La donación de Constantino Un documento sorprendente Esteban III se convirtió en pontífice en el año 752, después de que su predecesor, Esteban II, ocupara el cargo tan sólo cuatro días, el pontificado más corto que se recuerde. El nuevo pontífice prácticamente había crecido y se había educado en la corte papal. Sabía que el papa no era un simple dirigente religioso, sino que también, como fiel vasallo del emperador, era un administrador civil con extensos territorios bajo su gobierno. La secularización de la Iglesia, iniciada por Constantino, se hallaba en pleno desarrollo. El emperador se había dado cuenta de lo eficaz que era la jerarquía como clase gobernante. La jerarquía eclesiástica estaba tan bien organizada como la administración civil a la que lentamente fue sustituyendo en los tribunales y en la actividad diplomática. En el año 330, cuando el emperador trasladó sus funcionarios a Constantinopla, la ciudad levantada en el antiguo emplazamiento de la griega Bizancio, los obispos de Roma intervinieron cada día más en las cuestiones civiles. En particular, se cita a dos papas entre los hombres más egregios que han existido. León el Grande (440-461), mediante una audaz iniciativa, salvó a Roma del huno Atila. Gregorio Magno (590-604) fue en verdad un dirigente civil tanto como patriarca de Occidente. Esta función dual impuesta sobre ellos trajo consigo un inevitable desarrollo de la burocracia. Acometieron su tarea con heroicidad, pero la sencillez cristiana no volvería a verse nunca más en la Roma cristianizada. Cuando los longobardos, una tribu bárbara originaria del Báltico, se establecieron en Italia a partir del año 568, el papado dejó de vivir en paz. Los recién llegados ocuparon casi todo el norte de la península. Convertidos de modo gradual, los longobardos nunca inspiraron confianza a la Santa Sede. Cuando los lazos de vasallaje entre los papas y sus soberanos, los emperadores, se debilitaron, los pontífices se vieron obligados a forjar una nueva alianza militar si querían mantenerse en Roma y sus territorios limítrofes. Quizá hubiera sido más beneficioso que se hubiesen sometido a los nuevos invasores, pero para la mentalidad de los grandes terratenientes eso habría sido inimaginable. Al año de su pontificado, Esteban III se trasladó en pleno invierno al norte para ver a Pipino, rey de los francos. Nunca antes un papa había ido en busca de la ayuda de un rey occidental; fue la primera entre las muchas peticiones de ayuda militar. Ataviado de negro, los cabellos cubiertos de ceniza, el papa se arrodilló a los pies del monarca, implorándole que utilizase sus fuerzas armadas para salvar los intereses de san Pedro y san Pablo y de la comunidad romana. Allí, en la abadía de Saint Denis, ungió a Pipino y su hijo Carlomagno como «patricios romanos». Es muy probable que en el transcurso de la entrevista Esteban mostrase a su regio anfitrión un documento muy antiguo. Despedazado y polvoriento, había sido conservado a lo largo de los siglos en los archivos pontificios. Fechado el 30 de marzo de 315, era denominado «La Donación de Constantino». Se trataba de una concesión o merced del primer emperador cristiano al papa Silvestre. Dicha donación relata la emotiva historia de cómo Constantino contrajo la lepra. El estamento sacerdotal pagano erigió una pila de piedra en el Capitolio y trató de persuadirle de que la llenase con sangre de niños de corta edad. Mientras la sangre estuviese aún caliente, Constantino debía bañarse en ella y sanaría. Se reunieron gran número de niños acompañados de sus madres anegadas por las lágrimas. El emperador, conmovido por sus llantos, las mandó regresar a sus hogares llenándolas de presentes. Aquella noche tuvo un sueño. Pedro y Pablo le comunicaron que fuese a ver al papa Silvestre, que en aquellos días se ocultaba en el monte Sacro. El papa le mostraría la verdadera «alberca de la piedad». Una vez restablecido de su dolencia, tendría que rehabilitar los templos cristianos en todo el imperio, abandonar el culto de los ídolos y venerar al verdadero Dios. Constantino hizo lo que se le dijo. «Cuando me hallaba en lo profundo de la alberca -explica-, vi una mano del cielo que me tocaba.» Regresó de su bautismo sanado. Silvestre le predicó acerca de la Trinidad y le repitió las palabras de Jesús a san Pedro: «Tú eres Pedro..., y te entregaré las llaves de mi reino». Convencido de que había sido curado por la intercesión del apóstol, Constantino, en nombre del Senado y de todo el pueblo romano, hizo merced al vicario del Hijo de Dios y todos sus sucesores: Tanto más cuanto que nuestro poder imperial es terrenal, venimos en decretar que su santísima Iglesia romana será venerada y reverenciada y que la sagrada sede del bienaventurado Pedro será gloriosamente exaltada aun por encima de nuestro imperio y su trono terreno... Dicha sede regirá las cuatro principales de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, del mismo modo que a todas las Iglesias de Dios de todo el mundo... Finalmente, hacemos saber que transferimos a Silvestre, papa universal, nuestro palacio así como todas las provincias, palacios y distritos de la ciudad de Roma e Italia como asimismo de las regiones de Occidente. Constantino también ofrecía una explicación hasta entonces inaudita del motivo por el que se había trasladado al este. Deseaba que Roma, donde el emperador del cielo (Cristo) había establecido la religión cristiana, no tuviera rival alguno en la tierra. La Roma pagana había abdicado en favor de la Roma cristiana. El rey Pipino quedó impresionado. Dicho documento probaba que el papa era sucesor de Pedro y Constantino. El emperador incluso había actuado como servidor de Silvestre, provocando que muchos soberanos imitasen su humildad durante las coronaciones pontificias de los siglos venideros. Pipino, tras ponerse en campaña y derrotar a los longobardos, devolvió al papa todas las tierras que en derecho le pertenecían merced a la donación de Constantino. Fue una sorprendente puesta en práctica de los Evangelios. Jesús no poseyó nada salvo las ropas que llevaba puestas. Desde entonces, sus principales discípulos no solamente poseían vastos territorios a los que se sentían en exceso apegados, sino que además requerían alianzas militares para conservarlos. La donación ejerció una gran influencia. Por ejemplo, el único papa inglés, Adriano IV, recurrió a ella cuando entregó Irlanda a Enrique II de Inglaterra. Adriano, de nombre Nicholas Breakspear, era hijo de clérigo. En 1171, a raíz de la larga y trágica ocupación de Irlanda por Enrique, el episcopado irlandés, reunido en Cashel, reconoció al monarca y sus sucesores como reyes legítimos de Irlanda. Este reconocimiento fue ratificado por el nuevo papa, Alejandro III, no sin antes asegurarse el óbolo anual como contribución a su hacienda. Éste fue el precio del pontificado por entregar a la más católica y céltica de las tierras al normando inglés. Lo que resulta más difícil de asumir es que la donación era apócrifa. La donación no era otra cosa que una impostura, fraguada probablemente por un sacerdote lateranense momentos antes de que Esteban III se entrevistara con Pipino. En aquella época, la calidad de los estudios y conocimientos era tan deficiente que nadie fue capaz de percibir el engaño, algo que un estudiante de nuestros días habría advertido. Tendremos que esperar a 1440 para que un colaborador pontificio, Lorenzo Valla, analice línea por línea el documento hasta demostrar que era un fraude. Valla demostró que el papa a quien hace referencia la donación no era Silvestre sino Milcíades. El texto hace referencia a «Constantinopla» cuando esta ciudad de Oriente todavía conservaba su nombre original, Bizancio. La donación no estaba redactada en latín clásico, sino en un tardío estilo corrompido. También se ofrecían explicaciones sobre, por ejemplo, las insignias reales de Constantino, algo completamente innecesario en el siglo IV pero imprescindible en el siglo VlII. De mil maneras, de forma inapelable, Valla hizo pedazos la validez del documento. Y lo hizo con miedo, sabiendo que muchos prelados romanos le perseguirían a muerte. Porque ataqué no a los muertos sino a los vivos, no sólo a un gobernante cualquiera, sino al más encumbrado de ellos, es decir, el sumo pontífice, contra cuya excomunión la espada de ningún príncipe ofrece protección... Al papa no le asiste ningún derecho para coaccionarme al defender la verdad... Cuando hay muchos que dan su vida en defensa de una patria terrena, ¿podría yo incurrir en algún riesgo por amar a mi patria celestial? Habría que esperar a 1517 para que se publicara el libro de Valla. Era el fatídico año en que Lutero combatió las indulgencias. Uno de los ejemplares llegó a manos de Lutero y, por primera vez, entendió que muchas de sus anteriores suposiciones acerca del papado estaban basadas en fraudes como la donación. Pese a que cualquier letrado independiente quedó convencido por los argumentos de Valla, Roma no lo aceptó; durante siglos siguió afirmando que la donación era auténtica. Cuando Esteban III fue elegido papa, la Iglesia ya se había convertido por entero al imperio romano. Desde la donación, se hizo patente que el obispo de Roma se asemejaba a Constantino, vivía como él, vestía como él, moraba en sus palacios, administraba sus tierras, presentaba exactamente el mismo aspecto imperial. El papa también quería gobernar sobre la Iglesia y el Estado. Poco más de setecientos años después de la muerte de Pedro, los papas se habían tornado en unos obsesos del poder y la posesión. El pontífice iba por el mundo a zancadas, personaje de lo mundano y lo ultraterreno. Literalmente, deseaba lo mejor de ambos mundos, pero determinados emperadores refrenaron sus ambiciones. |