Galileo Galilei y el mayor escándalo de la cristiandad En aquellos años, Galileo ya era un anciano, tenía más de setenta años y estaba totalmente ciego. En ese verano de 1640, sabía que sus días llegaban a su fin. ¿Por qué seguían persiguiéndole? En la localidad aún había informadores a sueldo que comunicaban a la Inquisición todo lo concerniente a Galileo. Interceptaban su correo, redactaban informes sobre cada visitante que recibía. Su Santidad Urbano VIII no le perdonaría nunca, lo sabía. Cuando solicitó a Roma permiso para trasladarse a Florencia para un tratamiento médico, la Inquisición le había replicado: «Sanctissimus [el muy santo] deniega conceder la solicitud y ordena al mencionado caballero que queda advertido para que se abstenga de transmitir solicitudes o será de nuevo internado en las prisiones del Santo Oficio». Esto hirió al «mencionado caballero», no sólo porque siempre pensó en la amistad del papa, sino también porque la respuesta había llegado en el día que su hija, de treinta y tres años, había muerto de melancolía a causa de la situación de su padre. Ah, pero era agradable encontrarse en su amada villa Il Gioiello (La Joya) con todos sus sonidos y olores familiares. Y sus conocidas panorámicas desplegadas ante su mirada interior. Caminando en el frescor del atardecer por los alrededores, podía imaginarse en toda su viveza a Florencia, ciudad de luz, al pie de su villa, en Arcetri, la tumultuosa intensidad a modo de corola del cimborio en ladrillo rojizo de la catedral al pie del campanario de Giotto, el Palazzo Vecchio de encumbrada torre, el ancho curso del río Arno. A su alrededor, en la sosegada atmósfera, podía oír las cigarras; percibir los aromas de los olivares verde cenicientos y de las viñas. En otro tiempo, había sido un experto en el injerto de vides; el vino que consumía había sido siempre el producto de sus propias manos. Pero más valioso que esta villa toscana, o Florencia misma enclavada en un paisaje risueño, era la bóveda del firmamento: la Luna y las estrellas. ¿Sería orgullo de su parte sentir que estas formas celestiales eran más suyas que de la mayoría de los hombres, más suyas que incluso Il Gioiello? Pese a su ceguera, como Homero, siguió dictando sus trabajos científicos a su secretario. Curiosamente, eran los mejores. La Inquisición le tenía prohibido publicar nada nuevo, ni reeditar sus viejos trabajos. Proscrito de por vida, dijeron. Pero no fuera de Italia y no para siempre. Los inquisidores, aunque disintieran, no eran Dios. Por otra parte, aunque ahora estuviese ciego, ¿quién podía arrebatarle de la memoria lo que sus ojos habían visto? Esos ojos suyos habían visto cosas ocultas desde el comienzo del mundo. Habían abierto nuevas Américas en el cielo y un día, no lo dudaba, su nombre sería tan famoso como -no, mucho más que- el de Colón. Galileo Galilei nació en 1564, el año en que murió Miguel Ángel. Vincenzo, su padre, mercader de paños, procedía de Florencia, pero su primer hijo había nacido en Pisa. Galileo comenzó sus estudios universitarios como estudiante de Medicina, que pronto abandonó. Su vehemente interés se dirigía hacia las matemáticas, puras y aplicadas. Las matemáticas, diría, le suministraron las alas para encumbrarse por encima del mundo y contemplar las estrellas. De modo menos alegórico, hicieron de él un inventor. Ideó un instrumento para hallar el centro de gravedad de los cuerpos de varias magnitudes. En 1589, llegó a ser profesor de matemáticas en Pisa. No se avino demasiado con sus colegas; no dejaba de lamentarse sobre su salario y sus condiciones de trabajo. Cuanto más inútiles son los profesores, comentaba, tanto más elevados son sus salarios. Marchó a Padua donde la paga era ligeramente mejor. Tenía que seguir admitiendo estudiantes para cubrir sus gastos. Ahí permaneció dieciocho años. En 1601, había cumplido los cuarenta y cinco años, habiendo publicado tan sólo una pequeña obra. Un año después, a resultas de un folleto que escribió, se convertiría en uno de los hombres más famosos del mundo. Kepler alabó su valentía intelectual y le llamó el mayor filósofo de su tiempo. Su cambio de suerte comenzaría gracias a un poco de fortuna fertilizada por la genialidad. Oyó hablar de un mecanismo óptico, un catalejo u occhiale, inventado por un holandés. Inmediatamente, decidió construirse uno propio, basándose en la teoría de la refracción. Se proveyó de un tubo de plomo y ajustó en cada extremo unas lentes de cristal. Las lentes eran planas en uno de los lados y convexa y cóncava, respectivamente, en el otro. Situó su ojos ante la lente cóncava y quedó asombrado al descubrir que el objeto que contemplaba se hallaba tres veces más cerca y era nueve veces mayor. Siendo un experto en el esmerilado de lentes, creó otro catalejo con el que incrementaba el objeto seis veces más. Finalmente, después de grandes esfuerzos y desembolsos, consiguió que el objeto apareciera treinta veces más cercano y fuera mil veces más grande. Acto seguido aplicaría su invento a fines militares. En una ceremonia oficial, entregó un telescopio al Dogo de Venecia en presencia del Senado. A la República le entusiasmó poseer un instrumento que pudiese avistar las armadas enemigas y sus navíos mucho antes de que fueran visibles a ojos vistas. Le confirmaron su cátedra de por vida doblando el salario a cambio de un instrumento que, a partir de entonces, cualquier artífice podría fabricar. Luego, Galileo volvió su telescopio hacia el cielo. En ese momento, la historia del hombre sufrió una profunda alteración. Nacía la revolución científica. Lo primero que enfocó fue la Luna. Se dio cuenta de que sobre su superficie había algo más que meras sombras; existían montañas. Pronto encontró el modo de calcular sus alturas por la longitud de sus sombras. También observó amplias llanuras que tomó por océanos y que desde entonces fueron llamadas mares de la Luna. Efectuando una extrapolación sensacional, intuyó que para un observador que se hallase en la Luna, la Tierra tendría exactamente la misma apariencia que la Luna observada desde la Tierra. Incluso intuyó que, desde la Luna, la Tierra aparecería dividida en zonas oscuras (mar) y zonas claras (tierra firme). En un rapto de instinto poético, se referiría al resplandor terráqueo, «a la vieja Luna en brazos de la nueva Luna», es decir, la luz cenital reflejada desde la Tierra a la Luna que regresa al punto de partida. Encontró la explicación de por qué las superficies irregulares reflejaban mayor cantidad de luz que las superficies lisas y por qué el borde de la Luna parecía liso a simple vista, cuando no era la esfera perfecta que había aparentado ser. En una segunda revelación espectacular, Galileo comprendió que los «científicos» habían estado equivocados a lo largo de dos mil años. Aristóteles, seguido por los escolásticos como santo Tomás, daba por cierto que el universo celestial era totalmente distinto del terrenal. Sin cambio, sin mengua, en las alturas y en lo exterior sólo una eterna permanencia. Ello implicaba una materia distinta a la de «más abajo», a la Tierra. Pero a través de su telescopio la Luna parecía sospechosamente similar a la Tierra. ¿No sería toda la creación un único, un auténtico... universo? ¿Y si la Tierra no fuese algo especial, sino un simple fragmento de materia entre otros fragmentos? Y si la Luna, tan similar a la Tierra, podía orbitar sin obstáculos alrededor de la Tierra, ¿por qué la misma Tierra no podía orbitar? ¿Y si toda la representación de la creación, concebida por el monje Copérnico, fuera real y no una mera hipótesis matemática? Más de diez años antes, Galileo había escrito a Kepler manifestándole su intuición de que Copérnico estaba en lo cierto. La Tierra no era estática; daba vueltas alrededor del Sol. Pero ¿y si a partir de ahora comenzara a plantear como plausible esta convicción? ¿No sólo como plausible, sino como un hecho? Desde el momento en que Galileo observó la Luna a través de unas piezas de cristal especiales, la Tierra experimentó el mayor de sus estremecimientos. Cesó de ser un centro, el centro del universo. ¿Qué sucedería con el hombre? Si ya no seguía sobre el inmóvil entarimado terrestre, ¿qué podría decirse de él? Incluso la mente genial no se atrevería a insistir demasiado por temor a sacudir los fundamentos de su fe, su fe en la Biblia y en la Iglesia. A una pregunta siguió otra y fue dando respuestas mientras le fue posible. Pero pronto cayó en la cuenta de que lo que más importaba no era que hubiese ampliado la percepción del universo cien o mil veces más. No dejaba de pensar, hasta obsesionarle, en la idea de que, anteriormente, nadie lo había visto de esta manera. Para su consternación, cuando brindó a los aristotélicos la oportunidad de mirar a través de su telescopio y comprobaran sus hallazgos, muchos rehusaron. Ya sabían, dijeron, por cálculos que habían hecho sobre papel y comparando textos, que la Luna es una superficie lisa y pulida. ¿Cómo podía un tubo con cristales en sus extremos desautorizar a Aristóteles y a una interpretación bíblica secular? De entre los pocos que se atrevieron a echar una mirada, la mayoría insinuó con toda seriedad que lo que estaban viendo se encontraba en las lentes, no en las estrellas. Cuando murieron, Galileo, tomándose a broma lo que habían dicho, comentaría que ellos también verían lo que él había visto en su trayecto hacia el cielo. Acercándose a los cincuenta, con veinte años de indigencia a sus espaldas, era por fin un hombre libre. Nuncius Sidereus, su libro conocido como Mensaje de las estrellas, fue un éxito instantáneo. Por esta época, Galileo gozaba de muchas amistades eclesiásticas y, por cierto, con avaladores en la misma Roma, como el eminente jesuita matemático Clavius. Clavius confirmó sus descubrimientos e informó de ellos al ya anciano cardenal Bellarmino. Esto llevó a Galileo a Roma en la primavera de 1611. El cardenal jesuita se mostró cordial, al igual que el cardenal Barberini. Ambos le aconsejaron que expusiese sus ideas como hipótesis, para evitar dificultades con los teólogos. Le hicieron miembro de la prestigiosa Academia Lincea, que fue la primera en llamar «telescopio» a su instrumento. Regresó a Florencia ingenuamente convencido de que en la Ciudad Eterna había anudado duraderas e influyentes amistades. Quizá fuera por esto por lo que se volvería más franco al hablar. Atacó a los aristotélicos sin reparos, escribiendo en italiano como si recurriera, por encima de las cabezas de los secos académicos, al público en general. Pese a sus mejores intenciones, estaba planteando cuestiones sobre la relación entre la ciencia y la revelación, el sistema copernicano y la Biblia. ¿Eran compatibles? En su defensa, citó la frase ingeniosa del cardenal Baronio: «El fin del Espíritu Santo es mostrarnos cómo se va al cielo, no cómo funciona el cielo». La Biblia no era un texto científico y no había necesidad de valorar literalmente sus «exposiciones científicas». Se dan muchas formas literarias en las Sagradas Escrituras. A mayor abundancia, si la teoría científica es ciencia incorrecta, la buena ciencia la corregirá. No ofrece reto alguno a la fe. Por el contrario, la naturaleza y la Biblia son dos textos divinos que no pueden contradecirse el uno al otro. Sus argumentaciones convencerían a los clérigos un par de siglos más tarde; a los clérigos contemporáneos les dejó helados. Parecía Galileo se opusiera al recto sentido de las Sagradas Escrituras. Al considerar el sistema de Copérnico como más que una teoría matemática, había rebasado los límites de las Sagradas Escrituras. ¿Era una cuestión para la Inquisición? El obispo de Fiesole levantó la voz para que Copérnico fuera encarcelado de inmediato. Su señoría se sorprendió cuando le dijeron que el herético monje había fallecido hacía setenta años. Aciagamente, una de las obras de Galileo fue a parar a manos de la atemorizante Casa Santa del Santo Oficio. Se le advirtió que Bellarmino jamás vacilaría en considerar que el sistema de Copérnico era contrario a las Sagradas Escrituras si era catalogado como hecho científico. Aun así, Galileo marchó a Roma y procedió a abatir a todo aquel que emitiera dudas sobre Copérnico. Pero incluso él, tan cándido en las cosas del mundo, estaba comenzando a echar bocanadas de pólvora. Un sacerdote que simpatizaba con él le envió copia de una carta que había recibido de Bellarmino. Según el cardenal, cuando los Padres de la la Iglesia y los modernos tratadistas analizan los pasajes relevantes de la Biblia todos concuerdan en interpretarlos literalmente, enseñando que el Sol está en los cielos y gira alrededor de la Tierra a inmensa velocidad y que la Tierra se halla a gran distancia de los cielos, en el centro del universo, e inmóvil. Considera, pues, con prudencia, si la Iglesia puede tolerar que las Sagradas Escrituras sean interpretadas de modo opuesto al de los santos Padres de la Iglesia y todos los modernos comentaristas, tanto griegos como latinos... las Sagradas Escrituras dicen: «El Sol también se levanta y se pone». Galileo la releyó un centenar de veces. Seguía sin creerlo. El anciano Bellarmino era una persona buena y sabia. ¿Cómo podía dar un sentido tan pueril al Antiguo Testamento? Su eminencia iba diciendo a todo el mundo, consultando sencillamente con sus sentidos, que estaba seguro de que la Tierra está inmóvil. ¿Creía que le causaría vértigos el que el mundo girase alrededor del Sol? Si se hallase sobre la Luna, ¿suponía que la sentiría moverse? Por muy gran teólogo que fuera, andaba despistado en astronomía, como esas personas que sostenían seriamente que si la Tierra girase alrededor del Sol, todas las torres de Italia se derrumbarían. «Sus sentidos se lo decían»: todo en el universo estaba movimiento, ¡excepto la Tierra! Galileo empezó a preocuparse de verdad. Su eminencia le estaba diciendo que no se entrometiera en las Sagradas Escrituras mientras él estaba pontificando sobre la ciencia sin estar preparado para ello. Ahora se daba cuenta de que Bellarmino no tendría escrúpulos en silenciarle citándole ante la Inquisición. Es lo que sucedió. El papa Pablo V, devoto, obeso, corto de vista con una pequeña barba y un bigote puntiagudo, conocido por todos como un reaccionario, entregó su caso a la Congregación del índice. En marzo de 1616 se tomó una resolución. La creencia de que el Sol era el centro inamovible del universo fue juzgada «necia y absurda, filosóficamente falsa y formalmente herética». La opinión de que la Tierra no es el centro pero que gira y rota fue juzgada cuando menos «errónea con respecto a la fe». No se censuró a Galileo, sino a sus creencias copernicanas. Aun así, el papa cursó instrucciones a Bellarmino para que dijera a Galileo que abandonase su opinión. Si no aceptaba, debería comprometerse a no enseñar o defender sus puntos de vista, ni siquiera discutirlos. De otro modo, sería enviado a prisión. Aunque convencido de su propia ortodoxia, Galileo dio las garantías que le solicitaron. Sólo pidió a Bellarmino que le escribiese una carta, cosa que llevó a efecto el 26 de mayo de 1616. El cardenal atestiguó que no había sido obligado a retractarse o a someterse a penitencia alguna. Tampoco se le obligaría a detener sus investigaciones, incluidas las astronómicas. Simplemente, se le dijo que no defendiera y enseñara como si fuese cierto el sistema de Copérnico. A éste se le incluyó en el Indice, donde permaneció hasta 1822. Galileo, delicado de salud, se alegró de que la ordalía hubiera acabado. Lo que le inquietaba era que «mentalidades creadas libres por Dios se vieran obligadas a someterse mezquinamente a una voluntad externa». Él era el experto en astronomía y estaba siendo juzgado por personas sin ninguna competencia. El papa había sumido personalmente el punto de vista de Bellarmino; decir que la Tierra gira estaba en contra de la doctrina infalible de la Iglesia. Si la Tierra se movía, el cielo no se hallaría «allá arriba» o el infierno «aquí abajo». Toda la doctrina sobre las Postrimerías tendría que ser revisada. Tal como dijo uno de los colaboradores del papa, con un suspiro, ahora «volvemos a encontrarnos seguros sobre la solidez terráquea y no debemos echar a volar con ella como tantísimas hormigas que se arrastran en torno de un balón». Transcurrieron unos cuantos años de tranquilidad y Galileo escribió Il Saggiatore (El ensayista). Era el año 1623. Este mismo año, su «amigo», el cardenal Barberini, de cincuenta y cinco años, se convertiría en el papa Urbano VIII. Durante los once días de votaciones se padeció una ola de calor; en el cónclave se declaró la malaria. Ocho cardenales y cuarenta colaboradores fallecieron. El mismo Urbano contrajo la malaria, pero la superó. A él le dedicaría Galileo su nuevo libro. El papa agradeció el cumplido. Al año siguiente, cuando Galileo, con sesenta años cumplidos, fue a Roma, obsequió a Su Santidad con un microscopio. Urbano lo escudriñó y esbozó un ademán de asombro con la cabeza. Agradecido, favoreció al gran científico con varios Agnus Dei para congraciarlo con Dios y con ciertas advertencias, sin duda valiosas, respecto a la actitud de los hombres. Le dijo lo siguiente: «Acaso tengas pruebas irrefutables acerca de la movilidad de la Tierra. Esto no demuestra que la Tierra se mueva en realidad». Los ojos de Galileo se dilataron. «Dios está por encima de la razón humana; y lo que parece perfectamente razonable para los hombres, puede ser una muestra de insensatez para Dios.» Urbano siguió diciendo que él, como papa, era responsable de la salvación de las almas. En ocasiones, las polémicas científicas ponían en peligro a las almas. El sistema copernicano, a menos que se tomara como pura elucubración matemática, podía arrojar dudas sobre las Sagradas Escrituras. Si esto ocurriese, tendría que tomar medidas para estigmatizarlo. A Galileo, los puntos de vista del papa sobre Dios y la relación entre la ciencia y la religión le parecieron tan absurdos que hizo caso omiso de las severas advertencias que había recibido desde la máxima instancia. En verdad, fue una muestra de buena voluntad por parte de Urbano haberse abstraído de sus grandes proyectos urbanísticos: los palacios Barberini, para los que fue despojando al Coliseo, la columnata Bernini, que circundaba la plaza de San Pedro, el baldacchino bajo la cúpula de Miguel Ángel para el que se apropió del bronce del Panteón. Los romanos, brutalmente, dijeron: «Lo que los bárbaros no hicieron, el Barberini lo ha hecho». Un tanto confundido, Galileo regresó a Florencia donde pronto empezaría a trabajar en El sistema del universo. Desde el momento en que le dio forma de diálogo platónico, no debió dudar que ello le permitiría ocultar sus propias convicciones, al tiempo que vapuleaba a la oposición. Cuando lo tuvo terminado en el año 1630, sólo le hacía falta obtener una licencia para publicarlo y, como precaución, un imprimatur papal. Esperanzado, retornó a Roma, donde una vez más Urbano le recibió cordialmente. El papa volvió a recalcar la necesidad de dejar bien sentado ante todo el mundo la naturaleza hipotética de sus opiniones. Con respecto al libro, quizá Galileo debiera titularlo Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo. Sí, sí, el papa prometió, él mismo le escribiría un prefacio, subrayando la naturaleza experimental de la empresa. Cuando los censores recibieron su ejemplar, quedaron turbados por el contenido. Pero Su Santidad había dado su aprobación a la obra, ¿no era así? ¿Y no iba a escribir el prefacio? Hubo ineluctables demoras de publicación. El año 1632, Galileo la tuvo impresa en Florencia. Causó sensación. La argumentación acerca del movimiento de la Tierra estaba expuesta de forma magistral. En el diálogo, los puntos de vista aristotélicos estaban puestos en boca de Simplicius, a medias ocurrente, cuyas ideas correspondían exactamente con las del papa, tal como las había expuesto durante aquella entrevista que tuvo con el autor unos años antes. Cuando llegó a oídos de Urbano lo que parecía ser un estudiado insulto, se indignó. Comunicó al Santo Oficio que tomase cartas en el asunto y ordenara al autor presentarse en Roma de inmediato. Cuando Galileo, próximo a los setenta años, respondió por escrito que de verdad se hallaba delicado de salud, Urbano le ordenó que viniese voluntariamente o cargado de cadenas. Cuando llegó a Roma, tras veintitrés días de viaje, tuvo que esperar dos meses para que su ordalía comenzase. El tiempo transcurrió lentamente. Se le oyó llorar durante dos noches seguidas a causa de sus dolores de ciática. Lo que había de pueril en su carácter nunca le abandonó. Suponía que ahora le permitirían defenderse, incluso razonar amigablemente con los inquisidores, como si estos señores del clero estuvieran interesados en hallar la verdad. Ciertamente, en nada se parecían a sus compañeros de claustro con los cuales había discutido en los salones de las opulentas damas romanas. Tenía en su bolsillo una suerte de póliza de seguro. Durante años había guardado bajo llave la carta de Bellarmino, justamente para una emergencia como ésta. En abril de 1633, cuando el juicio se inició, fue trasladado desde la embajada toscana al palacio del Santo Oficio. La vista tuvo lugar en un local de un convento dominico. En primer lugar, se le dijo que la Inquisición no se encontraba allí para escucharle, sino para juzgarle. No estaba permitido que viera las deposiciones, no estaba autorizado a oír a los testigos. La acusación principal estribaba en haber quebrantado el requerimiento de 1616, por el cual no podía discutir o escribir acerca del sistema de Copérnico. Pidió perdón a sus eminencias, pero poseía una carta del difunto cardenal Bellarmino que atestiguaba que sólo se le prohibía sostener los puntos de vista de Copérnico como si fueran una representación verdadera del mundo. Lo cual nunca había hecho. Sólo los había discutido y, tal como su reciente obra demostraba, de una manera hipotética. Indicó que el diálogo finalizaba sin ninguna clase de conclusiones. Los inquisidores impugnaron su carta con una nota oficiosa y sin firma, fechada en 1616, que sacaron de sus carpetas, en la que incluso se le prohibía discutir acerca de las teorías de Copérnico. A Galileo nunca se le mostró este documento. Luego, sus eminencias alegaron que, pese a la forma de diálogo de su última obra, ningún lector podría dudar sobre su postura y ésta era contraria a la fe y la Iglesia. Era culpable por contumacia y herejía. De ellos podía esperar indulgencia, sólo si se sometía incondicionalmente y declaraba su agradecimiento a la Inquisición por su bondad hacia él. A finales de junio de 1633, tras cuatro vistas, se emitió el fallo del tribunal. El papa intervino para ordenar que su viejo amigo fuera torturado si no se conformaba. El susodicho Galileo [es]..., a juicio del Santo Oficio, claramente sospechoso de herejía, especialmente por haber creído en la doctrina, habiéndola sostenido, que era falsa y contraria a la Sagrada y Divina Escritura, que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de este a oeste y que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo... Sus obras fueron proscritas; debía ser encarcelado por la Inquisición; se le exigió que recitase los siete salmos penitenciales todas las semanas durante tres años. El documento fue firmado por siete cardenales jueces del Santo Oficio. Galileo resolvió doblegarse pero, por su honor, pidió que anulasen dos de los cargos. Quería que quedara constancia de que no había hecho denegación de la fe católica, ni que a sabiendas se había opuesto a una decisión previa del Santo Oficio. Los jueces admitieron estos cambios marginales. Galileo aceptó que había errado acerca de la astronomía y que ellos estaban en lo cierto. Aquel miércoles de finales de junio, Galileo Galilei se arrodilló en el frío suelo de piedra del convento dominico de Santa María sopra Minerva para hacer su confesión: «Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad..., he de abandonar en su conjunto la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y permanece inmóvil». Aparentemente, al negar sus más íntimas convicciones, se hacía perjurio a sí mismo. Al menos, en el fondo de su corazón debió decirse sobre la Tierra: «Da lo mismo, se mueve» («Eppur si muove»). Cuando Galileo tocó los Evangelios admitiendo su «vileza herética» en el centro de Roma, fue un momento solemne en la historia de la Iglesia. Solamente el juicio de Jesús ante Pilato lo supera en gravedad. Por mandato de la Inquisición romana, el fundador de la ciencia moderna se vio obligado a afirmar, con arreglo a la fe católica, que la Tierra es el centro inmóvil del universo. Un sabio que, en cualquier lista de grandes hombres del mundo, figuraría entre los veinte primeros, fue condenado por un grupo de clérigos, ninguno de los cuales figuraría entre el primer millón. Con Copérnico en el índice y Galileo condenado por la Inquisición, ahora los astrónomos católicos tenían que optar entre ser buenos católicos o ser buenos miembros de su profesión. Entre todos los criterios normales, la inmovilidad de la Tierra fue doctrina católica. Fue sostenida por cada papa, obispo y teólogo durante siglos. Ni siquiera fue defendida de manera implícita. Cuando la doctrina fue puesta a prueba, cuando Copérnico y Galileo arrojaron la duda sobre ella, el papa reinante y los papas de los siglos posteriores la confirmaron explícitamente con toda la plenitud de su poder. Y estaban equivocados. La Tierra se mueve, por muchos papas que lo negasen, alegando que contradecía las Sagradas Escrituras y la fe. Si los católicos de hoy aseveran que, en realidad, ésta nunca fue doctrina católica, ¿puede uno estar seguro de cualquier doctrina católica? En 1686, la ley sobre la gravitación de Newton hizo imposible para cualquier científico creer que el inmenso Sol girase en torno a la minúscula Tierra, su centro. En 1725, esta demostración teórica fue ratificada por la meticulosa observación de Bradley. Se necesitaron otros cien años antes de que Copérnico fuese excluido del índice. Roma rehusó publicar los documentos referentes al contencioso de Galileo. Tiempo después, Napoleón, llevando a cabo una magna operación, trasladó todos los archivos del Vaticano a París. En su momento, cuando fueron devueltos, los documentos relacionados con dicho contencioso faltaban del archivo. Se realizaron tenaces investigaciones que no lograron encontrarlos. Los críticos a la Iglesia suponían que el gran hombre había sido torturado. Sin ninguna clase de explicación, los documentos volvieron a aparecer. En ellos quedaba claro que Galileo había sido amenazado, pero no torturado. Tampoco había sufrido un encarcelamiento desmesurado. Diez días después del juicio, se le autorizó regresar a una mansión propiedad de los Médicis. Con el tiempo habría de retirarse a la villa de su propiedad en Arcetri. Un trato moderado, considerando que Urbano VIII condenaba a los bígamos a galeras de por vida. Lo que más hirió a Galileo fue la deshonra. Cayó sobre él por motivos que no comprendía. Estaba convencido de ser un buen católico. ¿Cómo podía alguien insistir en interpretar literalmente el Génesis, cuando existían abrumadoras razones para creer que era un mito? Estaba convencido de que los problemas científicos no podían ser resueltos por una fuerza policíaca clerical. Alineadas contra él, sólo advertía la ignorancia, la maldad y la crueldad alardeando de fe y virtud cristianas. Los clérigos de mentalidad mezquina del Vaticano le habían humillado, pero no podían detener el progreso de la ciencia. Él constituiría el típico caso de la verdad aplastada por el poder, del genio silenciado por la burocracia trivial. Pondría en evidencia el temor y la malquerencia de Roma hacia el pensamiento inquisitivo, algo que habría de repetirse una y otra vez en los siglos venideros. La retrógrada marcha de la Iglesia hacia el futuro significó que su contienda con la ciencia y el progreso continuaría. Combatió contra la libertad y el proceso democrático durante y después de la Revolución francesa. Combatió a Darwin y Freud, a la erudición bíblica, a los intentos de entender el mundo en su propio lenguaje, con independencia de «las intervenciones externas» de la divinidad. Hoy combate el control de natalidad y la igualdad de la mujer. En cualquier ocasión, la Iglesia católica a su más alto nivel hace referencia a la Biblia y al Derecho Natural intentando, con las mejores intenciones, parar la marcha hacia adelante del mundo. Es algo decepcionante comprobar lo difícil que es encontrar un ejemplo durante los últimos cuatro siglos en el que Roma acogiese con completa alegría un avance del espíritu humano. Al menos, cualquier teólogo que actualmente es censurado puede consolarse pensando que no será tratado con tanta dureza como lo fue el padre de la ciencia moderna. Después de ocho años de arresto domiciliario, Galileo Galilei murió en enero de 1642, el año en que naciera Newton. El gran duque de Florencia quiso erigir un monumento sobre su tumba en la Iglesia de la Santa Croce, al lado del sepulcro de Miguel Ángel. El papa Urbano VIII todavía no había concluido con su amigo. Advirtió al gran duque que Galileo había sostenido de modo pertinaz una doctrina contraria Sagradas Escrituras. Insistió en que era contrario a la fe declarar Tierra se movía. Por ello, consideraría cualquier tipo de conmemoración como un insulto personal a su autoridad. Por este motivo, los despojos del más grande de los científicos de su tiempo fueron sepultados durante casi cien años en los sótanos del campanario de la Santa Croce. Urbano, equivocado en casi todo, por lo menos acertó en la que dio para negarle un entierro decente: por sus pecados, Galileo había suscitado «el mayor escándalo de la cristiandad». |