Capítulo VIIIDe una mujer que había cocido un hijo suyo por causa de la gran hambreUna mujer de las que vivían de la otra parte del río Jordán, llamada María por nombre, hija de Eleazar, natural del lugar o barrio llamado Vetezobra, que quiere decir la casa de Isopo, noble en linaje y rica; huyendo con toda la gente, recogióse dentro de Jerusalén, y allí estaba cercada no menos que todos los otros. Todos los bienes que ésta había traído de su tierra habíanselos ya robado los tiranos de Jerusalén; lo que le quedaba escondido y todo el mantenimiento que hallaban, se lo llevaban los amotinados que en su casa cada día entraban. Enojábase con esto la mujer gravemente, porque maldiciendo cada (lía a los ladrones que en casa entraban, ellos se movían contra ella más ásperamente: viendo también que ninguno, por enojado que estuviese ni por misericordia que hubiese, la quería acabar de matar; antes buscando de comer para ella, lo buscaba para otros. Erale quitada también la libertad y poder de tomar algo, y moríase ya de hambre no menos que los otros; y la ira que tenía la encendía mucho más cierto que no hacía la hambre. Con la fuerza, pues, que su ánimo sufría, y con la necesidad movida, levantóse a hacer cosa contra toda humanidad y naturaleza; porque arrebatando un hijo que a sus pechos tenía, dijo: ¡oh desdichado y miserable de ti! ¿para quién te guardaré yo entre tanta guerra revuelta, sedición y entre tan gran hambre? Ya que vivas, has de ser puesto en servidumbre debajo de los romanos, y los tuyos son aún más crueles que éstos. Sírveme, pues, a mí con tus carnes de mantenimiento, a los malos revolvedores de furia; y sirve de cuento en la vida humana de los hombres, lo cual sólo falta en tan grandes destrucciones y adversidades de los judíos. Diciendo esto mató a su hijo y coció la mitad, y ella misma se lo comió, guardando la otra mitad muy bien cubierta. Los amotinados entran en su casa, y habiendo olido aquel olor tan malo y tan dañado de la carne, amenazábanla que luego la matarían si no les mostraba lo que había aparejado por comer. Respondiendo ella que había aún guardado la mayor parte de ello, entrególes lo que le sobraba del hijo que había muerto. Ellos viendo tal cosa, les tomó un tan temeroso horror y perturbación, que perdieron el ánimo con ver cosa tan perversa y tan nefanda. Dijo, empero, la mujer: Este, pues, es mi hijo y ésta es mi hazaña: comed vosotros, porque yo ya he comido mi parte. No quiero que seáis más tiernos que una mujer, o más misericordiosos para el niño que ha sido su propia madre. Si vosotros tenéis piedad y honráis la religión y desecháis mis sacrificios, yo ya he comido; quede también para mí lo que sobra. Amedrentados ellos sólo por haber visto cosa tan fiera, saliéronse temblando, aunque apenas pudieron dejar que la madre sola se hartase de esta vianda. Fué luego la ciudad llena de esta maldad, y divulgóse entre todos; y poniéndose cada uno delante de aquella matanza, estaba amedrentado no menos que si él mismo hubiera acometido aquella maldad tan grande. Todos los que estaban hambrientos corrían buscando quien los matase, y eran llamados bienaventurados los que antes de padecer tal morían. Presto supieron también los romanos esta desdicha y adversidad, de los cuales unos no lo creían, otros se condolían y compadecían grandemente, y muchos tomaron de aquí nuevo aborrecimiento a los judíos. Tito en esto estaba haciendo sus ruegos a Dios, si quería dar paz a los judíos, haciéndoles olvidar libremente todo el daño que habían cometido: pero los judíos en lugar de paz deseaban guerra; y por concordia, sedición y revuelta; por hartura y abastecimiento, hambre; y habiendo ellos con sus propias manos comenzado a quemar el templo, el cual él les había guardado, entendió claramente que eran muy dignos de estos mantenimientos: pero la maldad de esta comida tan ilícita y tan nefanda habíase de cubrir con la ruina y destrucción de la propia patria, ni había de sufrir que el sol saliese ni diese luz a la ciudad, en la cual las madres comían sus propios hijos. Los padres debían primero servirse de tales viandas antes que las madres, los cuales no dejaban las armas después de tales muertes. Diciendo estas cosas, pensó que ya todos los enemigos estaban desesperados, y que no habían de cobrar ya seso, pues habían padecido todo lo que antes que lo padeciesen pensaban haber de hacerles mudar sus ánimos y propósitos. *** |
Usted está leyendo el Libro VII de La Guerra de los Judíos
|
|||