Julio II
Muy pronto sucedería a Borgia una de las personalidades históricas más extraordinarias que alcanzó el solio pontificio: Julio II. Fraile franciscano genovés, de elevada estatura, apuesto y sifilítico, recurriría a sobornos de cientos de miles de ducados para abrirse paso hasta el papado. Luego, decretaría que cualquiera que en adelante utilizase el soborno en el cónclave debía ser depuesto. Hombre atlético, llevaba siempre consigo un bastón para atizar a todo aquel que pudiese fastidiarle. En su agresiva personalidad, la religión no llegaba siquiera a la categoría de afición. Sus viandas de Cuaresma consistían en quisquillas, atún y lampreas de Flandes, además del mejor caviar.
El mejor recuerdo que ha dejado es como mecenas de las artes. Un día acompañó a un escultor de treinta y un años a la Capilla Sixtina. Era un joven de anchas espaldas, esmirriado, de mediana estatura, con una densa cabellera negra y la nariz partida, resultado de una reyerta con un muchacho mayor que él cuando era aprendiz.
El papa Julio señaló el techo con su bastón: «Esto. Quiero que pintes esto para mí».
Miguel Ángel miró hacia arriba y sofocó un gemido. El techo se hallaba a más de dieciocho metros del suelo y era cóncavo. ¿Cómo podría él, cómo podría nadie, ser capaz de trazar perspectivas? Por otra parte, no era pintor. Hasta aquel momento, sólo había pintado unos cuantos lienzos de los que no se sentía muy orgulloso. Prefería labrar la piedra. La piedra perdura. No, se negaría. Sin avisar, regresó a su nativa Florencia. Se había criado con los aires puros del campo aretino y había amamantado su arte de escultor con la leche de su nodriza.
Dos años después, en 1508, Julio le obligó a retornar a Roma sin su martillo y su cincel. Así comenzó la actividad pictórica que llevaría a este joven de la oscuridad al pináculo de la grandeza. Provocador como nadie, escribió en su primera factura: «Yo, Miguel Ángel Buonarotti, escultor, he recibido 500 ducados a cuenta... por pintar la bóveda de la Capilla Sixtina».
Julio lo apaleó más de una vez, enojado por encontrarse ante un hombre tan violento como él mismo. En cierta ocasión, Miguel Ángel tuvo que presentarse ante el papa con un dogal puesto en señal de sumisión.
En cuatro años pintaría cerca de 540 metros cuadrados de techo con 300 figuras. En uno de sus poemas rememoraría el recuerdo de aquellos años. Debido a la presión que tuvo que soportar su espalda durante tantas horas, se le formó una especie de bocio del tamaño de un cubo en el que los animales podían beber. Su espalda se dobló como la de un arquero. Su barba apuntaba hacia el cielo de tal modo que su barbilla y su estómago prácticamente se fundían. La brocha goteaba continuamente sobre su rostro y éste parecía un mosaico de pintura. Éste no es lugar para ser pintado, gemía, y ni siquiera soy pintor.
El día de Todos los Santos de 1512, este no pintor abrió la puerta de la capilla de par en par. En lo alto, sobre aquella superficie imposible, había algo más que una obra de arte. Era una enciclopedia de la humanidad. Las temáticas del Viejo Testamento plasmaban la existencia del hombre desde el nacimiento hasta la muerte. Cuando el exultante Julio cantó misa ante el altar, lo hizo con la conciencia de haber encargado la mayor obra de arte que el mundo vería.
Mediante Miguel Ángel, el papa comenzó a crear un nuevo Vaticano que habría de perdurar hasta el presente. Su predisposición por la fe cristiana andaba muy lejos de esta manifestación artística. Este hecho constituye una de las ironías del Vaticano; externamente, en términos de cultura, estética y arquitectura, la Iglesia nunca manifestó mayor estilo; Bramante se hallaba en su mejor momento, como Migue Ángel y Rafael. Interiormente, no había más que corrupción.
La pasión primordial e imperecedera de Julio no fue el arte sino la guerra. Como estratega militar hubo pocos que le igualasen. Cumplidos los sesenta años en el momento de su elección, lucía una impresionante barba blanca que recogía dentro de su capacete. Acto seguido, haciendo caso omiso a la ley canónica, se revestía la armadura, montaba en su corcel de guerra y se dirigía hacia el norte a luchar por Dios y los Estados Pontificios. Y también triunfaba. En puridad, los quería para la Iglesia y no para su familia como la mayoría de los papas de su época. Constituiría un conjunto de territorios que se mantendrían prácticamente intactos hasta que pasarían a formar parte de la nueva Italia en los últimos años del siglo XIX.
En ciertas ocasiones presidía las ceremonias en San Pedro. Pero había dificultades. Fue un gran mujeriego; incluso cuando era cardenal engendró tres hijas. De ahí que, el Viernes Santo de 1508, su maestro de ceremonias informó que no se permitiría besar los pies a Su Santidad, «quia totus eral ex morbo gallico ulcerosas» («se encontraba completamente infestado por la sífilis»),
Ello no era obstáculo para seguir montando a caballo. Quizá la escena más representativa del Renacimiento sea la de Julio II, revestido de toda su armadura, cruzando fosos helados para encaramarse por las brechas de los muros de Mirándola, en aquel momento en manos de los franceses, reivindicándola para Cristo. En aquel crudísimo invierno, el río Po se había helado. El pontífice se endosó una sobrevesta blanca sobre la armadura y se cubrió la cabeza con una piel de cordero, de modo que parecía un oso cuando gritó: «Veamos quién los tiene mejor puestos, si el rey de Francia o el papa». La lengua italiana lo expresa sin equívocos; no se estaba refiriendo a las balas de cañón.
Cuando Miguel Ángel esculpía su estatua. Julio la escudriñó con expresión de extrañeza. «¿Qué hay bajo mi brazo?» «Un libro, santidad.»
«¿Qué sabré yo de libros? —rugió el papa—. Ponme una espada en su lugar.»
Que Su Santidad prefiriese la espada a la Biblia, la silla de montar a San Pedro, fue algo que tuvo sus repercusiones en Roma. Miguel Ángel, que conoció la Ciudad Eterna mejor que la mayor parte de sus habitantes, nos dejó sus impresiones sobre los papas que conoció en un poema:
Con cálices hacen el yelmo, la espada
y venden a cubos la sangre del Señor.
Su cruz, sus espinas, armas son en veneno bañadas
y a Cristo mismo de toda paciencia le despojaron.
Julio estaba tan disgustado con Luis XII de Francia, por no apoyarle en sus campañas militares, que redactó una bula desposeyéndole de su reino. El devoto Enrique VIII de Inglaterra, cuyo autor favorito era santo Tomás de Aquino, podría apoderarse de dicho reino con la condición de que demostrara ser un buen católico y le ayudara a llevar a cabo sus empresas bélicas.
Julio murió antes de que se publicase la bula. Quizá por ello, tanto Francia como Inglaterra se convertirían al protestantismo con el advenimiento de la Reforma, ahora ineluctablemente próxima.
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