La Cruzada contra los Albigenses

La imposición de la verdad

El papa Inocencio III se hallaba en el salón del trono, con el ánimo encontrado entre la conmoción y la cólera. Ante él, un ayuda de cámara sostenía un hábito blanco cisterciense. El hábito estaba rasgado -por delante y por atrás- por una lanzada y manchado de sangre. «Este, Santidad, es el hábito del hermano Pedro de Castelnau.» El pontífice corrigió solemnemente a su ayuda de cámara: «San Pedro de Castelnau».

Aquel 10 de marzo de 1208, cuando Inocencio canonizó al hermano Pedro, también dio a la luz su bula contra los herejes del Languedoc. Fueron ellos, decidió, quienes habían asesinado a su beatífico embajador. Poniéndose en pie, salmodió: «Muerte a los herejes».

Una cruzada sangrienta

Evidentemente, las cosas no eran tan sencillas como las concibiera el papa. No hay duda de que utilizó la muerte de Pedro como pretexto para llevar a cabo algo que deseaba realizar desde hacía tiempo.

A lo largo de un siglo, la herejía había florecido en la hermosa tierra feudal conocida por Languedoc, esa región del sudeste de Francia entre el Ródano y las montañas que tenía por capital Tolosa. Inocencio sabía perfectamente que la existencia de estos cátaros o albigenses, por el nombre de su plaza fuerte, Albi, era debida en buena parte a la corrupción del clero. Incluso llegó a escribir:

Por toda esta región, los prelados son el hazmerrerír de los seglares. Pero la raíz de este infortunio radica en el arzobispo de Narbona. Esta persona no conoce otro Dios que el dinero y tiene una bolsa en lugar de corazón. Durante los diez años de desempeño de su ministerio no ha visitado ni una sola vez su diócesis... Dondequiera que se observe, los monjes regulares y los canónigos desechan los hábitos, toman esposa o amante y viven de la usura.

Relatos contemporáneos ratifican que en Languedoc, como en muchos otros lugares, los abades y los obispos llevaban una vida licenciosa. Se entregaban al juego y a la blasfemia; a la hora de los maitines todavía estaban en la cama, comadreaban durante los oficios divinos en las raras ocasiones que acudían a la capilla, excomulgaban a su antojo a cualquiera con el que se tropezaban, se hacían pagar por todo, desde impartir los sacramentos hasta la bendición de matrimonios ilícitos, y anulaban testamentos legítimos para embolsarse el peculio. Por el contrario, los albigenses contaban con muchos hombres y mujeres píos. Estos perfecti rehuían el matrimonio y los placeres terrenos. Enjutos, pálidos, el cabello largo, vestidos de negro, eran recibidos con júbilo dondequiera que fuesen por la pureza de sus vidas. Oradores elocuentes, mucho más cercanos a sus feligreses que los sacerdotes, su autoridad moral era inmensa. De ellos, los credentes únicamente recibían un solo sacramento, el consolamentum o la imposición de las manos, en señal de reconciliación en el momento de morir.

Rechazaban los dogmas y los sacramentos de la santa madre Iglesia, menospreciaban a los sacerdotes, llamaban a Roma la Ramera de Babilonia y a su obispo el Anticristo. Predicaban la igualdad de los sexos que Inocencio decía ser contraria a la Biblia. También poseían su propia versión vernácula de las Sagradas Escrituras, que leían con atención. Sólo por este motivo, el papa ya les consideraba herejes merecedores de muerte.

En definitiva, los albigenses predicaron el dualismo. El Dios negativo del Antiguo Testamento era el responsable del mundo material, causa de la corrupción y de la muerte. Jesús era el Dios del mundo del espíritu. Por ello, detestaban el ritual católico. Imágenes, reliquias, la sagrada comunión, la misma cruz eran emanaciones del mundo letal de la materia. El cuerpo era algo maligno y el sexo, a partir del cual los cuerpos se multiplicaban, también era negativo. El fruto prohibido del jardín del Edén era el placer sexual. El embarazo era pecado; la mujer embarazada portaba el demonio en su interior; si moría antes de dar a luz, no tendría remisión posible. El matrimonio era una forma de pecado; el sexo en el matrimonio no era mejor que el incesto. Tan grande era su odio por el cuerpo que el suicidio, la endura, era un acto heroico de virtud, la manera de acceder al cielo.

Resulta difícil saber lo que realmente creían los albigenses, puesto que apenas dejaron testimonios documentales. Solamente poseemos el de los inquisidores tendenciosos, quienes, como el papa, deseaban la muerte de todos ellos. Es probable que se tratara de una reacción contra los sacerdotes que pretendían ceñirse al celibato mientras vivían sin castidad y amasando fortunas con las reliquias.

Inocencio, que creía ser «el fundamento de toda la cristiandad», ordenó que se mostrara el hábito manchado de sangre del nuevo santo en todas las iglesias del Languedoc para promover una cruzada. Ésta no tendría como objetivo ir contra los infieles que ocupaban los Santos Lugares, sino contra los discípulos de Cristo que tenían la desfachatez de negar la autoridad del papa. ¿No saben -preguntó- que sin mí no hay Iglesia, no hay piedra, no hay fe, no hay salvación? Los nuevos cruzados gozarían de los mismos privilegios que los caballeros que partieron hacia Jerusalén. Inocencio, como Mahoma, combinaba religión y guerra. Matando a los albigenses, prometió, obtendrían el más alto lugar en los cielos.

Los verdaderos cruzados respondieron con entusiasmo desde el momento que Pedro el Ermitaño respondiera a la llamada de Urbano II, en 1096. Francés de Amiens, de baja estatura, delgado, lustroso cabello negro, con una barba entrecana que le llegaba hasta el ceñidor, Pedro predicó la cruzada a los pobres. Gualterio Don Nadie, un caballero que parecía extraído del Don Quijote, se unió a él y, a lomos de un burro, encabezaron un numeroso ejército que viajaba a pie, a caballo o en carros tirados por asnos, armado como si fuera un saltamontes.

El viaje desde Colonia, a través de Hungría y Belgrado, hasta Constantinopla duró cien días. Fue una marcha épica en la que abundaron las fatigas y los horrores; se llegó a decir que cocinaron y comieron bebés. En cada ciudad, los niños preguntaban: «¿Esto es Jerusalén, papaíto?». Aunque murieron unos diez mil por el camino, treinta mil alcanzaron el Bósforo en el mes de julio. Allí, el 21 de octubre, fueron hechos trizas por los infieles. Pedro el Ermitaño fue uno de los pocos supervivientes. Cuando el ejército de los caballeros cristianos llegó a la primavera siguiente, encontraron en los arrabales de Nicomedia y Civitol montañas de huesos calcinados. «¡Oh, con qué torvas calaveras y huesos las orillas del mar habían quedado marcadas!» Los franceses mezclaron los huesos con cal y así acabaron los peregrinos de Pedro el Ermitaño, como parte de los muros de los castillos de los cruzados.

Había transcurrido un siglo cuando, en respuesta a la reciente llamada de Inocencio, ciudades y poblaciones enteras de Alemania, incapaces de tomar la cruz, se despojaron de sus vestiduras y desnudos recorrieron las calles en silencio. Era una época demencial. Cuatro años después, en 1212, millares de niños y niñas franceses fueron arrastrados por un pastorcillo, Esteban de Vendóme. Sin mapas, guías ni comida, abandonaron sus hogares y se dirigieron a Marsella. Cuando se les preguntó por su punto de destino, replicaron: «Jerusalén». Los padres hicieron todo lo posible para encerrar a sus pequeños, pero se escapaban. Por desgracia, las aguas del Mediterráneo no se abrieron en dos como las del mar Rojo. Muchos, invitados a subir a bordo de ciertos navíos, fueron vendidos como esclavos a los sarracenos a lo largo del litoral de Cerdeña.

Durante esta época, veinte mil niños alemanes fueron reclutados por un muchacho de nombre Nicolás. Iniciaron su viaje a Tierra Santa, cruzando los Alpes, a través de Italia. Muchos cayeron muertos durante el viaje; unos pocos regresaron para contar el relato, que luego daría origen a la leyenda del flautista mágico de Hamelin.

Ninguna locura de esta época podría igualarse a la del papa. Cierto que durante cuatro años había intentado acabar con los albigenses por medios más cristianos. En 1205 había enviado a santo Domingo, que pronto fundaría la orden de predicadores. «Os he predicado -dijo Domingo, después de su ardua tarea-. Os he rogado con lágrimas en los ojos. Pero, como decimos en España: "Donde el favor divino falla, un gran bastón producirá el quid". Ahora, lanzaremos príncipes y prelados contra vosotros.» A partir de aquel momento, prometió, Cristo solamente les proporcionaría esclavitud y muerte.

Inocencio también envió al Languedoc a Pedro de Castelnau y al hermano Raúl. El hermano Pedro había acusado al señor de esta vasta tierra, Raimon IV, conde de Tolosa, de ayudar y favorecer a los herejes. Se le ordenó aniquilarlos. La tarea no era fácil, considerando que la herejía había prosperado ante la corrupción clerical a lo largo de cuatro generaciones. Los albigenses ascendían a la mitad de la población del Midi. ¿Había que esperar que Raimon los quemara por millares? El hermano Pedro, que pronto sería canonizado, así lo suponía. Excomulgó a Raimon por negligencia en el cumplimiento de su deber y alentó a los seigneurs de Provence a rebelarse contra su señor. «Aquel que os derribe -dijo el hermano Pedro en su interdicto- se le considerará santificado; el que os golpee a muerte merecerá la bendición de Dios.» Raimon se apresuró a asegurar su apoyo incondicional a Su Santidad.

Al día siguiente, cuando el destacamento papal estaba cruzando el Ródano por Saint-Gilles, uno de los oficiales de Raimon arrojó su lanza contra el hermano Pedro, traspasándole. Este militar nunca fue llevado a juicio ni sentenciado. Permitió al papa poder culpar a toda la región por el crimen.

La «cruzada» de Inocencio marcó un hito en la historia de la cristiandad. La cabeza de la Iglesia convocó y dirigió una guerra contra hermanos cristianos en una tierra tradicionalmente cristiana. La conversión fue reemplazada por el exterminio. Pero ortodoxos y heterodoxos vivían en una misma comunidad, por lo que no parecía fácil separarlos. Oponiéndose asombrosamente a las parábolas de Jesús, el trigo y la cizaña serían quemados al unísono.

La violencia en la tradición cristiana

En la tradición cristiana, la utilización de la violencia ha seguido una línea sesgada. Ciertamente, esta cuestión evidencia con la mayor claridad de los cambios de actitud de la Iglesia en su doctrina acerca de la guerra.

Desde su principio, la Iglesia ha tenido un profundo sentido de la santidad de la existencia. El derramamiento de sangre era un pecado atroz. Por ello, los cristianos se opusieron a la lucha de gladiadores. El ejército también fue una vocación prohibida. Cristianos, como Maximiliano, preferían morir antes que matar. «No puedo luchar en la guerra -dijo lisa y llanamente-. No puedo cometter perjurio. Soy cristiano.» Mientras el belicismo y el uso de la fuerza fueron necesarios para la defensa de Roma, los cristianos no se sintieron llamados a participar. «El mundo -exclamó Tertuliano- puede que requiera césares, pero el emperador nunca puede ser cristiano, ni un cristiano puede ser emperador.»

Los cristianos se consideraban, como Jesús, mensajeros de la paz; bajo ninguna circunstancia podían convertirse en agentes de la muerte. Incluso cuando se alistaban en el ejército, o los soldados eran convertidos, su fe les prohibía luchar, excepto mediante la oración y el sacrificio.

Pero entonces Constantino derrotó a Majencio en el puente Milvio bajo el signo de la cruz. Al convertirse, había grabado los clavos que crucificaron a Cristo en su yelmo y formaban parte del freno de su caballo. Para los cristianos primitivos, no cabía imaginar mayor blasfemia. Ahora, los cristianos participaban del poder establecido con propiedades y una posición que defender. Un guerrero sediento de sangre era su obispo y comandante en jefe. Dejaron de ser pacifistas y transformaron las rejas de sus arados en espadas.

Cierto que emperadores y generales tenían que hacer penitencia si se manchaban las manos de sangre, aunque fuese por justa causa. Pero los viejos principios se habían relajado. Esta misma relajación podía advertirse en el cumplimiento de los preceptos religiosos. En su origen, la Iglesia era contraria al uso de la fuerza para conseguir conversiones o reprimir la herejía. Aun así, León el Grande (440-461) loaría a un emperador por torturar y ejecutar herejes en nombre de la Iglesia. En aquella época, Agustín sancionaría la aplicación de un par de enérgicos sopapos a los herejes para ayudarles a encontrar la senda correcta; en cambio, condenaría la muerte y la ejecución. Pronto, los cristianos se complacieron abiertamente que la suya fuese la única religión no perseguida. Sólo la aversión al derramamiento de sangre evitó que matasen a los herejes.

Esta aversión se debilitó gradualmente. Cada vez más, los cristianos se alistaron en el ejército, dispuestos ya a luchar y morir. Mientras que hacia el año 175 no había un solo soldado cristiano, en 416, por un edicto de Teodosio, solamente a los cristianos les estaba permitido alistarse. Se confió al clero -obispos y sacerdotes ante el altar del Crucificado-enarbolar la antigua aversión eclesiástica por el derramamiento de sangre. Sólo el clero crearía un espacio para dar testimonio de paz en medio de la belicosidad.

A pesar de que en ese momento la violencia fluía por las venas de la cristiandad, después de la conversión de los bárbaros se impuso una era de paz. En lo que ha dado en llamarse Edad Oscura, la intolerancia religiosa pareció olvidarse, tal vez por desinterés. Hasta que la cristiandad cayó bajo el influjo de su mortal enemigo, el Islam.

La velocidad con que se difundió el nuevo credo fue mucho más rápida que la supuesta expansión milagrosa del cristianismo. Como un estallido, se abrió paso por las antiguas tierras cristianas de África, Asia y España. Anunciaba un cielo sensual y un horrible infierno. Su fatalismo -«Lo que está escrito, escrito está»- alentaba el coraje en los campos de batalla. Desde ellos, un pío seguidor de Alá era trasladado, empapado en la sangre de su enemigo, al cielo. «La espada -dijo Mahoma- es la llave para el cielo y el infierno.» Una gota de sangre derramada por la causa de Dios era mejor que la oración y el ayuno. Como resumiría Gibbon: «Al que cayera en el campo de batalla, le serían perdonados sus pecados; en el día del juicio, sus heridas resplandecerán cual bermellón y su perfume será de almizcle; y la pérdida de sus miembros será com-pensada con alas de ángeles y querubines».

En el paraíso, como escribiese Santayana en Little Essays on Religión, el guerrero toma asiento «en jardines bien regados junto a Mahoma, ataviado de seda verde, libando deliciosos sorbetes, y traspasados por jóvenes muchachas de mirada de gacela, todo inocencia y pasión». La versión de Gibbon en el octavo volumen de Decline and Fall es mucho menos puritana:

Setenta y dos huríes, es decir, muchachas de ojos negros de resplandeciente hermosura, lozana juventud, pureza virginal y exquisita sensibilidad, serán creadas para el goce del más humilde creyente; un momento de placer se prolongará durante dos mil años y sus facultades se incrementarán por cien para hacerle digno de tal felicidad.

Nada dijo el profeta sobre los magníficos varones que serían creados para atender a las mujeres que tuviesen la fortuna de entrar en el paraíso. Quizá temiera la envidia de sus maridos en un mundo de chauvinismo machista.

El avance del Islam sobre Occidente fue detenido únicamente en Poitiers por el abuelo de Carlomagno, Carlos Martel. A partir de entonces, el espíritu marcial del Islam se introdujo en la cristiandad. Mahoma sustituyó a Cristo como «héroe». El profeta había sido jefe de Estado, comandante de ejércitos, un administrador de ¡ajusticia; Jesús no había hecho nada excepto predicar y morir en la cruz. El ideal cristiano había dejado de ser el del solitario monje asceta, era el del guerrero de espada sangrante que se vengaba del infiel que había osado capturar y profanar Tierra Santa. Ahora, mofándose del Evangelio, los caballeros cristianos eran incitados a matar por Jesús. Las indulgencias papales se equiparaban a las garantías de perpetuo deleite para el guerrero que muriese en la batalla. La cristiandad, a modo de perverso milagro, heredó el concepto de Jihad, la guerra santa.

Durante dos siglos, desde los púlpitos se hicieron llamamientos no en favor de la paz de Cristo, sino del deber de guerrear contra el infiel. Y así, por montes y campos de batalla, el cruzado plantó su espada de líneas cruciformes y oró a Cristo para que estuviese con él en la matanza de sus enemigos. Si moría, el papa le garantizaba un alto lugar en un, por desgracia, cielo casto, angélico, sin manjares ni vida regalada. Sea como fuere, en esto el Islam llevaba ventaja.

De camino a Tierra Santa, los cruzados dirigieron su atención a los infieles que tenían más cerca de sus hogares. Los judíos habían sido los primeros en profanar los Santos Lugares, torturando y crucificando a Cristo. Los cruzados les ofrecieron el bautismo o la muerte. Debían saberse de memoria las frases de san Juan Crisóstomo, el Doctor de la Iglesia del pico de oro del siglo IV. «Odio a los judíos», dijo, reiteradamente. No hay perdón posible para los odiosos asesinos del Señor. «Dios odia a los judíos y siempre lo hizo.» De ahí que los judíos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, cayesen bajo la espada de los cruzados. Se daba la estocada y el homicida ya se había ganado el cielo.

En el año 1096, la mitad de los judíos de Worms murieron a manos de los cruzados que pasaron por la ciudad. El resto huyó hacia la residencia episcopal en busca de protección. El obispo aceptó salvarles con la condición de que solicitasen ser bautizados. Los judíos se retiraron para considerar su propuesta. Cuando abrieron las puertas de la sala de audiencias, los ochocientos judíos allí reunidos habían fallecido. Algunos habían sido decapitados; los padres habían matado a sus hijos antes de dirigir los cuchillos contra sus esposas y contra ellos mismos; un recién casado había matado a su mujer. La tragedia de Massada en el siglo I se repitió por todo Alemania y, más tarde, por todo Francia. Cuando los cruzados obtuvieron su gran premio, Jerusalén, uno de sus primeros actos fue incendiar la sinagoga con todos los judíos en su interior.

Lecky, en su History of European Morals (1911), una obra clásica en dos volúmenes, escribió: «Sería imposible concebir una transformación más completa como la que experimentó la cristiandad; es algo desolador contrastar su imagen durante las cruzadas con la que ofreció al mundo, como espíritu de mansedumbre y de paz opuesto al espíritu de la violencia y la guerra». La Iglesia se había trasmudado por completo en imperio romano. Sus ministros -papa, obispos, sacerdotes- se desdecían de las bienaventuranzas, proclamando el derramamiento de sangre como doctrina oficial. Abandonaron el antiguo credo que sostenía la santificación de la vida.

A pesar de estos crueles precedentes, la cruzada de Inocencio contra los albigenses se situó dentro de esos parámetros. Al amparo del estandarte de la cruz, sería la campaña más sangrienta de la Edad Media. Prácticamente, sus soldados inventaron la política de tierra arrasada. Por primera vez, provocaron la muerte sin hacer distinciones. Por cada crimen del que tenía noticia, Inocencio pedía más energía en el desempeño de la misión. El final fue sublime: justificaba todos los medios. Resultaba mucho más sencillo matar a los herejes que convertir al clero a una vida sin tacha.

Comience la matanza

Cuando el rey de Francia se negó a encabezar la cruzada, Inocencio nombró a su legado, Arnaldo-Amalarico, general de los cistercienses de Citeaux, comandante en jefe. Caballeros y escuderos, campesinos y ciudadanos, villanos y mercenarios, acudieron a la llamada de las armas. Se ofrecía una indulgencia especial por un simple servicio de cuarenta días de duración y, además, la posibilidad de obtener alguna porción de buena tierra en el Languedoc. Se congregaron veinte mil hombres de caballería y casi diez veces más de infantería. Acudieron obispos feudales y nobles, duques y condes, incluso Raimon, conde de Tolosa.

Tan sólo una semana antes el conde había hecho las paces con la Iglesia. Ante el gran portal de la catedral de Saint-Gilles, arrancaron las vestiduras al señor de esas tierras; desnudo de cintura para arriba, como si fuera un penitente, se le hizo jurar sobre las reliquias que obedecería a la Iglesia en todo. A fin de demostrar su ortodoxia, se comprometió a matar a todos los herejes que vivieran por los alrededores.

Desde Montpellier, el ejército marchó sobre Béziers, plaza fuerte albigense. Aunque la ciudad estuviera bien fortificada, el abastecimiento de agua era insuficiente para aquel verano caluroso y muy seco.

Según el legado, el 22 de julio, festividad de santa María Magdalena, fue un día providencial para iniciar el asedio. Exhortó a los católicos de la ciudad para que entregasen a los aproximadamente doscientos herejes conocidos; si así lo hacían, les sería perdonada la vida. Los habitantes de Béziers decidieron agruparse contra aquellos extranjeros.

Hubieran resistido durante meses de no ser por un grupo de temerarios que dejaron la seguridad de las murallas para vituperar algunos mercenarios que haraganeaban por el campo. Demasiado tarde, los mozalbetes cayeron en la cuenta que habían incurrido en una imprudencia. Corrieron de regreso a la ciudad con los mercenarios pisándoles los talones.

Los habitantes de Béziers se refugiaron en el interior de la catedral y de las grandes iglesias de San Judas y Santa María Magdalena. Los caballeros invasores se unieron a los mercenarios y lo arrollaron todo, saqueando y matando mientras entraban en la ciudad. La consigna salió de Arnaldo: «Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos».

Tras las puertas cerradas de Santa María Magdalena, el clero hizo redoblar la campana mientras los celebrantes, revestidos de negro, entonaban el réquiem. Las iglesias, lugares de asilo desde tiempo inmemorial, estaban atestadas. Sólo en Santa María Magdalena había siete mil mujeres, niños y ancianos. Mientras los sacerdotes cantaban la misa, las hachas astillaban las puertas. Cuando las puertas cedieron, el único rumor dentro de la iglesia era el latín litúrgico y el balbuceo de los bebés en brazos de sus madres.

Los invasores, cantando a voz en grito el Veni Sancte Spiritus, no perdonaron a nadie, ni a los niños de pecho. Los últimos en ser sacrificados fueron dos sacerdotes. Uno de ellos sostenía en lo alto un crucifijo, el otro un cáliz. El sonido metálico del cáliz al caer sobre las piedras del suelo resonó en la iglesia y la sangre de Cristo se mezcló con la de las gentes de Béziers. Fue, escribió Lea en su obra The Inquisition in the Middle Ages, «una matanza casi sin parangón en la historia europea».

Al terminar, los jefes comunicaron a los mercenarios que debían entregar todo lo que habían pillado para financiar la cruzada. Se vengaron incendiando la ciudad. Todo fue devorado por las llamas. La famosa catedral de maestre Gervaise fue devorada en buena parte por el fuego. Todo lo que quedó de Béziers fue un rimero humeante bajo el cual yacían muertos todos sus habitantes.

En el frescor del atardecer, el monje Arnaldo se sentó para escribir a su superior. «En el día de hoy, alteza, veinte mil ciudadanos fueron pasados a cuchillo, sin distinción de edad o sexo.» No era lo habitual. Tras un asedio, se dejaban a salvo las mujeres y los niños y, en particular, el clero, que disfrutaba de inmunidad. La matanza de bebés ya era en sí intolerable, pero pasar a cuchillo a los sacerdotes que celebraban el sacrificio ritual del Calvario era un crimen execrable. La sed de sangre se había apoderado de los cruzados del papa y ya nunca disminuiría su enardecimiento. Debemos recordar que en la última y más cruel persecución bajo el emperador Diocleciano perecieron alrededor de dos mil cristianos. En la primera acción sanguinaria de la cruzada del papa Inocencio se triplicó el número de muertos. No todos eran albigenses, huelga decirlo. Resulta chocante descubrir que, de un golpe, el papa mató más cristianos que Diocleciano.

A Inocencio le conmovió hondamente la carta de Arnaldo. Dio gracias a Dios por la gran merced. Ni una sola vez cuestionó la legitimidad de un monje para matar herejes y católicos que se hallaban en territorio de asilo. Parecía justo defender la verdad de Cristo mediante métodos que habían conducido a la crucifixión del Señor.

Desde Béziers, los cruzados marcharon sobre Carcasona. Invirtieron un par de semanas en tomar la fortaleza, porque el comandante fue víctima de un ardid mientras concretaba los términos de la rendición. Arnaldo simplemente le encarceló. Al escribir al papa sobre este segundo triunfo, el legado se excusó profusamente por el hecho de no haber matado a nadie. Otra ciudad entregada a las llamas, explicó, hubiese privado a la fuerza expedicionaria de fondos. Permitió que los habitantes se marcharan -«Desnudos, salvo con los pecados que lllevaban encima»- con un salvoconducto de un día. Si eran capturados de nuevo, se les mataría.

Para la dignidad de conde de Carcasona, el legado eligió a un caballero normando, Simón de Monfort. De mediana edad, Monfort había luchado gallardamente en la cuarta cruzada, en 1199. Su nueva misión como guardián de la paz fue formidable. Gran parte de la tropa estaba abandonando la cruzada una vez transcurridos los cuarenta días normativos. Se iban con el espíritu sereno, sabiendo que todos sus pecados habían sido perdonados y tenían garantizada su entrada en el paraíso. Habían obtenido dos grandes victorias, pero ni un solo converso.

Con una fuerza más reducida pero mejor conjuntada, Monfort se sintió con fuerzas para tratar a toda la región como hereje. Con arreglo a los postulados católicos, tenía libertad para exterminar cuantas personas pudiese. El legado le desanimó a que hiciese prisioneros.

En Bram, tras apoderarse de su castillo en 1210, Monfort no mató a los prisioneros. Los muertos son malos mensajeros. Ordenó a su soldadesca que les cercenaran las narices y les vaciaran los ojos. Se dejó que un hombre conservase un solo ojo para que guiase a los demás. Cada uno de ellos puso su manos sobre el hombro del compañero que tenía delante y, como un gigantesco insecto ensangrentado y quejumbroso, se encaminaron a Cabaret para llevar el temor de Dios a los allí acampados.

En junio de aquel mismo año, Monfort puso sitio a Minerve. Tras su rendición, Monfort ordenó que ciento cuarenta perfecti salieran de la ciudad y se reunieran en un prado. No los acusaron; no hubo juicio, ni sentencia. Se prendió fuego a un gigantesco montón de leña. La soldadesca obligó a los herejes a lanzarse sobre las llamas como si fuesen verracos infectados. Sin embargo, como diría el torpe cronista cisterciense Vaux de Cernay: «No fue necesario que nuestros hombres los echaran a las llamas; de ninguna manera, todos fueron tan obstinados en su maldad que se arrojaron ellos mismos por su libérrima voluntad». Los herejes fueron al encuentro de su muerte con serenidad, en actitud orante. En el aire flotaba el olor a carne quemada, pero no se escuchó ni un gemido ni un lamento de las víctimas.

Esta primera gran quema de herejes se realizó ante los ojos de la Iglesia y con su anuencia.

Después, los cruzados se dirigieron a Lavaur. El castellano, conde Roger, fue ahorcado y ochenta de sus caballeros fueron quemados vivos. La hermana del conde, conocida por su espíritu caritativo, fue arrojada viva a un pozo y enterrada a pedradas. Acto seguido, cuatrocientos perfecti fueron sacados de la ciudad y quemados en una vasta pira funeraria. Vaux de Cernay escribió en el informe para el papa: «Cum ingenti gaudio combusserunt» («Les prendieron fuego con inmenso júbilo»). Se sentían aliviados, sabiendo que contaban con la bendición del papa.

Únicamente uno de los perfecti renunció a sus creencias. Eran pacifistas. Murieron dignamente, sin lamentarse. La matanza de Lavaur fue la más brutal de esta larga cruzada.

El papa recibió puntual noticia de cada acción. Así empezaba una carta dirigida a Monfort: «Alabo y agradezco a Dios por lo que en su misericordia ha hecho a través de ti y a través de los demás. Vuestro celo en favor de la ortodoxia ha inflamando este empeño contra sus más pestilentes enemigos».

No cabe duda de que Inocencio sancionó por adelantado todas las acciones emprendidas por este soldado que, en el IV Concilio de Letrán, en 1215, sería llamado «este valeroso caballero cristiano».

La lección de la cruzada

Inocencio y Monfort murieron con una diferencia de meses al año siguiente. En 1226, después de dieciocho años, durante los cuales perecieron cientos de miles de personas, concluyó la cruzada. En un sentido más profundo, jamás concluyó. Pese a todas sus hábiles palabras durante el concilio lateranense, la Iglesia sufrió su más terrible derrota.

Bajo Inocencio, la desobediencia a cualquier aspecto del sistema papal fue imperdonable. No había manera de comparar al avaricioso arzobispo de Narbona con los perfecti que vivieron sin egoísmos y murieron en el espíritu de Cristo. Su crimen más notorio fue que no demostraron el respeto debido al papa como vicario de Cristo.

La cruzada de Inocencio demuestra hasta qué punto la Iglesia se resiente de la herejía y a qué se expone quien se aleja de ella.

Otra lección de dicho período es que en la tradición católica la verdad es primordialmente oral. Su máxima preocupación son las fórmulas ortodoxas. Inocencio, sobre todo, no pareció darse cuenta de que la más profunda y perniciosa de las herejías es la negación del Evangelio, la renuncia en la práctica del sermón de la montaña. No tuvo remordimientos en utilizar el nombre de Cristo para hacer todo aquello a lo que Cristo ponía objeciones. En opinión de Inocencio, era peor que los albigenses le llamasen el Anticristo que demostrar que lo era arrojándolos a las llamas por miles, hombres, mujeres y niños.

 Los logros de Inocencio fueron ilusorios. Languedoc se convirtió en una tierra yerma; las tradiciones provenzales fueron irreversiblemente destruidas. Pero la herejía no murió: siguió en la clandestinidad. La Iglesia no sólo perdió su inocencia, también perdió la batalla de las convicciones y de los sentimientos del pueblo.