CONSTANTINO EL GRANDE La conversión de la Iglesia al Imperio
Mientras avanzaba, los exploradores le informaron que Majencio había dejado la ciudad y se estaba dirigiendo hacia Saxa Rubra, quince kilómetros al norte de Roma. Sabía que, pese a todo, se le presentaba una oportunidad. En aquella dirección, la ruta pasaba por un desfiladero entre dos colinas. Planeó interceptar la retaguardia de Majencio. Aquella noche oró fervientemente al sol, pronunciando el nombre de su nueva divinidad.
No tardaría mucho en entrar en tratos con el nuevo papa, Silvestre, que había sucedido al más prudente Milcíades como obispo de Roma. Silvestre, como muchos otros prelados que le sucedieron, no se sorprendió en lo absoluto al ver llegar a un guerrero convertido a la fe de Cristo crucificado después de haber realizado una carnicería con sus enemigos.Así comenzó la fatídica alianza entre el César y el papa, el Trono y el Altar. Con el tiempo, constituiría una parte de la ortodoxia católica.
Lejos de ser un modelo de príncipe cristiano, siempre manifestó una aguda percepción para los asuntos políticos con-según escribe Jacob Burckhardt- "una fría y terrible incontinecia por el poder". Patrocinó al cristianismo porque le había sido útil al considerarlo responsable de su victoria en la decisiva batalla. La iglesia se inclinó ante él, sin dejarse impresionar demasiado por sus intrincados asuntos familiares, porque era beneficioso para su causa. Poco después Constantino llegó a un acuerdo con su rival de Oriente, Licinio, acuerdo que sería conocido por el Edicto de Milán:
Fue una manera ejemplar de expresar los derechos religiosos para todas las personas sin distinción. La tolerancia que ponía de manifiesto permitió a los cristianos salir de las catacumbas don plenos derechos de ciudadanía. Lo trágico era que este principio nunca fue aceptado por la iglesia católica. La verdad, insistió ella, no puede ser objeto de un compromiso, De ahí que, cada vez que detentara el control, negaría la libertad de religión a los demás. En 1648, cuando el tratado de paz de Westfalis, expuso que "los ciudadanos cuya religión difiriese de la de su soberano tenían igualdad de derecho respecto a los otros ciudadanos", fue condenado por Inocencio X. Declaraciones similares de libertad religiosa fueron anatenatizadas siglo tras siglo por la iglesia católica, considerándolas como anticristianas, perniciosas, insensatas, que en nada se diferenciaban del ateísmo. Resulta una ironía que ningún otro documento en la historia de la iglesia, ni siquiera el Concilio Vaticano II, sea tan tolerante, generoso o sensato como el Edicto de Milán, redactado por dos sanguinarios guerreros. El relato de la lepra de Constantino y su posterior curación bautismal fue una pía invención del siglo V. La fábula ha ido perpetuándose en el baptisterio de San Juan de Letrán, de Roma. Una leyenda describe cómo el emperador fue bautizado por el papa Silvestre. Los hechos son los siguientes: Constantino era una soldado en una época en que todo derramamiento de sangre era inaceptable para la Iglesia. Por ello pospuso su bautismo hasta que se halló a las puertas de la muerte y cuando ya no le quedaban fuerzas para cometer nuevos pecados o para matar a nadie más. No hacía mucho que había fallecido su madre, Helena, que contaba más de 80 años. Sólo entonces el emperador se alistó entre los catecúmenos, no entre los de la Iglesia madre, sino entre los de la lejana Helenopolis, en Oriente. Fue llevado a la Villa Achyronia, cerca de Nicomedia. Allí fue bautizado, pero no por el papa, ni siquiera por un obispo o sacerdote católico, sino por un obispo arriano herético llamado Eusebio. Murió en el último día de la Pascua de Pentecostés del año 337. Esta narración arroja una luz sombría sobre muchos de los sucesos más significativos de la historia de los primeros tiempos de la Iglesia. En los últimos días de su existencia, Constantino, mientras construía magnificas iglesias en Palestina y en otros lugares, también erigía soberbios templos paganos en Constantinopla. Ello se entendería claramente como parte del primer ajuste de "la cuestión romana". El emperador era una persona sagrada. Pontifex Maximus, otro título que el papa asumiría más tarde. En consecuencia, el emperador, y sólo él, tenía autoridad para convocar asambleas religiosas, como el Concilio de Arles del año 314. Tal como explicaría un obispo contemporáneo: "La Iglesia era parte del Estado. La Iglesia había nacido dentro del imperio, no el imperio dentro de la iglesia". Por lo tanto era Constantino, y no el obispo de Roma, el que determinaba el momento y el lugar de los sínodos eclesiásticos e incluso como debía hacerse el recuento de votos. Sin su aprobación, no podían convertirse en instrumento legal; solamente él era el legislador del imperio. En 321, tras derrotar a Licinio en Oriente, Constantino convocó el primer concilio general de la Iglesia. En el año 325, se reunió en Bitinia, en un lugar llamado Nicea, que quería decir "Victoria". Probablemente fue la asamblea cristiana más importante de la historia. El arrianismo, herejía que subordinaba la persona del Hijo a la del Padre, se había difundido por todo el mundo. La polémica no se limitó a la violencia verbal, fue sangrienta. Iba contra los intereses del emperador que los cristianos luchasen entre sí; estaban destinados a ser la fuerza estabilizadora del imperio. Le desalentó que, después de haberlos liberado de la persecusión, se despedazaran los unos a los otros a causa de la Santísima Trinidad. En Nicea, progenitora de los concilios ecuménicos, se congregaron trescientos obispos, cuyo traslado fue gratuito. Salvo media docena, todos procedían del Oriente. Silvestre, obispo de Roma, no acudió; en su lugar envió a dos presbíteros. No hay ninguna duda de que Silvestre no tomó parte en la convocatoria del concilio ni intervino en su dirección. Estuvo controlado completamente por un emperador pagano. Lo reunió en la sala de su palacio. Según el testimonio del historiador Eusebio, Constantino era hombre de elevada estatura y enjunto, de gran elegancia y majestuosidad. A fin de realzar su presencia, abrió las sesiones "recubierto de púrpura, oro y piedras preciosas". Muy pronto fue evidente que la mayoría de los obispos se inclinaban por las posiciones arrianas. Constantino no tenía preferencias teológicas, pero se alzó de su trono de oro para zanjar la polémica. Quizá sólo quiso demostrar que era el responsable. Propuso lo que vendría a llamarse "la noción ortodoxa" del Hijo de Dios, "una sola sustancia" con el Padre. Todos los obispos disidentes se echaron atrás, excepto dos a los que Constantino depuso con presteza y los expulsó con cajas destempladas. Luego escribió a Alejandría, donde los arrianos aún conservaban una posición poderosa: "Lo que ha complacido a trescientos obispos no es otra cosa que la voluntad de Dios". No consiguió el resultado esperado. La "herejía" arriana continuó durante generaciones. Del mismo modo, el Estado se sumergió en los asuntos eclesiásticos. La política clerical sustituyó las prioridades evangélicas. La religión había dejado de ser importante, toda la importancia radicaba en la Iglesia. La consecuencia fue, como escribió Burckhardt, "la rapida desintegración de la Iglesia en la victoria". El precio de la "conversión" de Constantino al cristianismo fue la pérdida de la inocencia. El cínico uso que hizo de Cristo, al que todos, incluyendo el obispo de Roma, condescendieron, implicó una profunda falsificación del mensaje evangélico y la inserción de unas orientaciones ajenas al mismo. A partir de entonces, el catolicismo floreció en detrimento de la cristiandad y de Jesús, que no quería tomar parte en el mundo de poder y de la política, que prefirió ser crucificado antes de imponer sus puntos de vista a nadie. (1) Se ha dicho que los ejércitos de Constantino ostentaron la cruz en sus insignias. No fue así. En sus escudos y estandartes grabaron las dos primeras letras de Cristo en griego (Cristoz) fundidas de este modo: |