rey Juan? ¿O que los vástagos ilegítimos no tienen capacidad para heredar? ¿No había leído su última bula? Por parte de Isabel, era de una audacia inconcebible jactarse de gobernar Inglaterra cuando le pertenecía a él. No, no podía consentir que se saliese con la suya. Era una usurpadora, una bastarda, una hereje. Si renunciara a sus ridículas pretensiones y, en penitencia, viniese a él en el acto, vería lo que podía hacer por ella. De lo contrario...
Un par de meses después, Isabel rompía relaciones diplomáticas con Roma.
El arrogante varón patriotero del Vaticano no entendía a la mujer de veinticinco años con la que estaba tratando. Esta mujer, con todos sus defectos, tenía un corazón de roble inglés.
Isabel había nacido en un magnífico lecho francés en el palacio de Greenwich. Tan pronto como Enrique supo que era una niña, abandonó Greenwich con un berrinche que le duró tres días, gritando que Ana Bolena, su segunda mujer, era tan necia como la primera; ¿por esto se había arriesgado a ser excomulgado por el papa y a perder su reino? En aquel momento, Ana supo que estaba predestinada a la ruina. A sus treinta años de edad fue hallada culpable de tener amantes y de conjurarse para matar a sus rivales. Fue ejecutada con una gruesa espada francesa de doble filo, dejando a Isabel, de tres años, completamente sola. La niña tenía los grandes ojos encantados de su madre y la fina nariz de los Plantagenet de su padre. Sobrevivió merced a su inventiva, es cierto. No tuvo otra alternativa. Cuando alcanzó la mayoría de edad se la declaró, por este orden, legítima e ilegítima heredera del trono y, después de morir su padre, un regio asentimiento de cabeza la libró de la ejecución.
Los historiadores no se ponen de acuerdo en si Isabel, cuando subió al trono, ya estaba decidida a reintroducir el protestantismo en Inglaterra. Cuando María, su hermanastra, se convirtió en reina, la primera mujer que gobernó Inglaterra, Isabel hizo celebrar misa en su mansión, estimando que «una vida bien vale una misa». Los insultos gratuitos de Pablo IV sellaron el sino de los católicos ingleses. Si pensó que era soberano de Inglaterra, ella se adjudicaría el papel de cabeza suprema de la Iglesia. Ambos podían jugar a este juego de deposiciones, especialmente en los turbulentos tiempos de la Reforma. Si había que ajustarse a la historia, había muchos más soberanos que depusieron a papas que no al revés.
Una vez más, por interpretar mal las circunstancias e ir más allá de lo requerido, un papa vería como otra nación rompía el vínculo con la Santa Sede.
Pablo no pudo remediarlo. La herejía le obnubilaba en todos sus actos y en sus consecuencias. Era una peste. Y en una peste se queman las vestimentas, incluso las casas. En esta peste del alma, el papa no tenía otra alternativa que quemar el cuerpo, morada del alma. De esta manera, los otros no se contaminaban. Esto explica por qué, si bien solía ausentarse de numerosos actos, no faltó un solo jueves a las reuniones del Santo Oficio. Incluso cuando estaba a punto de morir, invitó a los inquisidores a su habitación. Determinados a luchar contra la herejía, los inquisidores comenzaron a lanzar sentencias de muerte a fornicadores, sodomitas, actores, bufones, laicos que hubieren quebrantado el ayuno cuaresmal, incluso a un escultor que había tallado un crucifijo juzgado indigno de Cristo.
Cuando Pablo falleció en el verano de 1559, los romanos incendiaron la cárcel de la Inquisición en la Via Ripetta. La muchedumbre derribó su estatua del Capitolio, y los judíos, a los que había perseguido más que ningún otro pontífice, colocaron un gorro amarillo sobre su torva cabeza. Los golfillos la escupieron y patearon antes de que fuera arrastrada por las calles y tirada al río Tíber. Sólo sentían no haber podido arrancar una a una las extremidades de su cadáver con sus propias manos. Tras enfrentarse a la opinión pública, las autoridades enterraron su cuerpo en San Pedro, a cierta profundidad, la medianoche del 19 de agosto y dispusieron un grupo de vigilancia.
Pablo IV nunca dudó que, en circunstancias similares, Jesús, un judío leal condenado a muerte por hereje, hubiese actuado exactamente como él. No fue amado. Pronto seguiría otro que no fue más querido que él.
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