Capítulo XVII En el cual se trata cómo comenzaron los judíos a rebelarse contra los romanos. En este mismo tiempo, juntándose algunos de los que revolvían el pueblo y movían la guerra, entraron con fuerza y secretamente en una fortaleza que se llamaba Masada, y mataron a todos los romanos que hallaron dentro, y pusieron otra guarda de su gente. En el templo de Jerusalén había un hombre, llamado por nombre Eleazar, hijo del pontífice Ananías, mancebo muy atrevido, capitán en aquel tiempo de los soldados, que persuadió a los que servían en los sacrificios que no recibiesen algún don y ofrenda de hombre nacido que no fuese judío. Esto era ya principio y materia para la guerra de los romanos, porque desecharon el sacrificio al César que se solía ofrecer por el pueblo romano. Y aunque rogaban los pontífices y la otra gente noble que allí estaba que no dejasen aquella buena costumbre que tenían de rogar por los reyes, no quisieron los judíos consentir en ello, confiándose mucho en la muchedumbre del pueblo. Acrecentábales la voluntad que tenían, ver la fuerza de los que deseaban revueltas y novedades; y tenían también muy gran cuenta con Eleazar, que era en este mismo tiempo príncipe, como hemos dicho. Juntáronse, pues, todos los poderosos con los pontífices y con los más nobles de los fariseos; y viendo los grandes males que se recrecían para la ciudad, determinaron experimentar los ánimos de los escandalosos y revolvedores; y juntada la muchedumbre del pueblo delante de la puerta que llaman de Cobre (estaba ésta en la parte interior del templo, hacia el Oriente), quejáronse mucho de la materia y loca rebelión, y que movían tan gran guerra contra su patria. Reprendían también la sinrazón que a ella les movía, diciendo que sus antepasados ordenaron su templo con muchos dones y presentes de gentiles, y recibieron dones de los pueblos extranjeros; y que no sólo no hablan prohibido los sacrificios de alguno, porque esto fuera cosa muy impía, mas aun los pusieron por ornamento y honra del templo, a donde se pudiesen ver y conservar hasta el tiempo presente, y que ahora los que querían incitar y mover las armas romanas y hacer guerra contra ellas, les ordenaban nueva religión; y harían que con peligro su ciudad fuera tenida por impía si prohibían que ningún extranjero que no fuese judío pudiese sacrificar en ella, ni permitían llegar a hacer oración. Y si esta ley se hubiese de guardar contra una persona privada, podríamos acusar ciertamente de inhumanos; pero con esto los romanos son menospreciados y afrentados, y César es tenido y juzgado por hombre prófano. Por tanto, es de temer que los que desechan los sacrificios que se hacen por los romanos, sean prohibidos después de sacrificar por sí mismos; y que sea sacada esta ciudad del lugar y principado que ahora tiene, si no mudaren su propósito y sacrificaren luego, antes que la fama de tan grande atrevimiento se divulgue en presencia de aquellos a quienes la injuria ha sido hecha. Diciendo estas cosas, poníanles delante los que más y mejor sabían las costumbres de sus padres antiguos, y a los sacerdotes, porque todos contasen de qué manera y cómo hablan recibido sus antepasados los sacrificios y dones de gentes extranjeras. Mas ninguno de aquellos que deseaban las revueltas y la guerra, quería escuchar ni entender lo que se decía, ni los ministros del altar venían allí, dando ya casi materia para la guerra. Viendo, pues, toda la nobleza que estaba ya el pueblo tan levantado y tan movido para la guerra, que no podía ya ser en alguna minera con su autoridad refrenado, y que ellos habían de padecer el peligro de las armas romanas primero que el pueblo, trabajaban todo lo posible en disminuir las causas que para ello tenían; y así, enviaron a Floro otros embajadores, de los cuales era el principal Simón, hijo de Ananías, y enviaron otros a Agripa; de éstos eran principales Saulo, Antipas y Costobano, todos parientes muy cercanos del rey. Rogaban a entrambos muy humildemente que recogiesen sus ejércitos, viniesen contra la ciudad de Jerusalén, y apaciguasen la revuelta, quitando aquellos escándalos tan grandes que se movían, antes que el mal se hiciese insufrible e irremediable. A Floro fué esto corno buena nueva; y queriendo encender más la guerra, no dió respuesta a los embajadores. Mas Agrípa, mirando igualmente por la una y otra parte, a saber los judíos que se rebelaban, y los romanos, contra quienes la guerra se movía, queriendo conservar los judíos debajo del imperio y potencia romana, y queriendo conservar para lo judíos el templo y la patria, sabiendo muy bien que no le convenía a él esta revuelta, envió en ayuda del pueblo tres mil de a caballo de los auranitas, bataneos y traconitas, dándoles por capitán a Darío, y por general a Filipo, hijo de Jachino. Con la venida de éstos, todos los principales con los sacerdotes y todos los otros que deseaban y procuraban la paz, pusiéronse en la parte más alta de la ciudad, porque la baja y el templo estaban en poder de los sediciosos. Usaban ambas partes de dardos y de hondas, tirando sin cesar; tirábanse muchas saetas continuamente; algunas veces salían algunos con asechanzas y escaramuzaban de muy cerca. Los revolvedores eran más atrevidos; pero los del rey eran mucho más ejecitados en las cosas de la guerra: tenían éstos muy determinado de ganar el templo y echar de él aquellos que tanto lo profanaban. Los sediciosos y revolvedores que estaban de la parte de Eleazar, pretendían, además de lo que ya poseían, ganar la parte alta de la ciudad y combatirla. Duró la matanza de ambas partes, muy grave, siete días, sin que alguna de ellas perdiese su lugar: Viniendo después aquella festividad que se llama Xilolfonia, en la cual tienen de costumbre todos traer y juntar gran cantidad de leña en el templo, por que no falte jamás la materia para el fuego, el cual conviene que siempre esté ardiendo sin apagarse, no quisieron recibir a sus contrarios en aquella honra y culto, antes los desecharon con gran afrenta, y por medio del pueblo que no estaba armado entraron con ímpetu; muchos de aquellos matadores o sicarios, que así llaman a los ladrones que llevan en los senos los puñales escondidos, aunque hallaban gran resistencia, no dejaron de proseguir lo que habían comenzado; y los del rey fueron vencidos por la muchedumbre Y su osadía, y se retrajeron a la parte más alta de la ciudad, la cual acometieron luego los rebeldes, y pusieron fuego a la casa del pontífice Ananías, y en el palacio de Agripa y de Berenice. Después de esto dieron también fuego a las arcas a donde estaban todas las escrituras de los deudores y acreedores, por que no quedase algo por donde se pudiesen saber las deudas, por atraer así la muchedumbre de los deudores, y para dar libre poder y facultad a los pobres de levantarse contra los ricos; y huyendo los guardas de las escrituras públicas, echaron fuego a las casas, y quemado lo principal y más fuerte de la ciudad, comenzaron a perseguir a sus enemigos. Salváronse algunos de los nobles y pontífices, escondiéndose en los albañares y lugares sucios; y algunos, con los del rey, recogiéronse en lo alto del palacio, cerrando con diligencia y cubriendo muy bien las puertas. Entre éstos estaban también el pontífice Ananías y su hermano Ecequías, y los que dijimos haber sido enviados a Agripa por embajadores. Contentos entonces con la victoria y con lo que habían quemado y destruído, cesaron. Otro día después, que eran a los quince de agosto, dieron asalto a la fortaleza Antonia, y habiéndola tenido cercada por espacio de dos días, la tomaron y mataron a cuantos había dentro, y después pusieron fuego a todo. De aquí pasaron luego al palacio, a donde se habían recogido los soldados del rey, y partiendo su campo en cuatro partes, trabajaban en echar a tierra los muros. De los que dentro estaban, ninguno osaba salir a resistirles por la muchedumbre de los enemigos; mas repartiéndose por las fuerzas y torreones, mataban de allí a sus enemigos y derribaban de esta manera muchos de aquellos ladrones. No cesaban de pelear ni de día ni de noche, porque pensaban los revoltosos constreñir a los que estaban en aquel fuerte a desesperación por falta de mantenimiento, y los del rey creían que los enemigos no hablan de sufrir tanto trabajo. En este medio había un hombre llamado Manahemo, hijo de aquel Judas Galileo, sofista muy astuto, que antes, siendo Cirenio gobernador, había injuriado y echado en el rostro a los judíos que, después de Dios, eran sujetos a los romanos. Tomandodo consigo algunos de los nobles, caminó a Masada, a dónde estaban todas las armas del rey Herodes, y quebrando las puertas, armó con gran diligencia la gente del pueblo y algunos ladrones con ellos, y volvióse con todos, como con gente de su guarda, a Jerusalén. Haciéndose principal de la revuelta, aparejaba a cercarla y tomarla. Y como tenía falta cavar los muros por los dardos que de arriba los enemigos le echaban, comenzó a cavar de muy lejos un minero hasta llegar debajo de una torre, y pusieron leños muy fuertes que la sostuviesen, y después, poniéndoles fuego, salieron. Quemados los leños, luego la torre cayó; mas luego se vió otro muro edificado por dentro; porque los del rey, sabiendo antes y sintiendo bien lo que los enemigos hacían, y también, por ventura, por el temblar de la tierra, edificaron con diligencia :otro muro. Con esto, los que los combatían y pensaban haber de ser presto vencedores, con ver el muro nuevo quedaron muy espantados y aflojados. Pero los del rey enviaban a suplicar a Manahemo y a los otros príncipes de aquella revuelta que los dejasen salir de allí. Habiendo acordado y consentido Manahemo esto solamente a los del rey y a los de su religión, partieron luego. A los romanos, porque quedaron solos, faltó el ánimo, porque no tenían igual fuerza para tanta muchedumbre de gente, y rogarles que los dejasen salir, teníanlo por cosa de afrenta, y aun no lo tenían por seguro, aunque les fuese concedido. Dejando, pues, el lugar de abajo que se llama Estratopedon, como que era fácil de tomar, recogiéronse a las torres del palacio, de las cuales la una se llamaba Hípicos, la otra Faselo, y la tercera Mariarnma. La gente que estaba con Manahemo dió luego en aquellos lugares, de los cuales los soldados habían huido; pasando a cuchillo a cuantos hallaban y robando todo el otro aparejo que hallaron, quemaron todo el Estratopedon. Todo esto fué hecho a los seis del mes de septiembre. *** |
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