El antisemitismo papal
Prólogo
El gran encubrimiento
Seguramente es el mayor encubrimiento de la historia. Se ha mantenido durante siglos, reivindicando al principio miles de vidas y luego millones. Pese a su clara visibilidad, nadie parece haberlo advertido. Desconociéndolo, muchos artistas, grandes y no tan grandes, han contribuido a ello. Y, sin embargo, el camuflaje es tan poco alarmante como ese exiguo trozo de tela que cubre el bajo vientre de Jesús en la cruz.
En un principio, la cruz nunca fue representada en pintura o escultura. Mientras Jesús fue adorado por su propia ausencia y la cruz fue el centro de la fe, nadie osó plasmar gráficamente la escena de su humillación extrema.
Se ha dicho que los ejércitos de Constantino ostentaron la cruz en sus insignias. No fue así. En sus escudos y estandartes grabaron las dos primeras letras de Cristo en griego (cristoz) fundidas de este modo: . Sólo el luctuoso recuerdo de los miles de crucificados a lo largo y ancho del mundo romano hizo que los cristianos se tomaran la libertad de representar a la cruz como símbolo del amor sufriente de Cristo. Fue una cruz vacía. ¿Quién se hubiera atrevido a volver a crucificar a Cristo?
Más tarde, este desnudo símbolo de su conquista sobre las fuerzas oscuras pareció demasiado austero. Los artistas del siglo V comenzaron a pintar una cruz con un cordero a su lado, ya que Jesús era «el cordero de Dios», sacrificado por los pecados del mundo. Después, con valentía creciente, se representó al mismo Jesús como un blanco cordero junto a la cruz. Salvo dos conocidas excepciones, hasta finales del siglo vi no se le mostraría en su cruz. Incluso así, el artista no osaría pintarlo en su pena y humillación. Jesús aparecía con una larga túnica, mostrando solamente las manos y los pies desnudos; con ello se podían ver, de forma estilizada, los clavos que le mantenían sujeto al leño. Se trataba de la imagen del triunfo; no se hallaba en actitud sufriente ni moribunda, sino reinando —con los ojos abiertos y en ocasiones coronado— sobre el trono de la cruz. La primera representación griega de un Jesús sufriendo en la cruz, fechada en el siglo X, fue condenada por Roma como una blasfemia. Pronto la misma Iglesia de Roma acabaña por rendirse a esta fascinación.
Con Jesús cada vez más lejos en el tiempo y con una teología medieval que iba convirtiéndose en más árida y escolástica, la piedad necesitaba un Cristo más humano; un hombre que pudiera verse y casi sentirse, un hombre que padeciera las penalidades y las tribulaciones que ellos mismos experimentaban cotidianamente en su breve y penosa existencia. Entonces, los artistas representaron libremente a Cristo agonizando en la cruz; con profundas heridas y sangre, los miembros atormentados, la mirada desvalida. Mermado en sus vestiduras para impresionar a los creyentes de la magnitud de la degradación del Señor.
Aquí se detenía; en un taparrabos. Si el artista se hubiese extralimitado, ¿quién hubiese tenido el coraje suficiente para contemplar a Cristo tal como se encontraba, desnudo como un esclavo?
Lo que reprimió la mano del artista no fue el decoro, sino la teología. No hay por qué culpar a los artistas. Después de todo, ¿cómo podían adivinar que el sufrimiento del Cristo de nuevo crucificado, sin la verdad postrera que sólo la completa desnudez aporta, conduciría a una catástrofe? Confiriendo a Jesús un último jirón de decencia, ese taparrabos le arrebataba su judaísmo. Velaba literalmente su dignidad y le convertía en un gentil honorario. Porque lo que se ocultaba no era precisamente su sexo, sino el filo del cuchillo en su carne, la circuncisión, que mostraba su condición de judío. Esto era lo que los cristianos temían contemplar.
En las crucifixiones de Rafael y Rubens, e incluso en las de Bosco y Grünewaid, el taparrabos se convierte en un objeto ornamental; sus repliegues penden decorosamente. En la crucifixión de Colmar, de Grünewaid —aduce Husmans—, Jesús está inclinado, su cuerpo se arquea; el cuerpo atormentado irradia palidez, salpicado de sangre, erizado de púas a modo de los espinosos frutos del castaño. Esto, parece decir el artista, es lo que el pecado ha causado a..., ¿quién?
A Dios, es la respuesta de la teología. Esto es la muerte de Dios. Cuanto más intensa es la agonía, menor es el fulgor de Su gloria a través de ella, tanto más aterradora resulta. «Dios murió en el Calvario.» Parece buena teología. Pudo serlo, salvo por ese trozo de tela. Porque, el artista parece decirnos, alguien es responsable de haber hecho esto a Dios. Pero ¿quién?
Una lectura superficial del Evangelio de Mateo nos facilita la respuesta: los judíos. Vociferaron a Pilatos: «Crucifícale. Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». La palabra de Dios parece inculpar a los judíos, los contemporáneos de Jesús y sus descendientes, por la muerte de Dios. Por lo tanto, los judíos son deicidas. Una gota de esa sangre salvaría mil mundos; los judíos la derramaron toda. Para ellos, dicha sangre no significa la salvación, sólo una maldición eterna. Por su descreencia, los judíos continúan matando a Dios. Cierto que por haber ocasionado la muerte de Cristo, culpables del mayor crimen imaginable, eran capaces de todo. Ésta es la calumnia. Ésta es la gran herejía. Por esta razón, las habladurías sobre judíos que mataban y bebían ritualmente la sangre de los niños cristianos se adecuaban al patrón fijado por el crimen de la muerte de Dios. Estas invenciones siguen difundiéndose.
Sin ese encubrimiento, sin aquel trozo de tela, hubiera sido evidente para todos que lo que tuvo lugar en el Calvario también fue un juicidio. Dios era judío. No es tanto que los judíos mataran a un judío, sino que mataran al Hijo de Dios y vertieran su sangre por el pecado del mundo. Los cristianos, ¿hubieran llevado a cabo, en el transcurso de los siglos, pogroms contra los judíos en nombre de la cruz, si en ella Jesús hubiese mostrado la marca de la circuncisión? ¿Habría autorizado un judío la matanza de los judíos? ¿No hubiese quedado claro que Jesús se hallaba presente en cada pogrom diciendo: «¿Por qué me perseguís?; porque lo que hacéis a éstos, los menores de mis hermanos, me lo estáis haciendo a mi?».
Este encubrimiento, que cuenta casi veinte siglos de antigüedad ya, no fue perpetrado por una secta desviacionista, sino por la corriente principal de la cristiandad, por la santa Iglesia romana, católica y apostólica. Ninguna doctrina fue tan universalmente difundida como aquella que, sin ningún tipo de reserva —en términos católicos, con mayor infalibilidad—, considera que «los judíos están malditos por matar a Dios», imputación que sólo recientemente ha sido oficialmente desmentida. A causa de un caprichoso equívoco, los judíos, entre los que nació el Salvador, fueron los únicos inculpados por su muerte. No era a Jesús a quien se volvía a crucificar, sino a la raza de la cual nació.
En el tercer y cuarto Concilios de Letrán (1179 y 1215, respectivamente), la Iglesia codificó toda la legislación previa contra los judíos. Estaban obligados a llevar un distintivo infamante. En Inglaterra, era de color azafranado y la forma quería recordar la que se presumía tenían las tablas de Moisés. En Francia y Alemania, era de color amarillo y de forma redondeada. En Italia, el distintivo era un tocado escarlata, hasta que un romano miope confundió a un judío con un cardenal y se cambió el color por el amarillo. Los judíos tenían prohibido todo contacto con los cristianos, se hallaban excluidos de la administración, privados de la posesión de tierras, excluidos de regentar tiendas, amontonados en guetos que eran cerrados por las noches. Ningún sistema de apartheid fue puesto en práctica con tanta severidad. Por rehusar la abjuración de su fe ancestral y la conversión al cristianismo, los judíos fueron acosados de un país a otro. Un papa les dio un mes de plazo para que abandonasen sus hogares de Italia, otorgándoles tan sólo dos lugares en los que refugiarse. Durante las cruzadas, fueron objeto de una carnicería en las nuevas residencias, muriendo a miles, como muestra de devoción hacia Cristo. Un judío que asomase la nariz en Viernes Santo virtualmente estaba cometiendo un suicidio, si bien el Crucificado tuvo una nariz hebrea. Así pues, a lo largo de los siglos fueron millones los que sufrieron y murieron. Una concepción artística nociva y una teología deplorable prepararon el camino para Hitler y su «solución final».
En la Alemania nazi, para comenzar, se pintarrajearon estrellas en los hogares y tiendas judíos; fue un aviso de que podían ser aplastados y saqueados. Como en la Edad Media, las ciudades se jactaban de hallarse Judenrein, libres de la contaminación judía. En los arrabales de la población de Obersdorf existía una capilla al borde del camino con un crucifijo. Sobre la cabeza de Jesús figuraba la inscripción INRI («Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos»). En primer término se anunciaba: Juden sind hier nicht erwünscht («Aquí los judíos no son bienvenidos»). Se trataba de un fenómeno completamente normal.
En 1936, el obispo Berning, de Osnabrüch, mantuvo una entrevista de una hora con el Führer. Hitler aseguraba a su eminencia que no existían diferencias fundamentales entre el nacionalsocialismo y la Iglesia católica. La Iglesia argumentó, ¿no había considerado a los judíos como parásitos encerrándoles en guetos? «Yo sólo estoy haciendo —alardeó— lo que la Iglesia ha hecho durante mil quinientos años, pero con mayor eficiencia.» Como católico que era, dijo a Berning, «admiraba y deseaba favorecer el cristianismo».
Parece que a Hitler no se le ocurrió jamás que Jesús, al que se refería en Mein Kampf como «el gran fundador de su nuevo credo» y flagelo de los judíos, también era un judío; y si no lo era, ¿por qué no lo era? Desde septiembre de 1941, en el Reich, todo judío mayor de seis años estaba obligado a llevar en público, como distintivo infamante, la Estrella de David. ¿Por qué no insistiría Hitler para que se prendiera la misma estrella en el taparrabos de cada Cristo crucificado que se exhibiera a lo largo y ancho del Reich? ¿Se hubiese mostrado tan vehemente al fomentar su suerte de cristianismo de haber visto, aunque sólo fuera una vez, a Jesús crucificado tal como era realmente? Supongamos que Cristo hubiera aparecido desnudo sobre cada cruz de Alemania. Los obispos alemanes y Pío XII, ¿hubieran guardado silencio durante tanto tiempo si hubiesen visto a su crucificado sin taparrabos?
Pese a la crueldad cristiana, que en cierta medida preparó la senda para el holocausto, algunos católicos siguen argumentando que su Iglesia jamás se ha equivocado.
La persecución de los judíos
El papa Pablo IV, que odiaba a los judíos, dedicó muchas horas de su pontificado a elaborar el documento, libando sin cesar el tinto y denso vino cual melaza de su amada Nápoles. Pronto habría terminado. El 17 de julio de 1555, a dos meses apenas de su elección, publicó Cum nimis absurdum, una bula que nunca aparece en las pías antologías de los documentos papales, ya que ésta seria un hito en la historia del antisemitismo.
Debido a esta bula, Pablo iba a merecer el espaldarazo que él mismo ofreció a su sobrino favorito, el cardenal Cario Carafa: «Su brazo está teñido de sangre hasta el codo». No debe sorprender que durante el breve pontificado de Pablo la población de Roma quedara reducida a la mitad. Los judíos, que no sabían adonde ir, fueron el blanco de su mojigatería.
Se sabía de memoria todos los edictos de la Iglesia contra el judaísmo. El ataque contra los judíos había empezado muy pronto.
Durante el imperio romano, los judíos superaron la hostilidad inicial consiguiendo la plena ciudadanía con el edicto de Caracalla, en 212. Un siglo después, cuando Constantino se convirtió al cristianismo, empezó la persecución de los judíos.
Se les excluyó de todo puesto civil y administrativo, prohibiéndoseles tener empleados cristianos o dar y recibir de ellos ayuda médica. Los matrimonios mixtos entre cristianos y judíos se clasificaban como adulterio y eran elevados a la trasgresión capital. En los procesos entre cristianos y judíos, solamente se aceptaban los atestados cristianos ante los tribunales. Los Padres de la Iglesia, como Ambrosio en Occidente y Crisóstomo en Oriente, suministraron una base teológica para el menosprecio de los judíos que todavía hoy hace sonrojarnos.
El más afable de los papas, Gregorio Magno, al tiempo que prohibía la tortura y la persecución de los judíos, no cesaba de sobornarles para que se bautizaran. Cualquier judío de Roma que se convirtiese veía sus rentas reducidas a un tercio. Gregorio Magno escribió:
Porque incluso si ellos mismos nos llegan con poca fe, sin duda habrá más fe en su prole que está bautizada, de tal modo que si no nos ganamos a los padres, nos ganaremos a sus hijos. Por lo que, cualquier reducción de la renta por el amor a Cristo no ha de considerarse una pérdida.
En 1215, Inocencio III y el IV Concilio de Letrán abrazaron la causa del antisemitismo con decisión. Y Pablo IV, que detestaba toda forma de disidencia, estaba dispuesto a aplicar, con impecable crueldad, las decisiones del gran Inocencio.
La Cum nimis absurdum subrayaba que los homicidas de Cristo, los judíos, eran esclavos por naturaleza y debían ser tratados como tales. Por primera vez en los Estados Pontificios se les confinaría en un determinado sector, denominado «gueto». Cada uno de los guetos contaría con una sola entrada. Los judíos fueron obligados a vender todas sus propiedades a los cristianos a precios irrisorios; en el mejor de los casos, consiguieron el 20 % de su valor; en el peor, el valor de una casa alcanzó el precio de un asno, el de una viña se emparejó al de un surtido de trajes. Aunque se les prohibió emprender cualquier actividad comercial o tratar con cereales, les fue posible vender alimentos y ropas de segunda mano (strazzaria), por lo que quedaron reducidos a la condición de traperos. Se les permitió poseer una sola sinagoga en cada ciudad. En Roma, de cada ocho fueron destruidas siete, y en la Campania dieciocho de cada diecinueve. Ya no tenían libros; en su época de cardenal, Pablo IV los había mandado quemar todos, incluido el Talmud. Como distintivo, fueron obligados a usar en público un gorro amarillo. Sólo podían emplear el italiano o el latín para hablar, en sus calendarios y en sus cuentas. En ningún caso podían contratar a cristianos, ni siquiera para alumbrar los fuegos en sus fiestas sabáticas durante el invierno. No podían asistir médicamente a los cristianos, ni recibir de ellos dicha asistencia, ni siquiera los servicios de una nodriza. No se les podía llamar signor, «señor», ni siquiera por parte de los pordioseros. Los judíos tendrían que pagar una casa de catecúmenos para los judíos conversos. Los sueldos de los censores de los libros judíos debían ser costeados por los propios judíos; también tendrían que mantener al vigilante de la puerta cuyo trabajo era encerrarles durante la noche.
Desde la época romana, los judíos habían tendido a vivir en los mismos barrios. En ellos, pudieron edificar sus mataderos rituales y baños, sus sinagogas, sus locales de estudio, sus patios, sus propios cementerios. Se sentían más seguros af der yiddisher gas, en sus propias calles judías, donde al menos podrían vivir a su aire. Pero verse forzados a vivir en un lugar como si fuesen ganado, tener que regresar al anochecer, no poder poseer la propia tierra ni sus hogares, esto resultaba amenazadoramente distinto.
Los judíos romanos padecieron sobre todo por la localización de su judería, muy cerca de la orilla derecha del Tíber, caldo de cultivo del paludismo y frecuentemente anegada de agua como en Venecia. En un sector de unos cuatrocientos sesenta metros se hacinaban de cuatro a cinco mil personas. Según un escritor judío, iban «vestidos con harapos, vivían entre harapos, prosperaban con harapos». Sólo el viernes por la noche se sacaban sus harapos, cuando el viejo pregonero anunciaba que «la fiesta sabática ha comenzado». Entonces, en la fiesta sabática, todo judío era rey de Israel.
El impacto de la bula de Pablo fue inmediato. A los pocos días, aparecía un gueto en Venecia y se organizó otro en Bolonia llamado Inferno. El objetivo de Pablo era convertir masivamente a los judíos. Algunos se pasaron al cristianismo; la mayoría, no. Las atrocidades fueron la consecuencia en todas partes. En Ancona, los marranos, judíos conversos portugueses, se habían establecido con la garantía de los papas anteriores que, puesto que habían sido obligados a bautizarse, se les dejaría practicar en paz su antigua fe. Pablo IV retiró estas promesas el último día de abril de 1556. Los marranos se dispersaron rápidamente, pero veinticuatro hombres y mujeres fueron quemados vivos en sucesivos «Autos de fe» durante la primavera y principios de verano. Lejos de dichas hogueras, los judíos recitaron el Kaddish: Yiskaddal veyiskaddash, su oración inmemorial.
Pablo murió en 1559, pero su bula había instaurado una pauta de conducta que duraría tres siglos. En junio de 1566, Pío V bautizó personalmente a dos judíos adultos y a sus tres hijos; cinco cardenales fueron los padrinos. En 1581, Gregorio XIII llegó a la sorprendente conclusión de que la culpabilidad de los judíos al rechazar y crucificar a Cristo «no hace si no acrecentarse a lo largo de las sucesivas generaciones, transmitiendo la esclavitud perpetua».
En la Romana, dos sacerdotes, ex judíos, recibieron permiso para entrar por la fuerza en una sinagoga en sábado. En acto de desacato, colocaron el crucifijo enfrente del arca y predicaron que Jesús era Dios y Mesías. En todas partes, las sinagogas fueron clausuradas durante meses con el pretexto que se había hallado un libro no autorizado. Evidentemente, se colocaron a posta no pocos libros. Se irrumpió en los hogares, que fueron registrados y destruidos. Cualquier excusa era suficiente para enviar al cabeza de familia judía a la casa de catecúmenos para un lavado de cerebro. El judío que se acercase a dicho edificio sin permiso —por ejemplo, un rabino que buscase disuadir a sus compañeros de convertirse— era agriamente apaleado. En 1604, el rabino Joshua Ascarelli, su esposa y cuatro hijos fueron enviados a esa casa. El padre y la madre, tras una prolongada detención, siguieron sin ceder; fueron expulsados. Se retuvo a sus hijos. Sin sus padres, sucumbieron y fueron bautizados. Cuando los progenitores fueron a buscarles para llevárselos al hogar, se les dijo que se fueran si no querían ser flagelados.
En 1639, un judío conversaba amistosamente con un dominico y le ofreció bautizar a su hijo siempre y cuando el papa fuese su padrino. Su ligereza involucró a sus dos hijos, uno todavía un bebé. Este insulto a su raza motivó una revuelta en el gueto; fue duramente reprimida.
Entre 1634 y 1790, dos mil treinta judíos fueron «convertidos» en Roma. Benedicto XIII (1724-1730) bautizó a veintiséis en señal de magnanimidad. Las conversiones eran celebradas con una exhibición de fuegos artificiales y de procesiones en los alrededores de los guetos, donde los judíos, en su mayoría reducidos al silencio, rebullían. Cuando se veían forzados a ir a la iglesia y oír los sermones, los gentiles les arrojaban basura. Dentro de la iglesia, rondaban bedeles con varas para mantenerlos despiertos. En ocasiones, eran examinados médicamente para asegurarse de que esos «solapados judíos» no hubieran sido elegidos por su comunidad a causa de su sordera. Difícilmente les pasaban por alto una sola humillación. Tenían prohibido llevar candelas encendidas en los funerales o levantar piedras sobre las tumbas de sus muertos, violando con ello la norma romana de la que los mismos cristianos se habían beneficiado: un camposanto es tan sagrado como un templo.
Una superstición cristiana de aquel tiempo era que cualquiera que fuese responsable por bautizar a un infiel se ganaba directamente el paraíso. Los rufianes que callejeaban por la ciudad asaltaban a los niños judíos para bautizarles con agua de lluvia. En el siglo XVIII, Benedicto XIV decidió que un niño bautizado contra su voluntad, o contra los deseos de sus progenitores y contrariamente a los procedimientos de la ley canónica, era cristiano y tenía que vivir como tal. Si no lo hacía, se le tachaba de hereje, con las terribles penas correspondientes. Cuando tales crímenes ocurrían, en los guetos el luto era riguroso. También se lamentaban cuando un judío converso hacía lo que el sacerdote le decía y arrebataba sus hijos del gueto. Una vez bautizados, la madre nunca podía volver a verlos.
En Roma, durante los días de peor opresión papal, los judíos vivían en un espacio circundado por altos muros. Naturalmente, se veían obligados a edificar en altura. Ello causaba derrumbamientos, a veces durante la celebración de bodas. Los incendios se propagaban con rapidez. La higiene prácticamente no existía, justificando el mito de que el despreciable olor de los judíos sólo desaparecía con el bautismo.
En 1700, Ramazzini, conocido como el padre de las enfermedades laborales, estudió a los judíos italianos y publicó sus averiguaciones en su libro De Morbis Artifician. Muestran, dijo, todos los síntomas de la vida sedentaria. En concreto, sus mujeres padecían ceguera prematura. Eran víctimas, muy por encima de la media, de migrañas, dolor de muelas, problemas de garganta y enfermedades respiratorias. Los papas eran responsables de generaciones de padecimientos que no han sido registrados en los libros de historia.
La Revolución francesa fue concebida por la Ilustración o Siglo de las Luces. Luces que no alcanzaron al Vaticano. Una sucesión de papas consolidó los antiguos prejuicios contra los judíos, tratándoles como leprosos que no mereciesen la protección de la ley. Sucesores de Pío VII fueron León XII, Pío VIII, Gregorio XVI, Pío IX, todos ellos dignos discípulos de Pablo IV.
Si los judíos compraban o vendían cualquier objeto utilizado en el culto católico —cáliz, rosarios, crucifijo— se les multaba con doscientos scudi. Tenían que pagar la misma multa si dejaban Roma sin autorización del inquisidor. Si un médico cristiano era requerido para tratar un paciente del barrio judío, lo primero que debía hacer era tratar de convertirlo al cristianismo. De no conseguirlo, debía irse en el acto. Todos los lunes solían bautizarse a tres o cuatro niños judíos, los cuales eran instruidos en la religión cristiana. Quienquiera que se opusiera a ello, aun tratándose de los mismos padres, era llevado ante la Inquisición. Si dos cristianos testificaban que un judío, de palabra o acto, había insultado a un sacerdote católico o a la religión verdadera, era condenado a muerte.
León XII (1823-1829) decidió que los cristianos estaban incurriendo en laxitud. Volvió a encerrar a los judíos dentro de la judería. También prohibió la vacuna durante una epidemia de viruela porque era «contrario a la ley natural». Aunque la verdadera frustración la constituyó Pío IX.
Liberal desilusionado, promulgó leyes todavía más severas contra los judíos. Cecil Roth, en su History of the Jews in Italy (1946), nos cuenta de un judío de buena posición que fue encarcelado, durante el pontificado de Pío IX, por emplear a una anciana cristiana para que se ocupara de su ropa blanca. Por esa época, en la mayor parte del mundo los judíos disfrutaban de libertad y de dignidad. En Roma y los Estados Pontificios no era así. La casa de catecúmenos seguía abierta para sus finalidades. En 1858 ocurrió un hecho que acaso fuera el peor abuso de todos.
En Bolonia, una muchacha comunicó a su confesor que seis años antes había estado trabajando en secreto e ilegalmente como criada de una familia judía llamada Mortara. Tenían un niño, de un año de edad, que dicha muchacha creyó que se hallaba a punto de morir, de modo que lo bautizó. Su confesor le dijo que tenía el deber de comunicárselo a las autoridades. Actuando por órdenes clericales, la policía se apoderó del muchachito, Edgardo, de siete años de edad y lo envió a Roma para que fuese educado como cristiano. Esta cause célebre provocó una fuerte tempestad en toda Europa. Francisco José de Austria y Napoleón III de Francia advirtieron al papa que estaba contraviniendo la opinión mundial. En Mansión House, en Londres, se organizó una gran manifestación. Un eminente judío británico, sir Joseph Montefiore, viajó hasta Roma para abogar personalmente ante el papa. Pío IX permaneció impertérrito.
Tras un desfile triunfal por las calles del gueto romano, Edgardo Mortara recibió su solemne bautismo. Fue educado como cristiano y, con el tiempo, se convertiría en un famoso sacerdote misionero.
Una vez más, un papa, una persona devota, demostró carecer de todo sentido de justicia natural hacia los judíos.
En septiembre de 1870, las tropas italianas tomaron Roma. Fueron recibidas con grandes muestras de alegría sólo comparables cuando los aliados reconquistaron la ciudad después de la ocupación nazi durante la segunda guerra mundial. Once días después de la caída de Roma, el 2 de octubre de 1870, mediante un real decreto, se concedió a los judíos la libertad que el papado les había negado durante más de mil quinientos años. La última judería de Europa era desmantelada. Cuando ello tuvo lugar, los judíos debieron pensar que las desgracias habían acabado. ¿Cómo podían saber que la más lóbrega de sus horas aún tenía que llegar?
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