Benedicto IX

El niño papa

En 1032, el papa Juan XIX de la casa de Tusculum murió. El conde Alberico III gastó una fortuna para conservar el cargo en su familia. ¿Quién mejor para ocupar la vacante que su propio hijo Teofilato? Raúl Glaber, monje cluniacense, informa que en el momento de su elección, en octubre de 1032, Su Santidad Benedicto IX contaba con once años de edad. Según Monseñor Louis Duchesne, Benedicto no era más que un "mero golfillo..., que todavía tardaría mucho en convertirse en activamente agresivo".

Fue un singular espectáculo; un niño que aún no había alcanzado la pubertad, de voz todavía inmadura, era el supremo legislador y dirigente de la Iglesia Católica, llamado a llevar la tiara, celebrar la misa mayor, dispensar beneficios eclesiásticos, nombrar obispos y excomulgar a los herejes. Las aventuras de Su Santidad con las señoras demostraron que el niño-papa alcanzó la pubertad con presteza. A los catorce años, escribe un cronista, había superado en desenfreno y extravagancia a todos los que le habían precedido.

San Pedro Damiano, un agudo juez del pecado, exclamó: "Ese desventurado, desde el inicio de su pontificado hasta el final de su existencia, se regocijó en la inmoralidad". Otro obsevador escribió: "Un demonio, salido del infierno, disfrazado de clérigo, ha ocupado la silla de San Pedro"

Con frecuencia tuvo que abandonar Roma a toda prisa. La primera vez, durante la festividad de san Pedro y san Pablo de 1033, un eclipse solar que tiñó el interior de San Pedro de un aterrador matiz azafranado fue pretexto suficiente para expulsarlo. A su regreso, unos cuantos aristócratas intentaron acabar con él durante la celebración de la misa. Fracasaron en el intento. Cuando Benedicto fue expulsado de nuevo de Roma, el ejercito del emperador Conrado volvió a imponerle en la ciudad. En 1046, después de emprender el camino del exilio una vez más por expoliaciones, homicidios y opresión, retornó a su hogar en Tusculum. Durante su ausencia, los romanos eligieron otro pontífice, Silvestre III, un hombre de las colinas sabinas. Prefirieron violar el derecho canónico y ofender a la divinidad antes que continuar con Benedicto IX: Después de cincuenta días venturosos, el niño-papa fue reinstalado por su familia, que persuadió a Silvestre para que se fuese a otra parte.

Al final, Benedicto quiso renunciar. Había puesto los ojos en su hermosa prima, hija de Gerardo de Sasso. Éste dio su consentimiento a condición de que el papa abdicara. En un inesperado ataque de escrupolosidad, Benedicto decidió comprobar si estaba en su derecho al tomar esa determinación. Fue a consultar a su padrino, Juan Graciano, arcipreste de san Juan ad Portam Latinam. Graciano era un personaje singular; un completo iletrado que llevaba una vida de castidad, como un lirio entre las hierbas hediondas. Graciano le confirmó que se hallaba en su derecho renunciar. Aún más, ya tenía un sucesor preparado para él. y procedió a palparse su propio pecho.

Contento de abdicar, Benedicto exigió un puñado de oro que pesara una o dos libras. Tras un áspero regateo, se conformó aceptando la totalidad de las limosnas destinadas a San Pedro procedentes de Inglaterra. Ninguna colecta de los católicos ingleses tuvo mejor destino.

En medio de las demosrtraciones de júbilo, Benedicto, habiéndose dispensado del precepto del celibato, abdicó el primero de mayo de 1045. Apegado a la buena vida, el papa Víctor II escribiría: "Prefirió vivir más como Epicuro que como obispo...Abandonó la ciudad transladándose a uno de sus castillos de las afueras".

Para el rigor del juicio crítico, Juan Graciano era ahora Gregorio VI. Gran número de papas compraron el papado; nadie hizo lo que él; llevar al efecto su recompra. Gregorio arguyó que había hecho un favor a la Iglesia. Y Benedicto dejó sentado que no le habían "comprado" por dejarla: solamente se había limitado a recuperar lo que su padre había desembolsado como pago previo.

Gregorio se hubiera salido con la suya, si a Benedicto, ahora simple Teofilato de Tusculum, no le hubiese sorbido la sesera su amante. Estaba ansioso por regresar. Con Silvestre todavía entre bastidores, ahora eran tres los pretendientes: Silvestre en San Pedro, Gregorio en Letrán, y Benedicto esperando una buena ocasión desde los montes Albanos.

Mientras tanto, en Roma las arcas estaban vacías; todos, desde los papas hasta el más humilde ujier, eran simoníacos; todo clérigo tenía como mínimo una amante; y las iglesias caían en ruinas.

En este crítico momento hace su entrada Enrique de Alemania. Se le conocía por dos motivos: odiaba la simonía y deseaba convertirse en emperador más que nada en el mundo. La fuerza física obtenía éxito allí donde la exhortación moral había fracasado.

En Sutria, camino a Roma, convocó a un concilio. A instancias de él, Silvestre fue juzgado por impostura; fue reducido al estado de lego y condenado a pasar el resto de sus días en un muy austero monasterio si existía alguno de tales características. Benedicto había abdicado y, según Enrique, había quemado sus naves pontificias. En cuanto a Gregorio, Enrique le dio las gracias por haber liberado a la iglesia de una plaga, pero no debería haber recurrido a la simonía para llevarlo a efecto. Ésta era una razòn para abdicar.

Literalmente afrontado por la espada temporal, Gregorio declaró "Yo, Gregorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, por causa de la simonía que, por artimañas del diablo, intervino en mi elección, determino que debo ser depuesto del obispado romano"

Su joven capellán Hildebrando, futuro Gregorio VII, estuvo presente en su caída. Vio cernirse sobre él la amenaza y nunca lo olvidaría ni lo perdonaría.

Enrique eligió como nuevo pontífice a Clemente II. El día de su entronización, coronó a Enrique como emperador, tras lo cual Enrique, anticipándose a Napoleón, se colocó en la cabeza la cinta de oro que los antiguos romanos utilizaban para distinguir a los patricios. Con este gesto, Enrique demostraba que él era la cabeza de la cristiandad; el obispo de Roma no era nada más que un capellán privado.

Se llevó consigo a Alemania al anciano pontífice para asegurarse de que no creara dificultades. Gregorio moriría pronto en el exilio y, cuando Clemente también entregó su alma a Dios, Benedicto se lanzó sobre el solio pontificio durante ocho meses más.

Enrique se hallaba demasiado atareado para ocuparse de él, por lo que ordenó al conde Bonifacio de Tusculum que pusiera a Teofilato en vereda de una vez por todas. El nuevo papa, Dámaso II, no tardaría en entregar su espíritu (envenenado, según los rumores, por Benedicto). Probablemente, la explicación podría encontrarse en el clima.

Con su muerte, el camino quedó despejado una vez más para Benedicto, pero decidió no aprovecharlo. Se retiró al monasterio de Grotta Ferrata donde, se dijo con cierta ambigüedad, su vida fue un ejemplo para el resto de la comunidad.