León X

Tras la muerte de Julio, el cardenal Farnese salió corriendo del cónclave hacia la plaza de San Pedro gritando: «¡Bolas! ¡Bolas!». Esta referencia a las Palli del escudo de armas de los Mediéis fue comprendida inmediatamente por la plebe. Quedaron atónitos.

Giovanni de Mediéis tenía solamente treinta y un años. A su favor contaba con que su padre era el célebre Lorenzo el Magnífico y su madre una Orsini. Había sido educado con lujo en su palacio ancestral de la Via Larga de Florencia y en otras mansiones igualmente opulentas. A los siete años fue nombrado abad en ocasión de su primera comunión. Cuando cumplió los ocho, el rey de Francia quiso que le nombraran arzobispo de Aix-en-Provence; por suerte, alguien descubrió a tiempo que ya había un arzobispo en dicha sede, aunque nadie le había visto desde hacía años. Como compensación, el rey otorgó al muchacho un priorato cerca de Chartres y le hizo canónigo de cada una de las catedrales toscanas. Al cumplir los once años, Giovanni recibió la histórica abadía de Monte Cassino. A los trece años se convirtió en el cardenal más joven de la historia, aunque no llegó a igualar la proeza de Benedicto IX, quien ascendió al solio pontificio a los once años. Pese a su tolerancia, incluso Inocencio VIII parece que dudó en admitir un adolescente dentro del colegio cardenalicio; insistió en que esperaran tres años para que el chico tuviera la oportunidad de estudiar teología y derecho canónico.

En el momento de su elección, las facciones de Giovanni ofrecían un aspecto blandengue y obeso, su miopía se aunaba a sus ojos saltones y, por motivos en un principio incomprensibles, se sabía que era casto. Es decir, carecía de concubina y de «sobrinos» (bastardos). La razón quizá pueda encontrarse en que era un temerario homosexual. Guicciardini dijo que el nuevo papa era propenso en exceso a la carne, «en especial hacia los placeres que, por decencia, no pueden citarse».

Se encontraba enfermo al iniciarse el cónclave, y tuvo que ser trasladado dentro del recinto en camilla. Una entrada como ésta no hizo sino acrecentar sus posibilidades. Sus electores tenían una excelente opinión de él por otra razón: era sabido que sufría de una ulceración crónica en sus posaderas. Era casi seguro que la cirugía propiciaría una nueva elección. A pesar de todo ello, Giovanni, que eligió el nombre de León X, tenía un carácter muy emotivo. Sus primeras palabras como papa las dedicó a su primo ilegítimo, Giulio de Mediéis: «Ahora, podré divertirme de verdad». Deseando probarle su tiara, le quitó el capelo y se la entregó a Giulio. «Para ti, primo». Giulio hizo buen uso de ella. Se convertiría en uno de los papas más desastrosos. Clemente VII.

León fue coronado en un pabellón improvisado delante de San Pedro. Sólo se respetó la fachada de la famosa iglesia; se hizo desaparecer el resto de la construcción para preparar la renovación. En retrospectiva, el armazón vacío de la antigua San Pedro habría de convertirse en un presagio de los oscuros días que se avecinaban. Se había respetado la basílica de Constantino durante casi mil doscientos años hasta que Julio II se empeñó en derribarla y erigir otra. Sus cardenales intentaron disuadirle. El coste sería demasiado elevado; se perderían gloriosos mosaicos y reliquias irremplazables que vinculaban todas las épocas con la Iglesia de las catacumbas. Mientras la nueva basílica se hallara en construcción, se provocaría una enorme fisura respecto a la fe y la devoción en el universo cristiano. Julio hizo oídos sordos. Para la basílica que proyectaba, la mayor del mundo, estaba dispuesto a realizar cualquier sacrificio. En tiempos de León, la nueva San Pedro redundaría en contra de la unidad de la cristiandad.

En lugar de renunciar a todo para seguir a Cristo, León echó mano de todo lo que pudo en nombre de Cristo para él mismo. Arriesgado y despilfarrador, obedecería a Jesús en una sola cosa: nunca pensó en el mañana. Era el único tipo de papa con el que los romanos se sentían a gusto. En lugar de derrochar el dinero en guerras dispensiosas, como había hecho Julio, lo daba a los romanos.

Era una época de lujosos festejos. Cierto cardenal, Cornaro, ofrecía ágapes de sesenta y cinco viandas, cada una de ellas ofrecida en tres platos diferentes. Las comidas de León eran muy parecidas a estos menús. Se ofrecían fiambres como lenguas de pavo real. Ruiseñores salían volando de los pasteles; muchachos desnudos surgían de los budines. Su principal bufón, un dominico enano, fray Mariano, le divertía comiéndose cuarenta huevos o veinte gallinas en una sesión. Durante el carnaval, se invertían jornadas enteras en corridas de toros, seguidas de banquetes y redondeadas con bailes de máscaras a los que León invitaba a sus cardenales y sus amigas.

Tenía 683 cortesanos en su nómina. También daba empleo a muchos bufones, a una orquesta, a un teatro especializado en representaciones rabelesianas, y mantenía a diversos animales salvajes. Su favorito era un elefante blanco, obsequio del rey Manuel de Portugal.

El 12 de marzo de 1514 se celebró un desfile a través de Roma que concluyó en el puente de Sant'Angelo; allí, encima de un podio. León recibía el homenaje tradicional. Después de una procesión de gallináceas exóticas hindúes, caballos persas, una pantera y dos leopardos, siguió Hanno, el elefante blanco con un castillo de plata sobre los lomos. Tres veces consecutivas, según la estricta etiqueta cortesana, hincó la rodilla para deleite del pontífice. Como colofón, se le facilitó un cangilón de agua con el que asperjar a la multitud.

Este elefante, albergado en el Belvedere, se convirtió en una celebridad y dio origen a todo un género literario. Se escribieron centenares de poemas en su honor. Todavía se conservan primorosos grabados en madera del elefante. En la cúpula más baja del Vaticano, Rafael pintó su retrato, aunque se malograra después debido a las reformas. En la biblioteca vaticana existe un diario secreto referente a dicho paquidermo que concluye con su sentido fallecimiento, que causó mayor pesar que el de muchos papas: «Lunes, 14 de junio de 1516, murió el elefante».

Contraviniendo el derecho canónico, León se dedicaba a la cacería durante semanas seguidas en Magliana, su espectacular retiro casi tan hermoso como Castelgandolfo. Magliana se encontraba a unos ocho kilómetros de Roma, en la carretera de Porto. Siempre montaba de lado, como las mujeres, a causa de su «mal», cuyo olor sus cortesanos pretendían no notar.

Como muchos papas renacentistas. León era un constructor entusiasta y un protector de las artes. El historiador coetáneo Sarpi dijo de él: «Hubiera sido un papa perfecto, si a estas consecuciones [artísticas] hubiese añadido una sola brizna de religión».

Ninguno de los intereses de León fueron baratos y tuvo que solicitar en préstamo grandes sumas que debía retornar a los banqueros con el 40 % de interés. La razón era muy sencilla, los burdeles no rendían lo suficiente, pese a que había siete mil prostitutas registradas para una población de menos de cincuenta mil habitantes. La sífilis era una enfermedad corriente. «Suerte de dolencia —dijo el sifilítico Benvenuto Cellini, con genuina compasión—, muy común entre los sacerdotes.»

Para aumentar sus ingresos. León creó empleos relacionados con palacio. Estos conferían poder y prestigio y fueron muy populares. Sixto IV sólo dispuso de 650 plazas para vender; León tenía 2.150. Las subastaba. La mayor demanda se producía con los capelos cardenalicios; el cargo cardenalicio costaba, por término medio, treinta mil ducados. Sus eminencias se resarcían de su desembolso mediante ventas corrompidas por su cuenta.

Pese a la asombrosa liberalidad de León, varios cardenales jóvenes le acusaron de no cumplir las promesas que les hizo en el cónclave. Alfonso Petrucci, de Siena, joven de veintisiete años, profundamente irreligioso y desenfrenadamente descreído, estaba particularmente indignado. Con otros cuatro miembros del colegio cardenalicio, decidió asesinar al papa. Su plan era atacar a Su Santidad en su punto más flaco y tuvo el mérito de la originalidad. Sobornó a un médico florentino, Battista de Vercelli, para que tratase al pontífice de sus almorranas y, mientras le operaba, introdujera directamente en el ano la pócima venenosa. Constituyó algo diferente del caso de los higos.

Por dos veces León rechazó la oferta de Battista antes de que su servicio secreto interceptara una carta del médico a Petrucci. Ambos conspiradores fueron a parar a prisión. El cardenal fue internado en el Marocco, la mazmorra más subterránea e inmunda de Castel Sant' Angelo. 

Bajo tortura, el médico confesó. Fue ahorcado en público, arrastrado y despedazado por un cirujano mucho menos hábil que él.

León perdonó a los cuatro cardenales rebeldes, aunque las reparaciones fueron elevadas. Petrucci, como cabecilla, tuvo su fin en secreto en el Marocco. Su Santidad no podía permitir que un cristiano pusiera un dedo encima de un ex príncipe de la Iglesia, por lo que empleó a un moro como verdugo. Éste colocó un lazo corredizo de seda carmesí alrededor del cuello de Petrucci y le ahogó lentamente.

El peligro más grave para León vendría de un ángulo que su miopía no podía discernir, lejos de la corte papal, muy al norte de Roma, en la lejana Alemania. Su nombre era Martín Lutero.