Inocencio III, dueño del mundo Fue el encuentro más extraordinario habido entre dos hombres desde que Jesús se halló en presencia de Pilato en el Pretorio. Uno, revestido de galas regias y sentado en el trono de púrpura, era el hombre más poderoso del mundo; el otro, de veintisiete años de edad, arrodillado ante él vestido con andrajos de mendigo, se había impuesto la misión de ser el más pobre. Era el verano de 1209. Por fin, el papa Inocencio III había consentido en ver a este pequeño hombre desgreñado que tenía reputación de santo. El demacrado solicitante tenía el pelo oscuro y las cejas igualadas, sus dientes eran blancos, las orejas diminutas aunque saledizas. Su barba era rala y dispersa. Sus crispados ojos negros centelleaban, su voz era grave y melodiosa, e irradiaba una singular alegría. Era un poeta, decía la gente. Aludía al hermano Sol y al hermano viento. La Luna, agua, la tierra, incluso la muerte eran sus hermanas. Tenía fama de predicar a los pájaros y a los animales salvajes, y le escuchaban. Su gran amor era la pobreza, a la que tildaba de ser la más rica y generosa dan del mundo. La razón por la que concedió audiencia a Francisco se debió únicamente a la persuasión ejercida sobre él por Ugolino, cardenal de Ostia. Ugolino, futuro Gregorio IX, tampoco entendía a Francisco, pero creía que tenía algo que ofrecer a la Iglesia. Nunca llegaría a entenderle, ni si quiera cuando le canonizó, con reservas mentales, en 1228. La entrevista con Inocencio III fue breve. El papa ni aprobó ni desprobó a Francisco y su amor a la pobreza. Tenía otras cosas más importantes en mente. Por ejemplo, regir el mundo. El cardenal Lotario había sido elegido por unanimidad el 8 de enes de 1198. Inocencio, como el niño-papa Benedicto IX, pertenecía a la familia de los Alberico de Tusculum, la cual sería recordada por haber, proporcionado trece papas, tres antipapas y cuarenta cardenales. A sus treinta y ocho años, Inocencio era el miembro más joven del colegio cardenalicio. Era bajo de estatura, rechoncho, apuesto, el cuente, con unos ojos de un gris acerado y barbilla maciza. Había realizado sus estudios en las conspicuas universidades de París y de Bolonia De temperamento ardoroso, con la grandeza como algo consustancial en él, había nacido para regir a toda costa. Tras su consagración en San Pedro, Inocencio fue coronado sobre una plataforma al aire libre. El cardenal arcediano le sacó la mitra y sustituyó por el principesco Regnum. Creado en su origen con plumas blancas de pavo real, en aquel momento era una enjoyada diadema presidida por un carbúnculo. «Acepta esta tiara -recitó el arcediano, en un ritual que hubiese sorprendido a san Pedro- y ten presente que eres padre de príncipe reyes, gobernador del mundo, el vicario de Nuestro Salvador Jesucristo sobre la tierra, cuyo honor y gloria perseverarán a través de la eternidad. » El pontífice, discípulo de Gregorio VII, nunca puso en duda que esta blasfemia era de su responsabilidad. Era Constantino reencarnado. La sarcástica ocurrencia de Thomas Hobbes en su Leviatán, parece completamente justificada: «El papado no es más que un fantasma del finado imperio romano, que coronado se asienta sobre su misma fosa». Con sus atavíos relucientes de oro y pedrerías, Inocencio cabalgó sobre un corcel blanco recubierto de gualdrapas escarlata y participó en la cabalgata que recorrió la ciudad engalanada a lo largo de la Via Papae. En su itinerario pasó bajo los antiguos arcos imperiales. Ante la Torre de Esteban Petri, un viejo rabino, con los hombros cubiertos con pergaminos del Pentateuco, se adelantó en señal de acatamiento. «Conocemos -declaró oficialmente Inocencio- la Ley, pero condenamos los fundamentos del judaísmo, puesto que la Ley ya ha sido realizada por Cristo, al que el ciego pueblo de Judá todavía espera como su Mesías.» Inclinando la cabeza, el rabino agradeció al pontífice la afabilidad de sus palabras y se retiró antes de que pudiesen apelarle. La procesión fue desfilando a través del Foro. La Roma que había heredado Inocencio era un erial circundado por la muralla aureliana, cuyas fisuras se hallaban cubiertas de musgo. El pontífice decidió limpiar el Foro y levantar en dicho lugar, para disfrute de su familia, la Torre dei Conti, que dominara toda la ciudad. Pasando junto a amontonamientos de escombros de templos, baños y derruidos acueductos, Inocencio fue orillando el Coliseo de camino a Letrán. En Letrán le prestó juramento de obediencia al Senado romano; prelados y príncipes le besaron los pies y, a continuación, después de distribuir dádivas entre los miserables y los que no lo eran tanto, invitó a la nobleza a un banquete. El pontífice se situó en un rincón, tal como exigía su dignidad. El servicio de mesa era suntuoso. El príncipe decano presente le sirvió la primera vianda antes de tomar asiento junto a los cardenales. Inocencio nunca tuvo gran apetito; nunca disfrutó de buena salud. Físicamente endeble, tenía una voluntad de hierro como ningún otro pontífice. Ya estaba pensando en hacer una realidad su más preciado título: «Gobernador del mundo». Cuando llegó al solio pontificio, el papado era virtualmente impotente en Roma. Su primer propósito, como el de muchos papas antes y después de él, fue el de restablecer sus dominios temporales. No tardaría mucho en convertir a Roma en un Estado teocrático. Un espíritu crítico en el Senado se lamentaba: «Ha desplumado a Roma como un halcón a una gallina». A los dos años, él, no el emperador, se erigió en señor de Roma e Italia. No es que todo fuera según sus deseos. A principios de mayo de 1203, a causa de un fugaz alzamiento de los ciudadanos de Roma, se vio obligado a escapar a Palestrina. Un año después, se sintió demasiado dolido para reconvenir a los caballeros de la cuarta cruzada que habían incurrido en el más bárbaro de los crímenes medievales: el saqueo de Constantinopla. En la antigua gran catedral de Santa Sofía fueron violadas las tumbas de los emperadores, robadas las reliquias, ultrajadas y asesinadas las mujeres, incluyendo las monjas. La más prestigiosa ciudad del mundo fue asolada por soldados católicos, que daban por supuesto que los cismáticos carecían de derechos en este o en el otro mundo. Este primer gran ejemplo de vandalismo dentro de la cristiandad nunca fue olvidado por los griegos. Para complicar más las cosas, Inocencio nombró patriarca latino de Bizancio a un veneciano. Al cabo de dos años, Inocencio hizo la paz con la ciudad de Roma y volvió a tomar las riendas. El exilio había acrecentado su sed de dominio. A los papas primitivos no les disgustaba ser llamados «vicarios de san Pedro». El rechazó el título. «Somos los sucesores de Pedro, pero no su vicario; tampoco lo somos de ningún hombre o apóstol. Somos el vicario de Jesucristo ante el cual todo el mundo debe inclinarse.» Incluso -aunque no en particular- reyes y emperadores. La Iglesia, dijo, es el alma, el imperio sólo es el cuerpo del mundo. La Iglesia es el Sol, el imperio la Luna exánime que refleja la luz del gran orbe, la Iglesia de Cristo. La doctrina de Inocencio sobre la sociedad contradecía la Biblia. Para él, el poder del príncipe es una forma de usurpación; solamente el poder sacerdotal emana de Dios. Maniqueísmo aplicado a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La espiritualidad de la Iglesia era lo mejor; en esencia, el materialismo del Estado era obra del demonio. Este crudo absolutismo político minó la autoridad de los soberanos. Tomadas al pie de la letra, estas teorías desembocarían en la anarquía. Evidentemente, Inocencio no lo creía así, sintiéndose como se sentía capaz de gobernar tanto la Iglesia como el Estado. Éste era su designio expreso. Pero ¿con qué pretexto gobernaría la sociedad secular? La respuesta era: el pecado. Dondequiera que hubiese pecado se alzaba la omnipotencia del papa. Y ¿dónde, en la Iglesia y el Estado, no había pecado? Le beneficiaba presentar a los soberanos con los matices más sombríos. A su modo de ver, le confería el derecho de legislar para el mundo entero. Requería dóciles instrumentos. Eligió como emperador a Otón IV porque éste prometió cumplir todo lo que le dijera el papa. Otón fue el primer «rey de los romanos» que fue llamado «electo por la gracia de Dios y su pontífice». Al cabo de un año, Otón se rebeló, aduciendo con toda la razón que su promesa carecía de base legal. Inocencio le excomulgó y eligió a otro. También coronaría a Pedro de Aragón y al rey de Inglaterra. Ni siquiera Gregorio VII había sido capaz de meter en cintura al rey inglés. Guillermo el Conquistador rehusó ser su feudatario, diciendo: «Debo mi reino a Dios y a mi espada». Juan, que fue coronado a la muerte de Ricardo Corazón de León en 1199, era de diferente opinión. Juan Sin Tierra, que apenas medía 1,60 metros de altura, era, con palabras de un cronista, «un rey bribón». Mimado de niño, fue desarrollándose con talante tosco, antojadizo e impredecible. Tenía los ojos sesgados como un oriental y un rostro de aspecto zorruno invariablemente lívido. Sólo en cuestiones de higiene personal se hallaba al margen de todo reproche; tenía fama de bañarse ocho veces al año. Su espíritu desequilibrado se hizo patente durante su coronación. En contra del protocolo, rehusó comulgar. En los momentos de mayor solemnidad, comenzaba a contar chistes salaces, riéndose con su ruidosa risa cloqueante. Su menosprecio hacia la Iglesia se había plasmado diez años antes cuando se casó con su prima Isabel de Gloucester sin dispensa. Al año de ser rey, se encaprichó de la joven, hermosa y ya prometida, Isabel de Angulema. Tras decretar su propia nulidad, se desposó con esta segunda Isabel convirtiéndola en reina. Cuando Inocencio manifestó su desagrado, Juan expió su falta enviando un millar de hombres a las cruzadas y construyendo una abadía cisterciense con dinero robado. Tácitamente, Inocencio consintió estas segundas nupcias. Finalmente, el papa rompió con Juan por razones crematísticas, no por el polémico segundo matrimonio. El rey se estaba entrometiendo en las libertades de la Iglesia, un modo de decir que estaba recabando impuestos del clero para sufragar sus campañas militares en Francia. Cuando Juan propuso su propio candidato para la sede de Canterbury, colmó la paciencia del papa. Este propuso a Stephen Langton, al que Juan se negó a reconocer. Inocencio le dio tres meses de tiempo para reconsiderar su negativa, de lo contrario caería sobre él todo el peso del derecho canónico. Lejos de someterse, Juan expulsó a los monjes de Canterbury de su reino. Todos excepto un obispo se pusieron de parte de Inocencio y fueron desterrados. Comenzaba una querella entre el rey y el papa que duraría siete años. Inocencio demostró lo despiadado que podía ser al lanzar un interdicto contra toda Inglaterra. Fue un castigo de una severidad increíble. Ya lo había puesto en práctica con respecto a Francia, a la que había puesto bajo interdicto durante ocho meses al poco de ser elegido. Juan juró por Dios que si algún obispo difundía el interdicto en Inglaterra enviaría todo el clero a presencia del papa con los ojos arrancados y las narices cortadas. Cuando el interdicto fue hecho público el Domingo de Ramos de 1208, la primera reacción de Juan fue confiscar las propiedades de la Iglesia con ayuda de sus avariciosos barones. Él, la supuesta víctima, se lo tomó con enorme júbilo. Recaudó tributos del clero y no remitió nada a Roma. Su jugarreta preferida era efectuar incursiones nocturnas a las rectorías y llevarse del domicilio a las esposas no canónicas -las focariae o compañeras del hogar-, sacándolas de la cama del ecónomo. Si estos caballeros tonsurados querían recuperar a sus mujeres, se veían obligados a pagar un considerable rescate. Esta práctica difería muy poco de las bromas del alguacil eclesiástico, el funcionario más detestado. Cuando capturaba a la amante de algún cura -y el éxito de sus pesquisas alcanzaba un índice extraordinariamente elevado-, imponía un «rédito de pecado» de dos libras al año. Casi toda Inglaterra sufrió. Tanto los niños como los adultos fueron sus víctimas. La religión, solaz y festejo de las gentes, fue proscrita. Las iglesias, únicos lugares de reunión, fueron cerradas a cal y canto para todos salvo para los murciélagos de las torres y los halcones peregrinos que anidaban por los campanarios. El más hermoso sonido de toda Inglaterra, el de las campanas, fue silenciado por la censura. No hubo más repiqueteos por ciudades y campiñas de esta «isla resonante», convocando a entierros o al Ángelus, no más broncínea aunque sutil música desde los campaniles que anegaba los chillidos de las gaviotas y el graznar de los córvidos y perforaba, según creencia popular, la pujanza opresiva de la cerrazón. Los agonizantes eran ungidos, los penitentes, absueltos, los recién nacidos, bautizados. Por lo demás, Inglaterra se convirtió en tierra de paganos. Con ocho mil catedrales e iglesias parroquiales cerradas, miles de eclesiásticos y clérigos menores quedaron sin empleo. No se celebraron oficios para Navidad y Pascua Florida, ni siquiera se dijeron misas en conventos o monasterios, no se distribuyó la eucaristía, no se celebraron matrimonios, ni se emitieron sermones, ni se procedió a la instrucción pastoral; cesaron las procesiones, no hubo peregrinajes a santuarios como Ely, Walsingham o Canterbury, ni se oyó el solfeo en los recintos parroquiales. Los muertos eran amortajados y enterrados como perros. Pasaron inviernos y veranos sin una sola celebración. Este prolongado Viernes Santo impuesto por el papa a Inglaterra duraría seis años, tres meses y catorce días. En octubre de 1209, al interdicto siguió la excomunión del rey. Tres años después, el papa depuso a Juan y sugirió a Felipe Augusto de Francia que se preparase para expulsarle y apoderarse del trono de Inglaterra. Quienquiera que obedeciese al papa tenía prometidas las mismas indulgencias que los cruzados. A partir de aquel momento, Inglaterra pensó en librarse del tirano Dormía a su antojo con la esposa de cualquier hombre. Arrancaba, uno a uno, los dientes de los judíos ricos que no entregaban el dinero. Tomaba rehenes y, cuando se produjo una subversión en el País de Gales, ahorcó a veintiocho muchachos, hijos de cabecillas galeses, en el castillo de Nottingham, el verano de 1212. Mientras Felipe Augusto preparaba su ejército en la desembocadura del Sena, Juan jugó su mejor carta; solicitó a Roma que enviase un legado para tratar la paz. El pontífice, alborozado, envió al cardenal Pandulfo. El 13 de mayo de 1213, ante la asamblea de barones y del Estado llano en Dover, Juan capituló. Prometió restituir a la Iglesia todos sus caudales y tierras. Dos días más tarde, satisfecho, firmaba un segundo documento por el que entregaba la misma Inglaterra «a Dios y a nuestro señor el papa Inocencio y a sus católicos sucesores». No lo selló con la cera usual, sino con un sello de oro. Después de esto, Juan prometió que él y sus herederos regirían sus dominios como vasallos del papa y entregarían un tributo anual de mil marcos por este privilegio, además de la limosna de san Pedro. Este triunfo proporcionó un inmenso placer a Inocencio, pero fue otro ejemplo de los excesos papales. La soberanía papal sobre Inglaterra concluyó efectivamente en 1333, año en que Eduardo III se negó a pagar ninguna contribución más al papa. Cuando el papa Urbano V requirió con vehemencia los atrasos de los últimos treinta y tres años, Eduardo, tras consultar con sus consejeros, llegó a la conclusión de que la donación de Juan, al entregar Inglaterra a la Santa Sede, se oponía al juramento de la coronación y, por lo tanto, la invalidaba. Los papas no aceptaron este argumento y ello contribuyó directamente a la secesión de Inglaterra del seno del catolicismo bajo el reinado de Isabel I. Ésta no tenía ningún interés en ser considerada feudataria pontificia o en que pudiera pensarse que solamente regía un país alquilado a una potencia extranjera. Felipe de Francia estaba furioso con Inocencio III. Había arrojado sesenta mil libras al Canal de la Mancha, pero no se había atrevido a poner un pie en suelo, en ese momento pontificio, inglés. Si bien Juan fue absuelto de la excomunión, el interdicto continuó hasta junio de 1214, cuando acabó de pagar su tributo. Solamente entonces se abrieron de par en par las puertas de las iglesias, se cantó el Te Deum y volvieron a sonar las campanas. Y, por la amable autorización del papa Inocencio III, Cristo tuvo la posibilidad de volver a Inglaterra. Mientras, el odio que habían concebido los barones contra Juan alcanzó tal extremo que redactaron la Carta Magna, por la que se garantizaban los derechos de la Iglesia y del pueblo, en particular los de los barones, y forzaron a Juan a poner su sello en ella. Según los términos del texto, el rey, como todos los hombres libres, quedaba sujeto a la ley; el contenido de la ley no debía mantenerse en secreto, sino hacerse público. Juan, ahora un católico devoto, informó de todo ello a Su Santidad. Enterado, Inocencio exclamó: «Por san Pedro, no podemos tolerar este insulto sin imponer el castigo correspondiente». Este documento, considerado a menudo el fundamento de las libertades inglesas, fue formalmente condenado por el papa «como contrario a las leyes de la moral». El rey, explicó, no estaba en posición de someterse a los barones y al pueblo. Se hallaba solamente bajo Dios y el papa. En consecuencia, aquellos barones que torcidamente habían obligado a un vasallo del papa a hacer concesiones debían recibir un castigo. En una bula, Inocencio, «desde la plenitud de su ilimitado poder y autoridad que Dios le ha dado para sujetar y destruir los reinos, para sembrar y desarraigar», anuló la carta; dispensó al rey de respetarla. Excomulgó «a todo aquel que siguiese manteniendo tan traicioneras e inicuas pretensiones». Debe suponerse que todo el pueblo inglés aún sigue excomulgado. Stephen Langton, arzobispo de Canterbury, rehusó publicar esta sentencia. La soberanía del papa, sostuvo, no es ilimitada. «El derecho natural obliga tanto a los príncipes como a los obispos; no puede soslayarse. Se halla por encima del mismo papa.» Langton fue depuesto. Una vez hubo dominado a los reyes, Inocencio no encontró dificultades con los obispos. Se llamó a sí mismo «obispo universal», título repudiado por muchos de los primeros pontífices. Con Inocencio, la Iglesia concretó el ideal de Gregorio; se convirtió en una sola diócesis. Inocencio promulgó más leyes que los cincuenta papas que le precedieron; en cuanto a él, no se hallaba sometido a ninguna ley. Hasta el día de hoy se han publicado seis mil cartas suyas. El contenido de las mismas es extraordinario. Destituye y sustituye obispos y abades. Impone penas para todo tipo de transgresiones. Por ejemplo, un hombre llamado Roberto fue capturado por los sarracenos junto a su mujer e hija. El jefe sarraceno ordenó que, dada la hambruna, los cautivos tendrían que matar a sus hijos y comérselos. «Este malvado -escribió Inocencio-, acuciado por el tormento del hambre, mató y se comió a su hija. Y, cuando en una segunda ocasión se ordenó lo mismo, mató a su propia esposa, pero cuando le sirvieron la carne cocida, no fue capaz de comérsela.» Una parte de su castigo fue que nunca más podría ingerir carne. Ni volverse a casar. Inocencio completó su dominio sobre la Iglesia en el IV Concilio de Letrán, en 1215. Mil quinientos prelados oyeron educadamente sus decretos y los aprobaron sin que se planteasen preguntas ni se produjeran debates. Una de las normas aprobadas afirmaba que todo católico debía confesarse con su sacerdote local y comulgar por lo menos una vez al año. De este modo, los seglares quedaban sometidos al clero, el clero a sus obispos, y los obispos al papa. Los únicos disidentes fueron los herejes. La segunda parte de este libro tratará del glorioso coronamiento del pontificado de Inocencio, en particular del aplastamiento de los albigenses en el sur de Francia. Cientos de miles de ellos perdieron la vida, por el fuego o la espada, a causa de sus instrucciones. Al considerarse único depositario de la verdad, Inocencio se sentía libre para erradicar la herejía con todos los medios que tuviera a su disposición. Fue él quien dio un nuevo impulso a la Inquisición e introduciría una intolerancia de nuevo cuño en el catolicismo que perduraría durante siglos. Inocencio III, genio estadista, pontífice de sorprendente fuerza de voluntad, rigió el mundo con majestuosa tranquilidad durante casi veinte años. Durante la mayor parte de este período inundó la cristiandad de terror. Coronó y destronó soberanos, impuso interdictos a naciones, prácticamente creó los Estados Pontificios a lo largo de Italia central, desde el Mediterráneo al Adriático. No perdió ni una sola batalla. A la zaga de sus objetivos, derramó más sangre que ningún otro pontífice. Se equivocó profundamente respecto al Evangelio, el papado e incluso en la distinción entre el bien y el mal. Su inusitada perversidad, de la que hemos visto algunas muestras, queda plasmada en este enunciado asombroso: «Todo clérigo debe obediencia al papa, incluso si ordena el mal; porque nadie es susceptible de juzgar al papa». Se hallaba en Perusa cuando murió durante un caluroso día de julio de 1216. Recibió noticias de que los franceses habían osado asaltar de nuevo su reino de Inglaterra. Como un último tributo a lo sangriento, emitió un llamamiento contra Luis y Felipe Augusto: «Espada, espada, emerge de tu funda. Espada, espada, afílate a ti misma y luego extermina». Agonizante, debió contemplar con los párpados casi cerrados la risueña amplitud de la llanura umbría, en dirección a la pequeña urbe dormida de Asís, que se levantaba en la ladera de un altozano. Quizá le perturbase algún lejano recuerdo. Un día, un mendicante de mirada refulgente acudió a él, solicitándole que reconociera la hermandad que quería fundar. ¿La reconoció o no? En el contexto de los grandes acontecimientos históricos, no pudo tener importancia. El mendicante que expulsó del palacio de Letrán, que no amenazó a nadie, que habría muerto antes de privar a alguien de los consuelos de la religión, pronto experimentaría en su propio cuerpo las llagas de Cristo crucificado. Dante, en el Paraíso, dijo de él: «Nacque al mondo un Sole» (Nació un Sol para el mundo). Inocencio III, el verdadero «Augusto del papado», en la actualidad sólo es conocido por los historiadores. No hay nadie que no haya oído hablar, con regocijo y amor, de Francisco de Asís. Los sucesores de Inocencio reiteraron sus reivindicaciones, incluso las ampliaron. Gregorio IX (1227-1241), que canonizó al «poverello d'Assisi», declaró solemnemente que el pontífice es señor y dirigente del universo, de las cosas y de sus gentes. Inocencio IV (1243-1254) decidió que la donación de Constantino no era una expresión correcta. Constantino nunca donó el poder secular a los papas; éstos habían recibido el supremo poder secular de manos de Cristo. Pero todavía faltaba un papa, al que Dante llamó la Bestia Negra, Bonifacio VIII, que sellase el absolutismo papal. |