Capítulo XIV

De la crueldad que Floro ejecutaba contra los de Cesárea y Jerusalén.

No se sabe haber habido causas bastantes ni idóneas para mover tantos y tan grandes males corno se levantaron, por lo que arriba hemos dicho. Los judíos que vivían y habitaban en Cesárea, tenían su sinagoga cerca de un lugar, cuyo señor era Un gentil natural de Casárea; y muchas veces habían trabajado por quitarle la señoría que tenía sobre él y todo su derecho, ofreciendo de darle mucho más que la cosa valía. Pero el señor del lugar no se contentó con despreciar los ruegos que le hacían por aquello; antes, por hacerles pesar y causarles mayor dolor, edificó en el mismo lugar muchas tabernas, dejándoles muy estrecho camino y muy angosto lugar para pasar. Al principio algunos de los más mancebos trabajaban por resistirle y vedar la edificación. Y como Floro, los refrenase para que no lo vedasen, no teniendo los nobles de los judíos que lo hiciesen, corrompieron a Floro con ocho talentos que le dieron por que vedase la edificación. Prometió éste hacer todo lo que le pedían, teniendo ojo solamente a cobrar lo que le habían prometido.

Recibido el dinero, salióse luego de Cesárea y fuése a Sebaste, dando licencia y permitiendo que revolviesen el pueblo, ni más ni menos que si hubiera vendido a la gente principal de los judíos, lugar para que peleasen. Luego al día siguiente, que era un sábado, fiesta de los judíos, juntándose el pueblo en la sinagoga, un hombre de Cesárea, sedicioso y amigo de revueltas, puso delante del lugar por donde todos habían de entrar, un vaso de Samo, y allí sacrificaban las aves. Este hecho encendió a los judíos y los movió a mucha ira, porque decían haber sido su ley injuriada y quebrantada por aquéllos, y que el lugar había sido ensuciado feamente. La parte de los judíos más moderada y más constante determinaba quejarse delante de los jueces otra vez nuevamente por esta injuria; pero la juventud y cuantos judíos había, mancebos y amigos también de revueltas, viendo esto, se movían a contiendas.

Los revolvedores de Cesárea estaban también aparejados para pelear, porque adrede habían enviado aquel hombre que hiciese allí aquellos sacrificios; y de esta manera, concurriendo ambas partes, fácilmente se trabaron a la pelea. Pero sobreviniendo allí Jucundo, capitán de la caballería, el cual había para vedarles que peleasen, mandó quitar luego el vaso que había sido puesto por el cesariano, y trabajaba por apaciguar el ruido.­

Siendo vencido éste por la fuerza de los cesarianos, los judíos luego arrebatando los libros de la ley, apartáronse hacia Narbata.

Es ésta una región de ellos, lejos de Cesárea sesenta estadios, y doce de los principales con Juan, se vinieron a Sebaste delante de Floro, quejándose de lo que había acontecido, y rogábanle que los ayudase haciéndole acordar de los diez talexitos que le habían dado, aunque con arte y disimulación; mas él los mandó prender, acusándolos que por qué causa habían osado sacar las leyes de Cesárea. Por esto se indignaban mucho los de Jerusalén, pero refrenaban aún su ira como mejor les era posible.

Floro, como que no entendiese en otra cosa sino en moverlos e incitarlos a guerra, envió al tesoro sagrado hombres que sacasen diecisiete talentos, fingiendo que los gastos que César hacía requerían todo aquel dinero. Visto esto, el pueblo quedó muy confuso, y corriendo todos al templo, con grandes voces apellidaban todos a César, suplicándole que los librase de la tiranía de Floro. Algunos había entre éstos que buscaban revueltas mayores, maldecían a Floro, y decían de él muchas injurias; y tomando una canasta iban por la ciudad pidiendo limosna para él, como si estuviera con la mayor miseria y pobreza del mundo.

Pero con todas estas cosas no hizo mutación alguna en sus codicias, antes fué mucho más movido a robarlos.

Como finalmente debiera, viniendo a Cesárea a matar el fuego de la guerra que se levantaba, y quitar toda la causa de revueltas, por lo cual había antes recibido paga y lo había prometido, dejando todo esto, vínose con ejército de a pie y de a caballo para servirse de él en todo lo que quería, y para poner miedo y amenazas grandes en la ciudad.

Queriendo amansar su ira, el pueblo salió al encuentro a todos los soldados con los favores acostumbrados, y para hacer las honras a Floro que antes solían hacer a todos; pero él, enviando delante un capitán llamado Capitón, con cincuenta hombres de a caballo, les mandó que se volviesen; y que habiendo dicho antes tanto mal de él, no quería que se burlasen, haciéndole honras falsas y fingidas. Porque convenla, si eran valerosos hombres y varones constantes y de ánimo firme, afrentarlo ahora también en su presencia, y mostrar el deseo y voluntad que tienen de la libertad, no sólo con palabras, pero también con las armas.

Espantado el pueblo con estas palabras, y echándose los soldados que habían venido con Capitón, por medio, los judíos se dispersaron, huyendo antes de saludar a Floro y antes de hacer algo con los soldados de todo lo que se solla hacer. Recogiéndose, pues, cada uno en su casa, pasaron sin dormir toda aquella noche.

Floro se aposentó en el Palacio Real, y luego el otro día después, saliendo en tribunal contra ellos, asentóse, más alto de lo que solía; y juntándose los principales de los sacerdotes y toda la nobleza de la ciudad, vinieron todos delante del tribunal. Mandóles Floro que luego le diesen todos aquellos que hablan dicho mal de él, amenazándoles que tornaría en ellos venganza si no le presentaban y hacían saber quiénes eran.

Respondieron los judíos que su pueblo no había hablado mal de él; y que si alguno había errado en el hablar, suplicábanle que lo perdonase, porque en tanta muchedumbre de gente no era de maravillar que se hallasen algunos malos y sin cordura, mozos y de poca prudencia, y que les era imposible señalar los que en aquello hablan pecado, viendo que a todos generalmente pesaba, y se mostraban aparejados para negarlo con el temor que todos tenían. Pero dijeron que si él buscaba el reposo de la gente, y si quería guardar y conservar la ciudad bajo del Imperio romano, debía antes dar perdón a tan pocos que lo habían ofendido, teniendo mayor cuenta con tantos corno estaban sin culpa, que no perturbar y poner en revuelta tantos buenos como había, por dar castigo a muy pocos malos.

Respondió él a esto muy indignado y airado, mandando a sus soldados que robasen el mercado o plaza adonde las cosas se vendían, que era esto en la parte más alta de la ciudad, y que matasen a cuantos les viniesen al encuentro. Ellos entonces, con la codicia grande que tenían y con la licencia y mandamiento que su señor les había dado, robaron, no sólo el lugar que les era mandado, pero aun saltando por todas las casas de los ciudadanos, matábanlos a todos; y huyendo todos por las estrechuras de las calles, mataban los que podían hallar, sin que hubiese ningún término ni fin en lo que robaban.

Prendiendo también a muchos de los nobles, llevábanlos a Floro, a los cuales, después de haberlos mandado cruelmente azotar, mandábalos ahorcar. Mataron aquel día, entre mujeres y niños con los demás, porque no perdonaron aún a los niños de teta, seiscientos treinta.

Hacía más grave esta destrucción la novedad que los romanos usaban: porque osó Floro lo que hombre ninguno antes había hecho, azotar los nobles y caballeros en su mismo Tribunal, y después los ahorcó; y aunque éstos eran de su natural judíos, todavía la honra y dignidad de ellos era romana.

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Usted está leyendo el Libro II de La Guerra de los Judíos