Gregorio VII y su escuela de falsificadores Fue el único papa que se canonizó a sí mismo, si bien se le recuerda sobre todo por haber sido un hombre que estuvo obsesionado por un suceso que jamás olvidó. Obsesión que no le abandonó durante cerca de cuarenta años hasta que le sorprendió la muerte; probablemente, fue el pontífice más reverenciado y con mayor delirio de grandeza de la historia. El recuerdo que prácticamente llegó a ulcerar el cerebro de Hildebrando, que eligió el nombre de Gregorio VII, fue el de su homónimo, Gregorio VI, quien fuera depuesto y humillado en 1046. El pecador causante de ello fue el emperador Enrique III, quien en su lugar sentó en el solio pontificio a un títere. El espíritu juvenil de Hildebrando quedó marcado al acompañar a Gregorio VI en su exilio de Alemania, del mismo modo que, cuando ingresó en la abadía benedictina de Cluny, fue ascendiendo hasta ser prior. Su turbada sensibilidad siguió dominándole cuando, llamado a Roma, desempeñó la función de consejero, a lo largo de dieciocho años, de cuatro pontífices y finalmente llegó a canciller. Más que nunca, el amargo recuerdo se exteriorizó cuando, en la basílica de Letrán llena a rebosar con motivo de los funerales de Alejandro II en 1073, la asistencia, espontáneamente, se manifestó a voz en cuello: «Hildebrando es el papa. Es el elegido de san Pedro». Normalmente, Hildebrando hubiese rechazado un procedimiento tan informal para elegir al pontífice. Él mismo había persuadido a uno de los anteriores papas que dejara en manos del colegio cardenalicio de modo exclusivo dicha elección. Sin embargo, aceptó «la voluntad de san Pedro». Sin tardanza, el papa predestinado, un enano, homuncio, lo notificó al joven emperador Enrique IV, solicitando su reconocimiento. Nada podía causarle mayor repugnancia en toda su existencia que suplicar a su impío inferior, siendo él como era la personalidad más encumbrada de la Tierra. ¿Por qué lo hizo, yendo como iba contra sus principios? Porque no quería crear ninguna duda que pudiese esgrimirse con respecto a su legitimidad. No quedaba muy lejano el día de ajustar cuentas, cuando el cordero se transformaría en león. Los asesores de Enrique le advirtieron que Hildebrando era peligroso. Un asceta que trataría a los demás tal como se trataba a sí mismo, es decir, de forma abominable. El inexperimentado emperador hizo caso omiso. Su padre, ¿no había depuesto a un papa y nombrado a los tres siguientes? ¿Cómo podía sospechar que tenía enfrente a un pontífice, cuya habilidad no dejaría de desarrollarse y que iría creciendo a pasos agigantados? Gregorio VII sería el último papa cuya elección requiriese la confirmación del emperador y cuya consagración se hiciera en presencia de los delegados imperiales. Obtenida la aprobación que menospreciaba, Gregorio se dedicó a abatir definitivamente a los príncipes. Para él, todos estaban corrompidos. Merecían menos respeto que el más humilde exorcista, que al menos echaba a los diablos y no les proporcionaba hospitalidad principesca. Los monarcas no tenían otro deseo que dominar, decía éste, el más prepotente de los pontífices. Se requeriría una indecorosa magnanimidad por parte de Dios para salvar a uno sólo de ellos de las llamas eternas. Cualquier cosa que haga está corrompida por el orgullo; ¿qué más pueden ofrecer? Un rey agonizante tendrá que acudir al más modesto cura de campo para confesarse. ¿Cuándo se vio a una simple mujer laica acudir al emperador para solicitar el perdón de Dios? ¿En qué situación se encuentra el emperador que no puede garantizar la salvación o convertir el cuerpo y la sangre de Cristo con un mero movimiento de los labios? Un hombre necio puede ver que los sacerdotes son superiores a los reyes. Por lo tanto, ¿a qué altura sitúa sobre todos ellos el papa, sucesor de san Pedro? ¿No era, pues, su deber colocar a los príncipes en su lugar, ofreciéndoles una lección de humildad? Aquel recuerdo jamás desvanecido hizo que este hombre de inflexible voluntad detentase con desdén toda la autoridad civil y un día, estaba decidido a ello, tomaría su desquite. Gregorio VII El papa no puede ser juzgado por nadie en la Tierra. La Iglesia católica nunca erró ni puede errar hasta el fin de los tiempos. Sólo el papa puede deponer a los obispos. Sólo él tiene derecho a usar las insignias imperiales. Puede destronar a emperadores y reyes y dispensar a sus súbditos de la obligación de la obediencia. Todos los príncipes están obligados a besar sus plantas. Sus emisarios, aun cuando no fueran clérigos, tienen precedencia sobre los obispos. Un papa legítimamente electo es, sin duda alguna, un santo por los méritos que le confiere san Pedro. Esta santidad pretendió haberla experimentado de forma avasalladora en el momento de su elección. Fue una idea que sus sucesores, incidentalmente, soltaron como si de un tizón encendido se tratara. Resulta singular que Hildebrando coincidiera con el niño-papa, Benedicto IX. Es difícil esclarecer si sabía que la mayoría de los susodichos principios estaban basados en documentos falsificados. Lo menos que puede decirse es que su credulidad era alarmante, sobre todo considerando lo que exponía el Nuevo Testamento acerca de los errores de Pedro. Estas falsificaciones proporcionaban la apariencia de que sus reivindicaciones absolutistas estaban basadas en antiguos documentos celosamente guardados en los archivos romanos. Durante siete siglos, los griegos llamaron a Roma domicilio de apócrifos. Cada vez que intentaron dialogar con Roma, los papas sacaron a relucir documentos falsos, incluso enmiendas pontificias a los actos conciliares de las cuales los griegos, como es natural, no tenían noticia. Gregorio fue más allá de la donación de Constantino. Tuvo toda una escuela de falsificadores bajo su misma nariz, pergeñando documento tras documento con el sello aprobatorio del papa, contestando a todos sus requerimientos. Dirigentes de esta escuela fueron Anselmo de Lucca, sobrino del papa precedente, el cardenal Deusdebit y, después de ellos, el cardenal Gregorio de Pavía. El papa Gregorio (y, después, Urbano II) quizá necesitan alguna justificación para actuar contra determinado príncipe u obispo. Bien, estos prelados confeccionaban literalmente el documento apropiado. Innecesaria toda investigación, todo venía expuesto en los asertos. Este procedimiento instantáneo de inventar la historia fue muy afortunado, en particular cuando las falsificaciones fueron intercaladas inmediatamente en el derecho canónico. Mediante innumerables cambios sutiles, hicieron aparecer al catolicismo invariable. Modificaron el «hoy» por «siempre fue y siempre será», lo que incluso ahora, en oposición a los descubrimientos de la historia, es el sello singular del catolicismo. Así se llevó a cabo la más silenciosa y duradera de todas las revoluciones; toda ella se realizó sobre papeles. No se hubiera logrado en la era de la educación universal, de la impresión, la fotocopia y la datación del carbono; dio resultado sin el menor tropiezo en una época de manuscritos poco divulgados, de ineficacia docente y cuando incluso algunos emperadores eran incapaces de leer y escribir. Gregorio no estaba por encima de su propia estratagema. Las más influyentes de todas las falsificaciones fueron las seudodecretales isidorianas, originarias de Francia, de las que Roma se apropió con avidez y que Gregorio, que «no podía errar», consideró auténticas. Consistían en una colección de ciento quince documentos, significativamente redactados por los primeros obispos de Roma, comenzando por Clemente (88-97). Ciento veinticinco documentos ulteriores falsificaron añadidos que incrementaban el poder del papado. Con arreglo al falsificador, los primeros papas prohibían todo comercio con persona excomulgada. Entre sus aditamentos personales figuraban una serie de cánones referentes a excomulgados y herejes. Ello resultaba alarmante considerando el modo como eran tratados estos últimos. A fines del siglo XI, Urbano II decretó que éstos debían ser torturados y condenados a morir. De forma remarcable, Graciano inventó la manera de ampliar el poder papal. El papa, declaró con la aprobación de Roma, es superior a las fuentes legales sin calificar. Por lo tanto, debe situarse en un plano de igualdad con el Hijo de Dios. Esta apoteosis se convirtió en la fuente de inspiración de la curia que actuaba en nombre del pontífice. Cualquier escribano venía a ser, de algún modo, un dios. Yendo más hacia adelante, en el siglo XIII, el Decretum sería fuente de citas de los Padres de la Iglesia y papas cuando santo Tomás de Aquino escribió su obra maestra, la Summa Theologica, la segunda obra más afamada realizada por un católico. Santo Tomás, que conocía poco o nada el griego, se dejó seducir por Graciano, especialmente en lo que respecta al papado. Santo Tomás, huelga decirlo, ejerció una inmensa influencia sobre la Iglesia, en particular durante el Concilio Vaticano I, cuando se definió la infalibilidad del papa. Una pequeña ironía; en su Summa, santo Tomás arguye que los herejes debieran ser ejecutados como falsarios. Los herejes no falsifican moneda, sino algo más precioso: la fe. No se refirió a las penas apropiadas para los criminales que incluido él, falsificaban los documentos que desvirtuaban la Iglesia generación tras generación. Las falsificaciones de Gregorio tuvieron la ventaja de ser a un tiempo originales y sacrosantas, nuevas y sin embargo antiguas. Un príncipe corría un grave riesgo oponiéndose al papa sobre todo cuando anteriores pontífices, como Inocencio I y Gregorio Magno, habían depuesto a un emperador y un rey. No es que hubiesen llevado a cabo semejantes actos, aunque Gregorio VII poseía documentos que probaban haberlos ejecutado. En el fondo de sus corazones, ¿creían los falsarios que Gregorio tenía poder para destronar a los monarcas y si era posible, mediante un plumazo aquí y otro allí, ayudar a un mundo impío a creer? La historia se transformó en una rama menor de la teología, situación en la que ha permanecido desde entonces. Aun así, incluso la historia no puede contradecir la verdad infalible. De ahí que en los años de formación de la cristiandad católica romana, toda polémica quedó ahogada recurriendo a las «autoridades» que eran manipuladas al instante. Su desarrollo no tuvo lugar de manera espontánea, fue encajándose en normativas preestablecidas. La dependencia, marcada por la tradición, en materia de fe y moral de los papas con respecto a los concilios generales fue trastocada. Puntos de vista controvertidos, y a veces resbaladizos, se sancionaron como dogmas; opiniones parciales se consagraron como enseñanzas católicas extemporáneas e irreversibles. No es poca cosa manipular la historia. Tan pronto fue elegido, Gregorio se aplicó a reformarlo todo. En primer lugar, con el fin de que las propiedades de la Iglesia no pudieran enajenarse nunca, procuró eliminar la «fornicación» universal, es decir, el matrimonio de los clérigos. La norma del celibato clerical yacía en el olvido más absoluto, excepto para Gregorio. Si los sacerdotes no enmendaban su comportamiento, serían suspendidos en sus cargos y los seglares no podrían aceptar su ministerio. Era como si los sacerdotes pecadores dejasen de ser sacerdotes. Un crítico preguntó: «¿Diría el papa a un hombre pecador que había dejado de ser hombre?». La consecuencia de esta legislación, según escribe Ray C. Petry, fue «convertir virtualmente en prostitutas las miles de inocentes esposas de los desconcertados y enojados miembros de la clerecía menor». Lecky comenta: «Cuando las esposas de los clérigos fueron separadas en gran número de sus maridos y reducidas a la infamia, la aflicción y la indigencia, por obra de Hildebrando. no pocas de ellas se suicidaron para abreviar su agonía». La clerecía alemana quiso saber, cuando Gregorio expulsase a los hombres del sacerdocio, dónde encontraría los ángeles que pudieran reemplazarles. Un grupo de obispos italianos celebraron un concilio en Pavía, en 1076, y lanzaron una excomunión contra el papa por separar a los esposos de sus esposas y por preferir el libertinaje entre el clero antes que los matrimonios honorables. Si Gregorio hubiese llevado a efecto de inmediato su amenaza de suspensión contra los sacerdotes, prácticamente habría borrado del mapa el catolicismo. Afortunadamente o no, su campaña logró una breve implantación. Pudo consolidar el celibato, pero no la castidad. Sin embargo, a través del celibato, garantizó la perpetuación del sistema de apartheid dentro del catolicismo entre clérigos con derechos y seglares, hombres y mujeres, que carecen de ellos. Curiosamente, hubo mayor número de laicos, quizá más impresionados por los ideales ascéticos de Gregorio, que se separaron de sus mujeres que no sacerdotes. Los clérigos, tras un lapso de serenidad, optaron por considerar que lo que hacían en su lecho era algo que sólo a ellos les concernía. Seguidamente, Gregorio se ocupó de la simonía, es decir, de la compra y venta de objetos sagrados. La excomunión por este motivo pareció algo excesivo para los cardenales que no desconocían que todo, del papado para abajo, tenía su precio, como cualquier otra mercadería. Contrariando una práctica secular, Gregorio lanzó la excomunión a todo clérigo que recibiese beneficios eclesiásticos de un seglar, fuera éste duque o príncipe. Esta medida formaba parte de su búsqueda del poder absoluto. Nadie en la Iglesia habría de prestar fidelidad si no era papa. En contraposición a mil años de tradición, dispuso que todos los obispos le prestasen juramento personal de fidelidad. A partir de entonces. se constituirían en obispos «por beneplácito de la Santa Sede». De golpe, los obispos diocesanos, sucesores de los apóstoles, perdieron su independencia, que ni siquiera el Vaticano II podría restituirles. Desde Gregorio VII en adelante, pese a las negativas, el papa es el verdadero obispo de todas las diócesis. Cualquier clérigo que entre en conflicto por algún motivo con el papa es susceptible de ser destituido con la misma facilidad con que fue nombrado. Si esto no es ser un auténtico obispo, no es sencillo determinar qué otra cosa pueda ser. La gran colisión Durante más de treinta años, Gregorio estuvo aguardando la ocasión para recusar al emperador. Al final, pudo acusar a Enrique IV de intervenir en las cuestiones de la Iglesia y de incurrir en simonía. Enrique quedó realmente asombrado. Sin duda, se había entrometido, pero lo había hecho igual que todos los otros emperadores que, desde Constantino, habían actuado siempre así. ¿No se le había solicitado y había aceptado la elección de Gregorio? ¿En qué pensaba este papa para decirle lo que tenía que hacer? En un arranque de resentimiento, Enrique convocó un concilio en Worms y declaró nula la elección. Él, el emperador, no había sido consultado con antelación. Gregorio replicó lanzando un anatema contra Enrique, que plasmó seguidamente en una circular: Por mandato de Dios omnipotente, prohíbo a Enrique gobernar los reinos de Italia y Alemania. Dispenso a sus súbditos de todo juramento que hayan prestado o deban prestar; y yo extiendo la excomunión a toda persona que le brinde servicio como rey. Fue la bomba papal de la época. Los emperadores habían depuesto incontables papas; Gregorio fue testigo de uno de estos sacrilegios. Antes, jamás ningún papa se había atrevido a destronar a un emperador. ¿Cuál sería el desenlace? Los presagios se manifestaron favorables. La madre de Enrique, la emperatriz Inés, se puso de parte del papa, al igual que su prima, la muy poderosa Matilde, condesa de Toscana. Para consternación de Enrique, el alienado de Roma estaba obteniendo de hecho sus mejores apoyos en la misma Alemania. Los príncipes comenzaban a hurtarse a sus obligaciones. A fin de forzar las circunstancias, Gregorio otorgó su apoyo a Rodolfo, duque de Suabia y vasallo de Enrique, como inmediato pretendiente a la sucesión imperial. Enrique, a sus veintiún años, se dio cuenta que se hallaba entre la espada y la pared. Se aproximaba el aniversario de su excomunión, momento en que perdería de forma oficial y sin remedio su imperio, a menos que no hiciera las paces con el papa. Acompañado por un reducido séquito, cruzó Borgoña y celebró una agradable, si bien recelosa, Navidad en familia, en Besancon. A continuación, en medio del invierno de 1077, atravesó los Alpes. Le acompañaban su esposa y su hijo de corta edad, Conrado. Los lugareños que le sirvieron de guías le abrieron paso a través de ventisqueros sumidos en la nieve y trasladaron a la reina arrastrándola sobre un pellejo de res a modo de trineo. Rodaron por hondonadas y perdieron la mayoría de los caballos. Una vez en Italia, el enorme ejército longobardo acudió a su encuentro confiando que había venido para poner al papa en su lugar. Los defraudó. Gregorio se había protegido de los longobardos en la triplemente amurallada fortaleza de Matilde, en Canosa. Se erigía en la cima escarpada de un alcor rojizo de las estribaciones de los Apeninos. A unos treinta y tres kilómetros al noroeste se levantaba Parma, invisible por las brumas de aquel invierno particularmente crudo. En Canosa, Enrique suplicó la paz. A través de intermediarios, Gregorio sentó las bases normativas. Enrique debía remitir su corona y todos sus otros ornamentos reales para ponerlos a disposición de Su Santidad. Debía admitir públicamente su indignidad para la función imperial tras su desgraciado comportamiento en Worms. Finalmente, debía prometer cumplir cualquier penitencia que el papa le impusiera. Después de manifestar su acuerdo, Enrique ascendió la nívea ladera que conducía a la fortaleza, encogido y a solas. Al cruzar la primera puerta, fue detenido ante el segundo recinto. En lo alto, muy por encima de él, apareció el papa, revestido en todo su pontifical, para saborear su humillación. A la intemperie de un inclemente ventarrón del este, a Enrique le arrancaron sus insignias regias, obligándole a despojarse de sus vestiduras. Le echaron una túnica de lana, erizada como un cilicio. Endósatela. Gregorio, con su propio cilicio ajustado a sus sobradamente castigadas espaldas y oculto bajo las vestiduras, gesticuló sin dignarse a dirigir la palabra a alguien excluido de la comunidad de Dios y de la Iglesia. Castañeteándole los dientes, el cuerpo azulado por el frío, Enrique obedeció. Con la cabeza descubierta, los pies descalzos, permaneció con la nieve hasta los tobillos vestido con el rudo atuendo del pordiosero y la penitencia. Sostenía una escoba de retama en una mano y un par de cuchillas de esquilar en la otra, distintivos de su buena voluntad a ser vapuleado y trasquilado. El emperador del Sacro imperio romano, heredero de Carlomagno, permaneció allí durante tres días y sus noches, ayunando desde el alba hasta mucho después del primer resplandor de las estrellas; era un espectáculo tan desquiciado que, desde las almenas, sus familiares lo deploraron con clamor, incapaces de seguir contemplándolo. Hora tras hora, Enrique, cabellos y cejas envarados de escarcha, rogaba con hondos suspiros estremecidos para que Dios y el papa se apiadaran de él. En el curso de aquel año, Gregorio expuso en una carta dirigida a los príncipes alemanes las razones de su actuación: Las personas que intercedieron en favor de Enrique murmuraron por la gran crueldad del papa. Algunos incluso osaron proferir que tal comportamiento era más propio de la cruel barbarie de un tirano que de la justa severidad de un eclesiástico. Lo que había alterado a Gregorio fue el recuerdo remoto de la actuación del padre de Enrique con respecto a su predecesor. Tal como afirman los italianos, la venganza es un plato que se sirve frío.El papa se ablandó en la cuarta jornada de penitencia, después de los ruegos de su anfitriona, Matilde, que afirmó que su primo moriría si seguía bajo la nieve y la ventisca. Enrique, una masa de carne congelada envuelta en andrajos, fue arrastrado ante la presencia de la tiara pontificia. De elevada estatura y apuesto, contempló a este minúsculo toscano de desagradable morenez, de prominente nariz y mirada sin fulgor. Enrique tuvo que declarar bajo juramento que se sometería al juicio pontificio en el momento y lugar que se anunciara oportunamente. Mientras, no podría ejercer su soberanía hasta que el papa se lo indicase. Como Maquiavelo observó en su Historia de Florencia, «Enrique fue el primer príncipe que tuvo el honor de experimentar la afilada amenaza de las armas espirituales».Pero Enrique también era orgulloso. No solicitó nada al papa, salvo que le fuese levantada la excomunión. Una vez en Alemania, emprendió una campaña contra Rodolfo, provocando que Gregorio volviese a imponerle la excomunión. En una contienda que se desarrolló a gran distancia, Enrique convocó un concilio para deponer al papa. El obispo Berno de Onsnabrüch se ocultó tras los paños del altar de la catedral de Brixen hasta que el proceso contra Gregorio hubo concluido y reapareció de inmediato como por arte de magia. Enrique eligió a Giberto de Rávena como papa Clemente III. Por esta razón, Gregorio profetizó que Enrique fallecería en el curso del año. En lugar de ello, después de obtener dos resonantes victorias, Enrique marchó sobre Roma colocando a Clemente en el solio. Anciano, fatigado y abandonado por sus cardenales, Gregorio huyó a Salerno, en el reino de Nápoles. Su pontificado había durado doce años. Era un típico verano napolitano, pero nunca había sentido tanto frío desde que estuvo en las almenas de Canosa. Prepotente hasta el final, impartió la absolución a la raza humana, «a excepción de Enrique, el llamado rey», al que, por prurito de ratificación, excomulgó por cuarta vez. Ni siquiera un pontífice con divinos poderes podría redimirle. Desmintiendo los hechos conocidos, murmuró: «Amé la justicia y detesté la iniquidad, por ello muero en el exilio». La falta de lógica del comentario no pasó inadvertida a uno de sus ayudantes episcopales: «¿Cómo en el exilio, santidad, cuando todo el mundo os pertenece?». Gregorio falleció el 25 de mayo de 1085. |